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– Su relato es, en efecto, sorprendente. Pero puesto que la temible isla de hierro se levanta, o eso dicen, a la entrada del golfo Pérsico, ¿por qué no hiciste que tus navíos tomaran otra ruta?

– ¿Ah sí? ¿Y cómo lo harían, señor geógrafo, para pasar de la India a Alejandría?

– Verás, ¿no afirmó el viejo Eratóstenes que el mar Mediterráneo está unido al océano de la India por el oeste?

Su interlocutor soltó una risa burlona:

– Eso es, atravesar las columnas de Hércules y después realizar una inverosímil circunnavegación de África. Demasiado azaroso, demasiado largo, demasiado costoso. Los mapas de Eratóstenes tienen fama de ser inigualables, pero se han perdido o, peor aún, fueron falsificados por sus sucesores. Por lo que se refiere a los de Hiparco, aun mejorados por Estrabón y Marino de Tiro, carecen singularmente de orden y de precisión. Yo digo que sin una buena geografía no puede haber buen comercio…

– .¡Y añadiré que no hay buena geografía sin buenas matemáticas! -intervino Tolomeo en un tono muy firme.

El joven se había acercado poco a poco a los mercaderes, muy interesado en su discusión.

– Perdonad, señores, que me inmiscuya tan abruptamente en vuestra conversación -prosiguió haciendo una ligera inclinación-, pero soy joven, de ahí mi ardor, y soy geógrafo en el Museo, de ahí mi comentario.

Los mercaderes asintieron secamente con la cabeza, esperando saber si estaban tratando con un iluminado o un charlatán.

– Me llamo Claudio Tolomeo y, a pesar de mi nombre, sólo reino sobre unos pocos pies cuadrados de un aula. Apruebo sin reservas vuestro punto de vista: la geografía debe ser reformada si queremos mejorar la seguridad de nuestras rutas comerciales.

– Es muy bonito afirmarlo -respondió uno de los mercaderes-, pero he podido comprobar que los geógrafos de vuestro Museo se sienten poco inclinados a «reformar», como vos decís.

– Cierto es que la cartografía ha progresado poco desde Eratóstenes -admitió Tolomeo-. Mi maestro Menelao me lo enseñó: del mismo modo que Euclides había estudiado los triángulos planos, hay que examinar el tema de los triángulos esféricos para situar correctamente las posiciones en tierra. Pues, como sin duda ya sabéis, la Tierra tiene la forma de una esfera.

– ¿Y qué? -masculló el mercader, que a pesar de todo, comenzaba a interesarse.

– Pues que los cálculos de los triángulos esféricos son muy complejos. A pesar de toda la veneración que me merece mi maestro, debo reconocer que su Tratado de los esféricos incluye numerosos errores.

– ¿Has estudiado suficientemente el libro para estar tan seguro?

– No sólo lo he estudiado -respondió orgullosamente Tolomeo-, sino que he aportado ciertas mejoras. En mi última obra, El planisferio, expongo un nuevo sistema de proyección que me permite situar, mejor que nadie, creo, los puntos de una esfera en un mapa plano. Utilizo coordenadas especiales que…

– Alto ahí, muchacho -interrumpió el segundo mercader-, nada comprendo de tus palabras. ¿Intentas, acaso, vendernos algo?

– No os confundáis -se enojó Tolomeo-. Sólo me interesa la verdad y la lógica del razonamiento. Intento también combatir las numerosas supersticiones que retrasan el progreso de la ciencia. Por consiguiente, el islote mágico del que vuestro capitán os ha hablado…

Tolomeo dejó hábilmente a medias su frase, como si vacilara antes de proseguir.

– Continuad -le alentó, intrigado, su interlocutor.

– Bueno -añadió Tolomeo-, puedo aseguraros que se trata de una pura fábula. Conozco esas piedras de imán. He estudiado su fuerza y sus propiedades. Creedme, ninguna isla, ninguna montaña, aunque estuvieran por entero compuestas de este imán, tendría la fuerza necesaria para desintegrar un navío. Sin querer ofenderos, digno señor, mucho me temo que vuestro capitán os ha engañado. ¿No se habrá, por ejemplo, apoderado del cargamento en su beneficio, contándoos luego esta leyenda tan conocida por los marineros, pero que está fundada en bobas supersticiones?

