Donde Amr pide ayuda
– Ese Marco Antonio no sólo era un patán sino, además, un traidor -dijo Amr sin dejar de acariciar con el pulgar un pequeño astrolabio que tenía en las manos-. Sacrificaría mi vida a tu belleza, Hipatia, pero aunque fueses reina de Alejandría nunca renegaría de mi fe ni de mi patria. Por lo demás, si lo hiciese, perdería también tu estima.
– Nada de todo eso te pido, general. Sólo te suplico que respetes al más hermoso hijo de Alejandría: su Biblioteca.
– Filopon no ha terminado su historia -replicó el emir, despechado por el tono de frialdad de la muchacha-. ¿Respetó Octavio al joven Cesarión?
– No. No cumplió su promesa -respondió Filopon-. Le hizo matar. Pero fue más bien la Historia la que eliminó a ese niño, pues de nada le servían ya los Tolomeos. Egipto se convirtió en provincia romana; la República se convirtió en Imperio; Octavio se convirtió en Augusto; la Biblioteca y el Museo se convirtieron en propiedad de Roma. En adelante, el propio emperador nombró al bibliotecario, al que dio el título de «sumo sacerdote de los libros». Egipto no existía ya. Sólo la Biblioteca ha perdurado hasta nuestros días. Y Roma reinó sobre el mundo durante cinco siglos.
– Sobre «vuestro» mundo -recordó Amr-, pero no sobre el mío. Y sé que existen imperios, en levante, de donde nos llegan la seda y las especias, imperios mucho más poderosos y perennes que Roma.
– Si quieres también conquistarlos en nombre de tu Dios -dijo Rhazes con ironía-, ¡apresúrate! Muchos de mis correligionarios están ya allí, poniendo manos a la obra. Muchos cristianos, también. No hay sólo seda y especias en India y en China. También hay libros, de los cuales Alejandro trajo unos cuantos. Pero sobre todo, si quieres saber algo más sobre tus futuras conquistas, encontrarás muchos datos sobre ellos en un armario lleno de obras de los geógrafos; podrán serte muy útiles. A menos que toda Asia esté ya descrita en tu Corán.
– Pero ¡deja ya de burlarte, eterno bromista! Ayúdame más bien a convencer a mi califa. Si le cuento el abyecto fin de Marco Antonio, se afianzará en su idea de que, fuera de Arabia, todo es sólo perversión y obra del diablo. Temeroso de que mis beduinos y yo nos revolquemos en esos vicios, me ordenará que arrase vuestra ciudad.
– En ese caso, procura deslumbrarle con el destino de Augusto -dijo Filopon-. ¿Qué hombre prepotente resistiría esa tentación?
– Por desgracia, no le conoces. Su odio al extranjero y su miedo al conocimiento le sirven de fe. Lo que más codicia en el mundo son almas para convertir, de buen grado o por la fuerza; las cuenta como un avaro sus monedas. Se cree puro como el diamante; pero, para conseguir sus fines, empleará cualquier perfidia. Para que la verdadera fe triunfe, sería capaz de pactar con el diablo.
– Conozco esa clase de hombres -respondió Filopon-, porque en el pasado he sido víctima de sus maniobras. Y creo que el asunto tiene muy mal aspecto: sólo la muerte podría doblegar a Omar.
– Ayudemos entonces a la muerte -exclamó Hipatia en un tono exaltado-. También Bruto mató a César porque éste quería acabar con la República. ¿No hay entre los tuyos un soldado valiente, de mentalidad abierta, tolerante y magnánimo, capaz de hacer desaparecer a ese tirano fanático?
– Mi pueblo y mi religión son aún demasiado jóvenes, demasiado frágiles -replicó Amr con cierto embarazo-. Semejante jugada podría hacernos caer de nuevo en el paganismo y la barbarie. No, hay que intentar convencerle. Habladme de Alejandría convertida en ciudad del libro, ciudad de los cristianos y los judíos. He visto aquí tantas iglesias y sinagogas… Es la prueba de que los escritos paganos no la pervirtieron hasta el punto de convertirla en una nueva Babilonia. Amigos míos, he desempeñado el papel de abogado del diablo, y el diablo se halla en Medina. Sé que muchas obras que están aquí no contradicen las palabras del Profeta, sino que incluso a veces las confirman. Pero ¿acaso no hay libros que, mediante la blasfemia, el sacrilegio o la mentira se atreven a oponerse al mensaje divino?
