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– Lo dudo -respondió Agripa-. De modo que, como puedes comprender, este viaje a Alejandría es para mí una bocanada de aire fresco. ¿Podrías llevarme a esos gimnasios, a esas termas, esos teatros y esos alegres establecimientos llenos de bellas mujeres de los que tanto me han hablado?

– Temo que vuestra presencia en esos lugares sea muy mal vista por los griegos y los egipcios; corremos el riesgo de que ello provoque motines contra nuestra comunidad. Al prefecto Flaco no le gustamos. Sería preferible ir a la Biblioteca y…

– Ah, Filón, eres como los demás bajo tus vestiduras de griego. ¡Muy bien, iré sin ti!

Agripa no tuvo pues en cuenta las prudentes opiniones de Filón. Se paseó ostentosamente por todos los rincones de la Ciudad, pese a las burlas de los griegos. Una semana más tarde, entre los egipcios tuvo gran éxito una obra satírica que lo insultaba a él y a su pueblo. La situación empeoró tras la salida de Agripa hacia Roma, donde iba a saludar al nuevo emperador. Filón solicitó al prefecto Flaco que interviniera, pero, en vez de calmar las cosas, el representante de Roma ordenó colocar en la gran sinagoga una estatua del emperador. Creía complacer así al joven Calígula. Los judíos alejandrinos se sublevaron de inmediato. La reacción del ejército romano, ayudado por el pueblo egipcio, fue de inaudita brutalidad. Todos los judíos de la Ciudad, miles de hombres, mujeres y niños, fueron encerrados, como ganado, en un espacio tan reducido que parecía un redil. Los que aún vagaban por la ciudad o intentaban evadirse fueron lapidados, golpeados con cascotes de arcilla, leños de pino o encina hasta que murieron.

Curiosamente, el barrio de los palacios y el Museo fueron respetados, como si nadie se atreviera a profanar aquel santuario donde todos los saberes del mundo se codeaban en silencio.

Filón decidió entonces partir en embajada a Roma, para defender ante el emperador la causa de su pueblo. Todo el Museo se movilizó para ayudarle en su empresa. Geómetras, astrónomos, filósofos, poetas, copistas, intérpretes, fuera cual fuese su religión y olvidando sus duras contiendas, se unieron para fletar un navío. Algunos griegos se agregaron a la comisión para apoyar a sus colegas. El propio sumo sacerdote del Museo se ofreció a acompañarles, y a Filón le costó mucho disuadirle: en caso de tempestad, el capitán debe quedarse en el barco.

Cuando la embajada de los judíos alejandrinos llegó a Roma, una mala noticia les aguardaba: el emperador estaba agonizando. El pueblo, lleno de inquietud, pasaba días y noches alrededor del palacio. Finalmente, cuando se propaló la noticia de la curación de Calígula, Roma entera estalló en un grito de alegría.

Filón fue albergado en casa de su amigo Séneca, filósofo estoico que había vivido mucho tiempo en Alejandría. Aquel romano de Iberia era ahora cuestor, un puesto importante cercano al trono. Séneca prometió que le obtendría una audiencia imperial lo antes posible. Pero pasaban los días y el cuestor regresaba cada vez de palacio con las manos vacías, pues el emperador encontraba mil y un pretextos para no recibir a los embajadores alejandrinos: no estaba aún del todo repuesto, o había sufrido una recaída o, también, los germanos se agitaban en la zona del Rin… Séneca acabó incluso por aconsejar a Filón que se marchara a Egipto lo antes posible, pero el embajador filósofo se negó en redondo.

Cierto día, por fin, Séneca regresó llevando una carta en la que el emperador concedía audiencia a sus huéspedes. Sin embargo, no se sentía nada orgulloso de haberle arrancado a Calígula este favor, y quiso poner en guardia a Filón.

– ¡Por última vez te lo suplico, amigo Filón, márchate! Aquí, la rectitud es una virtud peligrosa. Tu deber es renunciar al foro y a la vida pública, consagrarte sólo al estudio.

– Pero ¿qué me estás diciendo? -replicó Filón-. ¿No te he dicho cien veces lo mucho que me ha costado abandonar mis libros? Miles de vidas están en juego. ¿Y tú, que colocas la virtud por encima del sufrimiento y la muerte, me estás pidiendo semejante cobardía?

