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Filón provenía de una gran familia judía de Egipto. Algunos afirmaban que sus ancestros habían seguido a Alejandro desde Palestina para fundar la Ciudad. Otros decían que pertenecía al grupo de los Setenta que Tolomeo Soter había llamado para traducir la Torá. En cuanto a los enemigos de Filón, los piadosos rabinos a quienes él llamaba con sorna «los barbudos con manto», aseguraban que sus antepasados eran parte integrante de aquellos hebreos renegados que se habían negado a huir con Moisés para continuar sirviendo al Faraón… La maldad es peor aún cuando se alía con la tontería, algo que sucede a menudo.

Antigua o no, la familia de Filón era, en todo caso, muy rica. Su hermano, gran terrateniente, había proporcionado el oro y la plata destinados a cubrir las puertas del nuevo Templo de Jerusalén. Por aquel entonces, en Alejandría todos los judíos tenían los mismos derechos que los griegos de la Ciudad, y estaban libres del impuesto capitular que sólo pagaban los egipcios. Ya fueran armadores, comerciantes, artesanos o campesinos, los judíos eran despreciados por los griegos, para quienes el trabajo era incompatible con sus orígenes aristocráticos. Los egipcios, por su parte, les envidiaban por su prosperidad.

Sin embargo, los judíos llevaban allí tres siglos, desde que el Museo existía. ¿Cómo se hubiera podido prescindir de un pueblo cuyos miembros habían aprendido a leer y escribir desde la infancia, que conocían por lo menos dos lenguas, el arameo y el hebreo, y muchos de ellos sabían además el griego, el latín y el egipcio? En la Biblioteca, habían ocupado durante mucho tiempo los puestos de copistas, intérpretes, libreros, secretarios, mientras que los griegos se reservaban las tareas que consideraban más nobles, las de exégetas, escribanos y, naturalmente, bibliotecarios. Sin embargo, la aportación de los judíos había sido considerable: ellos fueron quienes trajeron aquí la astrología babilónica.

En tiempos de Filón, la Biblioteca se había convertido en propiedad del Estado romano, y su «sumo sacerdote» lo nombraba el propio emperador. Con frecuencia era un griego, y sus atribuciones eran las de un funcionario, adjunto directo del prefecto de Alejandría, y solía estar más preocupado por las cuentas financieras que por las investigaciones eruditas. Por otra parte, filósofos y sabios sólo permanecían en Alejandría durante los años de estudio, y después se iban a hacer carrera en Roma como preceptores o consejeros en las ricas familias del Imperio, donde aceptaban ser tratados como esclavos con la esperanza de alcanzar, gracias a la entrega, primero la manumisión y luego la ciudadanía romana.

Había pasado pues el tiempo de las prestigiosas escuelas alejandrinas de matemáticas y astronomía. Hiparco de Nicea, muerto un siglo y medio antes, parecía ser una de las columnas de Hércules del mundo de la ciencia, en el que a nadie le apetecía ya internarse. Sólo se buscaba, en las cifras y los astros, algún vago mensaje emitido por los dioses. En lo tocante a la geografía y demás ciencias de la naturaleza, Roma las empleaba a modo de cómodas herramientas que le permitían conocer mejor, y por lo tanto ocupar y explotar mejor, los territorios conquistados.

Filón tenía, en cambio, otras preocupaciones. Al ver que desdeñaba la floreciente casa de comercio que su hermano hacía prosperar, todos creyeron durante mucho tiempo que iba a consagrarse a la religión. Pero, en su juventud, frecuentaba más las salas del Museo que las de la escuela rabínica. Llevaba un tren de vida modesto para un hombre de su condición, y su esposa afirmaba desear como único adorno la honorabilidad de su marido. Éste no tardó en convertirse en uno de los especialistas más reputados en filosofía griega. Como perfecto discípulo de la escuela filológica alejandrina, decidió tratar el Pentateuco como sus predecesores griegos habían tratado a Homero o Hesíodo. De modo que se dedicó a buscar el significado profundo detrás de la anécdota. Consideraba que los relatos y los personajes bíblicos eran alegorías de una verdad superior. Ya conoces la historia de la mujer de Lot, que al volverse a mirar la ciudad de Sodoma incendiada quedó transformada en estatua de sal. Pues bien, Filón vio en ello una fábula moral que enseña que es malo complacerse en el recuerdo del propio pasado, pues eso petrifica…

