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– Juzgas con mucha severidad -dijo Amr moviendo la cabeza-, pero creo, en efecto, que Omar está desvirtuando el espíritu del islam. Por eso no veo cómo puede serme útil la historia de Filón en mi alegato ante el califa.

– Pues bien, cuando haya llegado para ti el momento de elegir entre tu destino y tu reputación -decidió Rhazes-, le dirás: «Puesto que ese judío había estudiado las creencias y las supersticiones de los paganos, supo convencerles de la veracidad del Libro. Estudiémoslas a nuestra vez. Gracias al Señor y a la fuerza que Él nos da, sus creencias no nos contaminarán nunca.»

– No eres tú quien debe dictar mis palabras -se enojó Amr-. Y hablas de mi destino con muy poca consideración. Mi porvenir sólo pertenece a Dios. Todo está ya escrito, allá arriba, en Su gran libro. Por lo que se refiere a las supersticiones paganas… Te lo repito, la peor de ellas es querer leer en las estrellas el porvenir de los hombres, y eso es lo que quisieron hacer los astrónomos de los que me habéis hablado.

– El gran Tolomeo, y no hablo del rey sino del geógrafo, nada tenía de supersticioso -replicó Rhazes con inesperada calma-. Muy al contrario, con el más perfecto espíritu de razón y tolerancia, abordó ese arte conjetural al que se llama astrología. No se lanzó a ninguna aventurada profecía, y la enseñanza que imparte acerca de la influencia de las configuraciones celestes sobre los destinos humanos podría asombrar incluso a tu califa…

– Tendrás pues que explicarme mejor las obras del tal Tolomeo, si las consideras profundas e ilustradoras.

Ya he caído en la trampa, pensó Rhazes, puesto que yo mismo no estoy demasiado convencido de la verdad de la astrología. Pero lo importante es convencerte a ti, Amr, de que tu destino, tal como está escrito en los astros, es edificar una nueva era, no destruir… Aunque tenga que hacer algunas trampas y envolver mi discurso en un poco de geografía, de filosofía y de medicina.

El astrólogo y el estoico

(Cuarto panfleto de Rhazes)

De aquél a quienes sus contemporáneos llamaron «el divino Tolomeo» apenas sabemos nada. Resulta paradójico para un hombre destinado a hablar a todos los hombres. Porque Claudio Tolomeo perteneció a la raza de los que construyen para la eternidad, y poseyó esa fuerza creativa de la que surge la necesidad de recrear sin cesar.

En ninguno de sus escritos hizo Tolomeo la menor referencia a su vida ni a sus contemporáneos, como si quisiera probar que sólo le importaban, tanto en la realidad física como en las obras humanas, las proporciones justas y la coherencia del mundo. Su fecha de nacimiento, su familia, sus amores, sus amigos, su posición social, su oficio, todo sería sólo una larga sucesión de enigmas si la Biblioteca no conservara, como un tesoro, el único manuscrito de una breve Vida de Tolomeo, que el historiador Simplicio, infatigable comentador de Aristóteles y de Epicteto, dejó inconclusa. Claudio Tolomeo habría nacido en Tolemaida Hermiou, [6] unos cien años antes que el profeta de los cristianos, Jesús. Pertenece al siglo de los Antoninos, durante el que reinaron la paz y la prosperidad en el Imperio romano, y que fue propicio a los intercambios culturales y comerciales.

Hijo único de una familia distinguida, Tolomeo mostró tan extraordinarias disposiciones para el razonamiento geométrico que su padre le mandó, siendo aún adolescente, a Alejandría para que estudiara en el Museo. Por aquel entonces, la institución había periclitado y las enseñanzas que allí se impartían eran mediocres. Entre los profesores, Menelao era la excepción. Buen geómetra, advirtió muy pronto los dones de su alumno y comprendió que aquel joven pausado y reflexivo sería digno de recibir, cuando llegara el momento, la herencia intelectual de Hiparco.