Séneca bajó los ojos. Parecía sentirse culpable, él también, de un crimen irreparable.

– Por desgracia, desde su enfermedad, el emperador ha cambiado mucho -dijo-. No está bien de la cabeza. Ante mis ojos, se entretuvo en dar muerte a un condenado por medio de golpes no muy fuertes, a fin de que tardara rato en expirar, y Calígula me explicaba que era preciso que el infeliz se viera morir. Mientras lo torturaba, se bebió él solo un ánfora entera de vino. Luego me arrastró a los aposentos de su hermana Livilla, a la que me había prometido como esposa cuando la niña fuese púber. Y allí, en mi presencia, desnudó aquel cuerpo delgado en el que apenas apuntaban los senos, arrojó a la pobre pequeña en el suelo de mármol y la penetró con risotadas de hiena. Al mismo tiempo, me decía a gritos: «Mejor que los Tolomeos, viejo Séneca, mejor que los Tolomeos, ¿no?» El emperador se ha vuelto loco, Filón.

– ¿Ya se han purgado sus instintos con eléboro? -preguntó un médico de la delegación.

Séneca y Filón se encogieron de hombros al mismo tiempo. No obstante, a pesar de la insistencia del estoico, Filón decidió acudir a la audiencia imperial. Siendo como era un potente orador, estudioso de Demóstenes y de Cicerón, no temía afrontar al emperador loco.

El encuentro se produjo en los jardines de Mecenas, donde crecían las plantas aromáticas más raras del Imperio. En inmensos recipientes llenos de leche tibia de burra, donde flotaban algunas perlas, nadaban unas muchachas. De las fauces de los tritones de mármol instalados en medio de las fuentes brotaban chorros de miel y de vino. En un trono de marfil colocado en medio de un arriate de orquídeas rojas y azules, completamente desnudo a pesar de hallarse en pleno invierno, pero con las partes pudendas tapadas por una larga barba postiza, tocado con una diadema de dientes de tiburón y blandiendo un tridente, Calígula esperaba a la embajada.

Nadie se acercaba al César como uno se acerca a un simple ser humano. Un secretario gordo se hincó de rodillas. Un soldado con armadura avanzó hasta los pies del trono, se puso firme tras el emperador, luego desenvainó con un chirrido la espada y la mantuvo vertical. Un guardia golpeó el enlosado con un bastón, diciendo:

– El emperador os autoriza a acercaros.

Calígula no se parecía en absoluto a las estatuas que los judíos eran obligados a venerar. Tenía la tez pálida, el cuello y las piernas extremadamente flacos, las sienes y los ojos hundidos, la frente ancha y la mirada torva, y era casi calvo a pesar de su juventud. Sus hombros y su espalda, en cambio, estaban cubiertos de un vello tupido como el pelaje de una cabra. Por cierto que, entre otras extravagancias, había prohibido pronunciar en adelante el nombre de ese animal, so pena de muerte. Aquella mañana, sin embargo, parecía más bien tranquilo, pues acababa de salir de un feroz acceso de locura. Por eso Séneca había elegido ese día para la audiencia de los embajadores.

– ¿De modo que según dicen, vosotros, los judíos, no coméis cerdo porque os parece infecto? -preguntó el emperador con el acento áspero de los suburbios-. ¡Dime, vejestorio! ¿No conoces acaso el sublime sabor de una ubre de cerda rellena?

A su alrededor, los cortesanos soltaron una servil carcajada. Filón, por su parte, quedó desconcertado. La prohibición de comer cerdo era un sempiterno tema de bromas entre el populacho de los gentiles, pero no esperaba que un hombre al que decían refinado, enamorado de la literatura griega, abordase el tema de buenas a primeras y de un modo tan vulgar. Afortunadamente, tenía ya lista la respuesta:

– Cada pueblo tiene sus costumbres, oh César. ¿Acaso los romanos no tienen las suyas cuando se alimentan con murenas cebadas con pequeños esclavos partos?

– Esta gente no sabe lo que es bueno -exclamó Calígula riendo y mirando a su entorno-. Pero… dime, viejo judío, ¿es cierto que odiáis a los dioses y os negáis a admitir esa evidencia que aceptan todos los pueblos del mundo, la de que yo soy dios y es preciso venerarme como tal?