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– Alejandro Magno, al igual que tú, oh César, afirmaba ser de naturaleza divina. Había sabido rodearse de valerosos soldados y sabios doctores judíos que le ayudaron a conquistar las Indias. Pero no les obligó a venerarle como a un dios, consiguiendo así que le sirviesen mejor. Nosotros, judíos de Alejandría, dedicamos nuestra devoción a la persona del emperador y no a unas estatuas de piedra. Por lo que a tus dioses se refiere, creemos que no existen o, mejor, que son sólo un esbozo de lo divino. Y entonces, como decía Sócrates, ¿cómo odiar lo que no existe?

La cita era falsa, pero al oír el nombre de Sócrates el rostro de Calígula se dulcificó. Asintió con gravedad. Luego, su mirada demasiado brillante se oscureció:

– Pero vosotros ni siquiera conocéis el nombre de vuestro dios. ¿Cómo puede creerse en lo que no puede nombrarse?

– ¿No recuerdas que Platón y Aristóteles mencionaban a menudo al dios desconocido?

– ¿Por qué respondes siempre a mis preguntas con otra pregunta?

– ¿Por qué no?

En este punto, la razón del emperador pareció disolverse como miel en vinagre. Todavía alcanzó a ordenar a Séneca que partiera hacia Alejandría, ejecutara al prefecto Flaco e hiciera saber que el emperador renunciaba a hacer colocar su estatua en todas las sinagogas del Imperio, antes de tomarla sin razón alguna con uno de sus esclavos, acribillándolo a patadas en el vientre. Filón no vio el final de esa grotesca escena, pues Séneca ya se lo había llevado lejos de aquel infierno.

La paz regresó a Alejandría. Un año después de aquella embajada, se supo con alivio que Calígula, el demente, había sido asesinado por miembros de su guardia pretoriana. Su tío Claudio le sucedió. El rey de Judea, Agripa, le confirmó de inmediato su apoyo. Bien dispuesto hacia los judíos, el nuevo emperador llamó a Filón y también a una delegación griega de Alejandría, para que el contencioso entre ambos pueblos quedara definitivamente zanjado.

La audiencia se inició bajo los mejores auspicios. Claudio estaba dispuesto a conceder, tanto a unos como a otros, la ciudadanía romana, cuando apareció en palacio otra embajada judía. Venía directamente de Jerusalén y estaba encabezada por el propio sumo sacerdote Caifás. Tras haber saludado con parquedad al emperador, Caifás blandió ante Filón un índice vehemente:

– ¿Con qué derecho, traidor a Dios y a su pueblo, te atreves a nombrarte su representante? ¡Ay de ti, hijo rebelde! Llevas a cabo planes que no son los del Señor, concluyes tratados que son contrarios a Su espíritu, acumulando pecado sobre pecado! Vas a Roma sin consultarle, y buscas tu seguridad en la fortaleza del Faraón…

Aquella parodia del profeta Isaías hizo que una desdeñosa sonrisa se dibujara en los labios de Filón. Iba a replicar cuando Claudio se incorporó en su asiento, rojo de indignación. Aunque era muy erudito, el emperador también era tartamudo y algo dado a la bebida, de modo que farfulló:

– ¿Qué, qué, es es… este… des… desacato y quién te envía, viejo bar… bar… barbudo?

– El rey de Judea-Samaria.

Una vez más, Agripa había cedido a las instancias del Sanedrín para evitarse complicaciones. Así que Claudio, hastiado, decretó que los judíos gozarían de libertad de culto y del derecho a vivir según sus costumbres, pero les negó la ciudadanía romana. Filón, derrotado, regresó a Alejandría. Al despedirse de Séneca, le dijo:

– Toma este bastón; me fue entregado por el geógrafo Estrabón, que recorrió el mundo apoyándose en él. También tu camino será largo antes de alcanzar un mundo de justicia y de libertad. Adiós, amigo mío. Y no olvides nunca que la verdad es más fuerte que la muerte.