Tolomeo permaneció unos diez años en el Museo. Cuando tenía veinticinco había escrito ya varios notables tratados. Confortablemente alojado y alimentado en el barrio de los palacios, impartía algunas lecciones a sus asiduos discípulos. En realidad, Tolomeo se aburría. De modo que, a menudo, salía a pasear por las calles de la ciudad. En aquel entonces, el comercio con África y el Oriente era floreciente gracias a la carretera que unía Alejandría con el mar Rojo, que el emperador Adriano acababa de hacer construir. Los bien surtidos puestos de fruta, de tejidos finos, de pedrerías y especias se sucedían en las largas avenidas de Alejandría, por las que transitaba un apiñado tropel de gentes de toda clase y condición. Tolomeo se detenía a veces para escuchar, tibiamente divertido, a un predicador de las innumerables sectas cristianas que con sus arengas hacían que los viandantes formaran a su alrededor unos grupos que las fuerzas del orden intentaban en vano dispersar. Pero por encima de todo le gustaba vagabundear entre las tiendas de los comerciantes en especias. Él que, desde su llegada a Alejandría, no se había aventurado más allá del lejano arrabal de Canope, se complacía imaginando los lejanos parajes de Oriente mientras pasaba ante las hileras de coloreados frascos de exóticos aromas: canela de la India y de Arabia, espliego del Himalaya, pimienta de Cochín, esToráque y gomas de Pisidia, cachú, nardo y marbathon. Tolomeo olisqueaba uno tras otro sus efluvios, con los ojos entornados y expresión soñadora.

Cierto día, fue arrancado de su ensoñación por una animada conversación entre dos hombres que acababan de entrar en la tienda. Sus amplios mantos ricamente bordados, la desenvoltura de sus gestos y palabras indicaba que se trataba sin duda de mercaderes dueños de prósperos comercios. Pero, en aquel caso, uno de ellos se quejaba amargamente a su compañero:

– Créeme, los asuntos van muy mal. Mi última caravana, que a costa de grandes gastos yo hacía venir del Nepal, perdió seis meses enteros siguiendo el curso de un río sin encontrar nunca el vado indicado en los mapas. Mis camelleros tuvieron que cambiar de ruta y fueron atacados por los bandidos. ¡Lo perdí todo! Fui a quejarme en el departamento de los mapas del Museo, pero aquellos supuestos geógrafos, tan vanidosos como incapaces, se rieron en mis narices.

– La suerte fue más cruel todavía conmigo -dijo el otro mercader-. Todo un cargamento perdido en el mar, y siempre por culpa de los malditos geógrafos…

– No saldré de esta tienda antes de haber oído tu historia.

– Yo había puesto a un valiente capitán a la cabeza de una flotilla de dos navíos bien equipados, con el encargo de traer desde la India y Persia un valioso cargamento. Todo iba bien cuando, al cuadragésimo día, se desató una terrible tempestad y los barcos perdieron el rumbo. Cuando los vientos racheados dejaron por fin de soplar, las naves habían sido arrastradas lejos de las costas, el océano se extendía infinito a su alrededor. El capitán ordenó al vigía que trepara a lo alto del mástil para otear el horizonte. El hombre subió, permaneció en lo alto largo rato, examinando los cuatro puntos cardinales del océano, y cuando volvió a bajar afirmó haber divisado una montaña negra que brillaba al sol. El capitán comprendió que estaban perdidos. «Esa montaña, me aseguró luego, no figura en ningún mapa, pero es conocida y temida por todos los marinos porque está por completo hecha de rocas metálicas llamadas piedras de imán. Las sustancias que la componen tienen el poder de atraer los navíos hasta el pie de la montaña.» Y eso fue lo que ocurrió. En un instante, todas las piezas de sujeción de los navíos se soltaron como por arte de magia. Los clavos y objetos de hierro comenzaron a volar como flechas hacia las paredes de la montaña, contra las que se pegaron violentamente. Las embarcaciones se desintegraron, mi cargamento zozobró, todos los marinos cayeron al agua y la mayoría se ahogó. Con penas y trabajos mi capitán pudo salvarse en una chalupa y llegó ayer, en un lamentable estado, para contarme la triste historia.

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[6] Hoy Menchiyeh, en el Alto Egipto.