Выбрать главу

Filopon había imaginado a Amr y su ejército como una de esas hordas que desde las llanuras del norte se precipitaban sobre la Cristiandad, comandadas por jefes de guerra que se atribuían, cada uno de ellos, el título de rey y tenían como único dios, como único ideal, el oro y la riqueza que pensaban hallar tras los muros de Roma o de Constantinopla. Pero esta vez tenía frente a él a un verdadero general, que obedecía las órdenes de ese Omar, rey o papa de Arabia, y que conocía el Antiguo y el Nuevo Testamento, aunque esos heréticos hubieran creído conveniente añadir un tercero, el Corán, que no resistiría el más bobo de los debates teológicos. Pero, al menos, Filopon se había tranquilizado: éstas eran gentes del Libro. Así pues, tal vez respetaran los demás libros, los que contenía la Biblioteca. Además, por el tono que había empleado Amr para hablar de su «califa», como él decía, el viejo filósofo había notado que el general no sentía por su monarca toda la veneración que le debía. Éste era un asunto que también valía la pena investigar.

– Ignoro -dijo por fin- por qué crimen quiere tu señor castigar a esta ciudad, que fue la mayor del mundo y a la que llamaron la nueva Atenas. ¿Es acaso un crimen resistirse a un invasor? ¿Y quién se os resistió en este último asalto? Los navíos y los soldados de Bizancio. Pero han huido. La ciudad es tuya y sólo tienes ante ti, como vencido, a un viejo cuya sola esperanza es ya únicamente la de consagrar sus últimos días a la preservación de todo el saber que le rodea y que es el único ejército que puede presentarte resistencia.

El semblante de Amr se encendió. Al minimizar así su victoria, Filopon ofendía al estratega.

– ¿Qué fuerza tienen esos libros, qué poder tienen contra los soldados de Dios, contra la palabra de los profetas, contra el último de ellos, el postrero, el más grande? ¿Cuentan acaso algo distinto a lo que dijeron Moisés, Jesús y Mahoma, y que les dictó el Altísimo? Pues todo está ya dicho, anciano, en la Biblia y el Corán. Quienes escribieran de un modo distinto irían contra la verdad emitida por la propia voz de Dios. Y eso sería la voz del demonio.

Amr profirió esta afirmación con una tranquila certeza. Ni la menor sombra de duda había rozado su ancha frente marcada por la arena y el sol. Y Filopon pensó que, a su modo, el guerrero del desierto reproducía las mismas ideas que los doctores de la Iglesia, a quienes durante tanto tiempo se había enfrentado. Pero, esta vez, no se trataría de navegar hábilmente por las caprichosas aguas de la dialéctica. El viejo filósofo tenía frente a él una roca de certidumbre, una fe sencilla y sin florituras, tal vez algo tosca. Pero para agrietar esa roca necesitaría más fuerza que las finas agujas de la erudición con las que Filopon tan bien sabía, por lo común, pinchar al adversario. Si Amr hubiera sido el más estúpido de sus alumnos, el filósofo habría podido al menos verter en ese vacío algo de saber. Pero Amr no estaba vacío y no era su alumno.

– El demonio está en todos nosotros, general, y tal vez se haya introducido también en estos anaqueles. Pero Dios distribuyó entre nosotros el amor a lo hermoso, el amor a lo útil, ¿y qué es más hermoso, más útil que el Universo que Él creó para nosotros? Esta belleza, esta utilidad es lo que intentan celebrar, desde la noche de los tiempos, los escritos que nos rodean.

– ¿Y dicen algo más que el Corán?

– No lo sé, pues no he leído tu Corán. Y créeme que hoy lo lamento.

– Si no valen para nada, ¿de qué sirve amontonarlos así en el polvo?

– Antes de condenar, antes de quemar, Amr, aprende a conocer, por lo menos, lo que contienen.

– Que así sea, habla. E intenta convencerme.

– Soy viejo, hijo mío, y conozco demasiadas cosas. No sabría por dónde empezar. ¿Me autorizas a pedir ayuda? Allí donde la vejez, en exceso llena de saber, no sabría que decirte, la juventud podrá hacerlo.

– ¿Y quiénes son esos jóvenes?

– Un judío y una mujer.