Filón murió tres veces. La primera, a edad avanzada, en su lecho y de modo absolutamente natural. La segunda cuando los rabinos de Palestina prohibieron la Biblia de los Setenta y cualquier comentario en griego sobre el Libro, comenzando por el suyo. Su tercera muerte fue cosa de los cristianos, que intentaron apropiarse del pensamiento del filósofo alejandrino, afirmando incluso que, en su ancianidad, el apóstol Pablo le había convertido. ¡Pobre Filón! Hacía ya mucho tiempo que los huesos ya no le dolían.

Pablo, en cualquier caso, se aprovechó sin escrúpulos del difunto filósofo para convertir a los griegos y los romanos a su secta, dispensándoles de las costumbres de la circuncisión, el sabat y las prohibiciones alimentarias. Mucho más tarde, otro pensador cristiano, al que no nombraré para no interrumpir su sueño, supo también utilizar a Filón para integrar en su fe a Platón y Aristóteles, lo que le valió ciertos problemas con el patriarca de Bizancio. ¿No es cierto, maestro Filopon?

Donde Amr se pregunta sobre el destino

– ¡Los barbudos con manto! -Amr sonrió-. La fórmula es afortunada y conozco a más de uno que, en tierras del islam, merecería ese calificativo. Curiosamente, esos barbudos fueron en su tiempo los más feroces adversarios del Profeta.

– Parece ser una ley universal, querido Amr -replicó Hipada-. El celo excesivo es el principal síntoma de la hipocresía. Sólo la apariencia cambia. En la religión cristiana, la barba y el manto se disimularon bajo rostros lampiños y perfumados, bajo estolas y casullas doradas.

– Si eso es todo lo que has captado de la historia de Filón, Amr -intervino Rhazes-, temo haber gastado en vano mi saliva. Había creído comprender que tu califa se parecía en muchos puntos a los rabinos del Sanedrín, que dispensaban a la Torá una especie de culto idólatra. Filón, por su parte, había sabido darle al Libro un valor universal, al explicarlo con palabras que se dirigían a la lógica y a la razón, cosas ambas de los antiguos griegos. Estás en Alejandría, general, y no ya en Medina. ¿Crees realmente que las leyes de tu Profeta, destinadas a rudos beduinos, podrían complacer a la gente de aquí, abierta a todas las corrientes del pensamiento del mundo, del mismo modo que el puerto, a nuestros pies, está abierto a los barcos extranjeros?

– Bien veo que no conoces nuestro libro sagrado. El Corán no tiene necesidad alguna de un Filón, pues cada parábola, cada relato ejemplar comunicado por el Profeta contiene su propia exégesis. Son las palabras de Dios transmitidas a Mahoma por el arcángel Gabriel.

– Una exégesis bastante tosca -masculló Filopon sin abrir los ojos-. Tu Corán no resistiría ni dos segundos los argumentos de un doctor bizantino.

– ¡Sacrilegio! No se dirige a un doctor bizantino sino a gente humilde, a los miserables, a los explotados. ¿Acaso creéis que éstos son tan tontos como para no comprender la moraleja de la historia de la mujer de Lot, de la que hablabas hace un rato, Rhazes?

– Humildes, miserables, explotados… -murmuró Rhazes-. Los conozco bien. Y me aman, creo. Pero si un Flaco árabe nos acusa, a mí y a los judíos, de ser responsable de sus males, esos infelices se convertirán en una manada de bestias salvajes. Olvidando los cuidados que les he dispensado, me pisotearán.

– Tranquilízate -repuso Amr-. El islam sabe cuánto le debe a la gente del Libro. Sabe también el error en el que habéis caído, tanto judíos como cristianos, y en el que os obstináis. Sois muy libres de perseverar en él. Pero el islam sabe también distinguir entre este error y la ignorancia en la que están sumidos los paganos. A ellos se dirige y no a vosotros.

– Me satisface comprobar esta disposición de espíritu -dijo Rhazes en un tono amargo-. Pero no me parece ser la de tu califa. Según lo que he creído comprender, la lógica que emplea es totalmente radical. Su único horizonte es el paraíso eterno con las setenta vírgenes para los mártires del islam, y el infierno para los demás. Para todos los demás, también para los judíos y los cristianos, y no sólo para los paganos, ¿lo oyes, Amr? Su guerra santa contra aquéllos a quienes llama los «infieles» pasa por la ciega muerte.