La obra de Filón fue considerable: hizo una minuciosa exégesis de la descendencia de Caín, Abraham, José, el Decálogo y muchas cosas más. Su método complació a los griegos de la ciudad, que veían ahora el judaísmo como una de esas religiones mistéricas que tanto les gustaban. Algunos incluso se convirtieron, tranquilizados al quedar dispensados de la circuncisión y de la prohibición de comer cerdo. Por su parte, los judíos de Alejandría, que únicamente se distinguían de los griegos por la mencionada circuncisión y la obligación del descanso sabático, contemplaban con alborozo cómo los escritos de Filón contribuían a la paz civil, gracias a una mejor comprensión de su fe. Además, el filósofo subrayaba muchas veces la distinción que debía hacerse entre la ley divina, que es inviolable, y las costumbres, que pueden evolucionar con el tiempo y según el país en el que uno se encuentra. Sólo los doctores de Palestina, los «barbudos con manto», lanzaron gritos de indignación ante lo que consideraban una apostasía. Los rabinos sólo se guiaban por la letra del Libro, al igual que hace tu califa con el Corán. La verdad es que no eran muy inteligentes. Y afirmaban que Filón no era ya judío, que había cambiado de patria: había sustituido la tierra de Israel por Alejandría. Y había abandonado su fe en el verdadero Dios para abrazar el culto de las estatuas del emperador.

Aquel año, [5] como todos los años, los judíos de Alejandría celebraban en la isla de Faros el aniversario de la Biblia de los Setenta. El jolgorio era especialmente grande, pues el emperador Tiberio, primer sucesor de Octavio Augusto, acababa de morir. Ahora bien, el final de su reinado había sido especialmente sombrío, sobre todo para los judíos: había intentado imponerles por la fuerza el culto a su propia efigie. El nuevo emperador era bastante joven. En Roma, el pueblo ponía en él todas sus esperanzas y le llamaba su «lucero», su «criaturita». Alrededor del Capitolio todo eran fiestas y concursos de música. Se decía de él que era un segundo Rómulo. Todos sus súbditos creían que con Calígula se levantaba un nuevo amanecer. La fiesta de los Setenta prometía ser aún más hermosa, pues el tetrarca de Palestina, Agripa, sucesor de Herodes Antipas, hizo el viaje desde Jerusalén para asistir a ella. Calígula acababa de concederle el título de rey de Judea-Samaria.

– Ah, sois muy feliz viviendo aquí, entre todos estos libros, querido Filón -le dijo el monarca judío al filósofo que le conducía a través del Museo tras una ceremonia especialmente larga-. En Jerusalén, si por desgracia se sabe que he osado hojear la menor obrita de Filostéfanos de Cirene, el sumo sacerdote Caifás me augurará de inmediato que correré la suerte del rey Acab. Por un simple poema, la sangre de mi cadáver sería lamida por los perros y las putas se lavarían con ella. ¡Bonita perspectiva! En estos momentos, Caifás no deja de acosarme para que ponga fin a las actividades de una secta de apacibles iluminados, discípulos de un tal Jesús. ¿Has oído hablar de ella? ¿No? ¡No importa! Pero me veo obligado a complacer al Sanedrín, no vaya de nuevo a suscitar alguna revuelta de la población, lo que sentaría muy mal en Roma. Por eso de vez en cuando hago encarcelar y ejecutar a uno de esos infelices.

– Oh, rey, ¿comprenderá esa gente algún día -replicó Filón- que la verdad surge sólo del debate y no del anatema?