– Sin duda -respondió Filopon-, ¿pero hay que destruirlos por eso? Es más fácil vencer al enemigo cuando se conocen sus artimañas y sus fuerzas. Puedo decirte, en todo caso, que no hay sacrilegio en Platón, ni blasfemia en Aristóteles. ¿Cómo podría haberlos cuando no conocían la palabra divina? Sólo pecaron por ignorancia, ya que son del tiempo anterior a la Revelación. Y desde que los estudio, yo, viejo filósofo cristiano, afirmo haber encontrado a menudo un pensamiento que refuerza mi fe en el Dios único, al igual que un romano podría hallar en Arquímedes el mejor modo de consolidar un acueducto. Estoy, por lo demás, muy lejos de ser el primero en haber emprendido semejante búsqueda. Poco tiempo antes de Cristo, un sabio judío de Alejandría llamado Filón consiguió incluir en el pensamiento hebraico, sin que hubiera contradicción con el Antiguo Testamento, la filosofía de los Antiguos. Pero Rhazes te hablará de ello mañana mucho mejor que yo.
¿Qué mosca le ha picado al anciano?, pensó el médico. Sabe muy bien que no me preocupo lo más mínimo por la metafísica. Bah, adOmaré mi relato con interesantes intrigas de corte. Tal vez eso complazca a este soldado y le dé ciertas ideas.
El judío y el emperador
(Tercer panfleto de Rhazes)
Roma dominaba ya el Mediterráneo y ensanchaba sus fronteras cada vez más hacia el interior de sus riberas. Las riquezas del mundo convergían hacia la capital del Imperio, que las absorbía como una gigantesca esponja. Las riquezas y también los dioses. Con una especie de avidez los romanos llenaban el panteón olímpico con divinidades procedentes de Egipto, Babilonia, Fenicia, India y Aracosia. Baal fornicaba con Venus, Mitra jugaba a los dados con Júpiter, Baco brindaba con Zoroastro.
Nadie era molestado por su religión. O casi nadie. Sólo había un dios por el que no se transigía: el emperador reinante. Y una sola diosa: la ciudad, engalanada con sus grandes hombres de tiempos pasados. «Rezad, si queréis, a las piedras del camino, a vuestros antepasados en los armarios o al olivo de vuestro jardín -clamaban los pontífices-, susurrad en secreto los misterios de Eleusis o de Dioniso, pero no olvidéis nunca ofrecer sacrificios al emperador y a la ciudad.»
Comprenderás entonces, Amr, que los judíos, las gentes del Libro, del que también vosotros habéis salido, cristianos y musulmanes, fueran mal vistos, incomprendidos y temidos. En efecto, ellos no podían aceptar más dios que el Único.
Palestina se había convertido en una provincia romana, la más turbulenta de todas ellas. El Sanedrín, el consejo de los sacerdotes de Jerusalén, cuidaba escrupulosamente de que se respetara la letra de la ley mosaica. Los prefectos que Roma nombraba allí (un puesto que parecía destinado a quienes habían caído en desgracia), preferían mostrarse lo más discretos posible. Evitaban sobre todo mezclarse en las incesantes disputas entre los rabinos, defensores del más estricto respeto de las leyes mosaicas, y la juventud urbana y culta, que se sentía atraída por los encantos de la literatura y la civilización helenas. El más conocido de estos prefectos era Poncio Pilato. Pero los representantes de Roma no siempre eran tan prudentes como él. Algunos, deseando hacer méritos ante el emperador, se mostraban muy activos. Uno de ellos decidió, por ejemplo, erigir una estatua de Octavio Augusto en la explanada del templo, para obligar a los judíos a rendirle culto. Lo único que logró con ello fue coaligar contra él a toda la población y provocar un levantamiento general. La consiguiente represión fue espantosa y se hizo extensiva a todos los lugares del Imperio donde hubiera comunidades judías en el exilio.
Estas colonias judías se habían establecido en gran número por todo el contorno del mar, en Partía, en Media, en Elam, en Mesopotamia, en Capadocia, en el Ponto, en Frigia, en Panfilia, en Creta y en tu Arabia natal. Las había hasta en la India, tal vez descendientes de antiguos soldados de Alejandro. Otros habían acompañado a sus vecinos fenicios, y después a los griegos, hasta sus factorías de Iberia, Lusitania, Sicilia y la Galia. La más reciente y miserable de estas colonias estaba en Roma; la más opulenta, en Alejandría.