4

Con paso presuroso, Hipatia y Rhazes atravesaron los dos peristilos y el peripato antes de penetrar en la Biblioteca. Al ver aparecer a la joven, Amr se levantó, pero Hipatia no le dio tiempo para hablar. Le tendió una rama de olivo cargada de frutos y dijo, acompañando su gesto con una graciosa genuflexión:

– Si quieres convertirte, Amr, en dueño de nuestros parajes, aprende primero a acariciar el rugoso tronco del olivo bienhechor, rogándole que te ofrezca sus frutos henchidos de un aceite dorado. Aprende también a besar el racimo de uva como a una mujer, para que te inunde algún día con su vinosa voluptuosidad. Aprende además a hablarles a los trigales como les hablas a tus soldados. De sus espigas llegará el pan como la más hermosa de tus conquistas. Del trigo, de la viña y del olivo nace la paz, nace el Libro.

Subyugado, Amr unió las manos y se inclinó diciendo:

– ¿Cómo pueden ocultarse tanta gracia y poesía entre tanta sombra y polvo? Una joven dama como tú está hecha para tener un buen marido y hermosos hijos. Perdida así entre libros, acabarás desecándote como un viejo papiro.

Hipatia hizo un coqueto gesto de enfado:

– Si estás presentándome una demanda de matrimonio, general, me parece muy brutal. Mi tío me había hablado de ti como un hombre cortés y pausado.

– Perdóname. Soy sólo un soldado del desierto y nunca he conocido, en mi árida vida, una mujer que aliara tanta belleza con tanta ciencia.

– Desconfía de las griegas, Amr -bromeó Filopon-. Queman como el hielo, pero no se funden.

– ¿Todos sois griegos en este palacio, pues? Creía hallarme en tierra de Egipto.

– Hace ahora mil años -intervino Rhazes- que el macedonio Alejandro fundó esta ciudad. Y podemos decir que todo alejandrino depende, a la vez, del Faraón y de él.

– ¿Y tú, judío, de quién dependes?

– De Abraham, general, como tú. Los hijos de Israel son hermanos de los de Ismael. Tú y yo somos hijos del Libro.

Amr señaló con un gesto amplio los anaqueles que le rodeaban.

– ¿Y esos libros, qué añaden a las palabras que el Omnipotente dictó a sus profetas?

Filopon lanzó una mirada desesperada a su sobrina y al médico. Para abrir el espíritu de ese hombre, para salvar la Biblioteca, sería necesario todo el ardor y el entusiasmo de su juventud. Él ya no podía hacerlo. Pero ¿qué estaba diciendo Rhazes?

– Todos los libros son de inspiración divina, pues todos loan la belleza de la Creación.

¡Infeliz! Repetía lo mismo que había dicho Filopon unas horas antes, lo que había provocado una ociosa discusión en la que Amr, aferrado a su Corán, negaba en nombre de su dios cualquier valor a los escritos de los Antiguos.

Por fortuna, Hipatia comprendió que la conversación iba a empantanarse en un terreno que le era por completo ajeno. Conocía la reputación de esos hombres del desierto inclinados a la ensoñación, a la poesía, a lo maravilloso. Por ahí era preciso arrastrar a Amr. El halago tampoco sería inútil. Ni la seducción, lo que en cierto modo era lo mismo.

– Se dice que eres el más valeroso pero también el más clemente de los guerreros. Tu reputación ha cruzado los desiertos y los mares. Hasta en Bizancio te temen y te respetan. Al propio Alejandro, sin duda, le hubiera gustado tenerte a su lado. Me parece legítimo que te conviertas en dueño de la ciudad que él fundó.

Amr hizo una pequeña mueca, indicando que el cumplido no le engañaba. Hipatia prosiguió:

– Una de mis siervas, que mantiene una relación demasiado estrecha, para mi gusto y en detrimento de su trabajo, con uno de tus lugartenientes, me ha dicho que tu valor te pertenece sólo a ti, pero que recibiste la sabiduría de tu abuelo, jefe de tu tribu, un hombre santo muy erudito y que vivió sus últimos años retirado, dedicado tan sólo a la contemplación de los astros y la meditación. ¿Es cierto que pasaste tu infancia a su lado?