El rostro del mercader expresó sucesivamente una serie de emociones: estupefacción, cólera, suspicacia y, por último, comprensión.

– Si es así, y no tardaré en saberlo, va a pagármelo muy caro. En lo tocante a ti, joven Tolomeo, yo te pagaré muy bien si aceptas trabajar para mí.

– Os he dicho ya que soy pensionista en el Museo. Sólo sirvo a la ciencia, no al comercio.

– Eso no es incompatible. Pareces muy sabio, aunque algo presuntuoso. Tienes entusiasmo, y ciertamente ambición. ¿Estás en condiciones de mejorar el arte de la cartografía?

– Eso creo, pero mi edad y mis medios no me han permitido aún hacer dibujar mapas de acuerdo con mi método de proyección cónica.

– Muy bien, ahí voy. Sólo pido que me convenzas de la superioridad de tu método… cuyo nombre es demasiado complicado para mí. Te lo repito, estoy dispuesto a pagar generosamente la realización de nuevos mapas. A condición, claro está, de que mejoren los antiguos. Una medida de oro para ti, Claudio Tolomeo, si me proporcionas este año, y en exclusiva, un planisferio del mundo conocido.

– Por mi parte yo añadiré una segunda medida de oro -añadió el otro mercader, arrastrado por la excitación de su amigo.

Así, en un año de asiduo trabajo, Tolomeo revolucionó la cartografía. Después de emprender una revisión metódica de los antiguos trazados, calculó un nuevo planisferio, enteramente geometrizado, al que aplicó los principios teóricos de Euclides. Dividió el globo terrestre no sólo en cuatro líneas de climas, como había hecho Eratóstenes, sino en prietas líneas, que a intervalos iguales corrían paralelas al ecuador, hasta los polos. Aplicó luego líneas perpendiculares. Obtuvo así un armazón de meridianos y de paralelos que cubría el conjunto de las tierras conocidas, desde las columnas de Hércules al oeste a las cordilleras del lejano Himalaya al este, de Thule al norte hasta las mentes del Nilo al sur. Las líneas numeradas permitían localizar cualquier punto por medio de dos números, la longitud y la latitud. Cada ciudad, cada río, cada montaña, cada país quedaban así situados sobre el planisferio con una precisión sin precedentes. Tolomeo hizo ejecutar veintisiete mapas magníficamente coloreados y contenidos en un atlas de gran formato: La geografía. Un trabajo nunca igualado desde entonces, permíteme que te lo haga observar, Amr.

Sus comanditarios, claro está, quedaron deslumbrados y cumplieron su promesa. Tolomeo el Geógrafo, como fue llamado desde entonces, quedó al abrigo de cualquier preocupación material. Dimitió de su puesto en el Museo para instalarse en Canope. Allí, bajo un cielo más puro que en el barrio de los palacios, pudo consagrarse exclusivamente a su verdadera pasión: la ciencia de los astros. Desdeñando los honores, permaneció prudentemente al margen de la situación política y religiosa, pero siguió frecuentando la Biblioteca, donde leía, releía y anotaba sin cesar los trabajos de sus gloriosos predecesores, y a la cabeza de todos ellos Hiparco de Nicea. Todo lo que éste no había podido concluir, lo concluyó Tolomeo, y mucho mejor aún. Como astrónomo, estableció un mapa del cielo, fijando la posición de mil veintiocho estrellas agrupadas en cuarenta y ocho constelaciones, situadas también por medio de coordenadas. Como ingeniero, construyó los mejores astrolabios de su tiempo. Como músico, elaboró una teoría matemática de los sonidos. Como filósofo, escribió un profundo tratado sobre las funciones principales del alma.

Pero, sobre todo, Tolomeo desarrolló nuevos modelos geométricos para predecir las posiciones de los cuerpos celestes. En lugar de los mecanismos de engranaje, muy complicados, que unían entre sí las esferas, como los imaginados por Eudoxo y Apolonio de Pérgamo muchos siglos antes, Tolomeo utilizó sutiles combinaciones de movimientos circulares. En sus cálculos, la elegancia matemática se aliaba siempre con la precisión de los datos.