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Su reputación iba creciendo. Tolomeo consagraba un día al mes a las demostraciones públicas. Hizo construir un vasto planetario mecánico, representación móvil en miniatura del nuevo sistema del mundo que acababa de concebir. Tras una de esas sesiones, en las que se apiñaba una amalgama de notables, alumnos y simples curiosos, cierto día, un digno anciano encorvado por los años se acercó a él. Tolomeo apenas le reconoció: era su maestro Menelao. Sin pronunciar una sola palabra, pero con mucha emoción contenida, el modesto profesor tendió al famoso alumno un largo objeto cuidadosamente envuelto en una funda de cuero. Tolomeo deshizo las cintas que lo ataban: era el prestigioso bastón de Euclides. El sabio Séneca, antes de suicidarse por orden de Nerón, había querido que ese símbolo del saber ininterrumpido regresara a su lugar de origen, Alejandría, lejos de la locura de Roma y de sus dementes emperadores. El bastón había permanecido veinticinco años en el despacho del funcionario a cargo de la Biblioteca, antes de llegar a las manos de Menelao, considerado el único hombre apto para perpetuar dignamente la obra de los Antiguos. Medio siglo más tarde, había llegado el momento de pasar el testigo. ¿Y quién, sino Tolomeo, habría merecido recibir en herencia el bastón?

Al separarse de él, el viejo geómetra exhortó a su antiguo discípulo a escribir un tratado en el que expusiera metódicamente el conjunto de sus concepciones sobre la estructura del mundo. Así emprendió Tolomeo su obra maestra, que concluyó hacia la edad de cincuenta años, y a la que dio el modesto título de Composición matemática. En realidad, dividido en trece libros a imitación de los Elementos de Euclides, el tratado astronómico de Tolomeo pareció tan grandioso que fue llamado megiste, «el muy grande».(13)

Fue como si un nuevo Prometeo hubiera hurtado a los dioses los secretos del Universo, ocultos hasta entonces. Tolomeo el Geógrafo probó que dominaba del mismo modo, y hasta un punto nunca igualado, el inmenso campo de la cosmografía. Su teoría matemática del Sol y de la Luna le permitió establecer unas tablas muy exactas y determinar, de antemano y con la mayor precisión, las épocas de los eclipses y sus características. Su descripción de la esfera celeste y de sus movimientos, su renovado catálogo de las estrellas, su hipótesis sobre la estructura del Universo y, sobre todo, su magistral explicación de las trayectorias de cada uno de los cinco planetas, fueron la culminación de la astronomía griega. La hipótesis heliocéntrica de Aristarco de Samos se había sumido en el más completo olvido. La figura ideal del cosmos fijado por Tolomeo, la de la esfera celestial con la Tierra en su centro, permitía, y sigue permitiendo, tratar por medio de la geometría pura todos los problemas planteados: eclipses, desigualdad de las estaciones, orto y puesta de los astros, conjunciones planetarias. Su sistema ofrece toda la certidumbre de la evidencia.

Imagina ahora, Amr, al mayor sabio de su tiempo que, tras haber terminado su obra más perfecta, estima, sin embargo, que esta culminación es sólo un paso en la vía de la verdad última. Un hombre que, sin la menor sombra de superstición, decide unir conocimiento racional y conocimiento intuitivo, amalgamar en una síntesis perfecta la ciencia astronómica y ese arte supremo de la predicción reservado hasta entonces a los sacerdotes, a los magos y a los charlatanes. Me estoy refiriendo a la astrología.

Inventado en Babilonia, el arte de la previsión se había extendido por Egipto gracias a los escritos del sacerdote caldeo Berosio. En Alejandría, la moda había comenzado en la época de Hiparco, con la aparición de astrólogos profesionales y manuales populares. La civilización griega, que antaño había predicado el racionalismo, había sufrido una profunda mutación. Los grandes sabios como Euclides, Arquímedes y Eratóstenes habían desaparecido, el clima intelectual se había metamorfoseado. Poco a poco, fueron ganando terreno en el Imperio romano las religiones mistéricas, los cultos orientales y las prácticas mágicas. El hermetismo se desarrolló gracias a su profeta Hermes-Thot, que dio origen a las ciencias del Cielo, de la Tierra y del Hombre, es decir la Astrología, la Alquimia y la Magia. Los hombres, cada vez más preocupados por su salvación individual, inquietos por la sensación de que el mundo terrestre estaba bajo el dominio de potencias maléficas, se volvían en número creciente hacia el ocultismo.

Creo que es ese singular desvío de la verdadera astrología lo que te ha hecho condenar con dureza, Amr, la pretensión de quienes intentan leer en las estrellas el porvenir de los hombres. Pero ¿no habrás juzgado demasiado deprisa? Pues Tolomeo intentó reanimar el espíritu razonable de la astrología, liberándola del fatalismo riguroso y desalentador que muchos romanos le conferían y que tú has denunciado, Amr, con razón. Lo logró porque conservó uno de los rasgos característicos del genio de los primeros griegos: la adoración por el cosmos visible, el sentimiento de unión con él así como la afirmación del poder del espíritu. Ante el ascenso de las ciencias ocultas, Tolomeo edificó su obra astrológica como una muralla.

Su Composición en cuatro libros plantea las reglas y principios de la astrología con un rigor nunca igualado. Trata allí todos los ámbitos relacionados con ella: las riquezas, el rango social, los viajes, las características físicas, los amigos, las enfermedades, los hijos, los enemigos, los amores, la duración de los matrimonios, los placeres de Venus y el género de muerte.

Simplicio ha relatado que muy pronto Tolomeo tuvo la ocasión de poner a prueba su arte. Marco Annio Vero, cónsul de Roma, había emprendido una gira de inspección por las provincias del Imperio. Muchos veían en él al sucesor de Antonino Pío. El futuro Marco Aurelio, pues, estaba de paso por la provincia de Egipto y se había detenido en Alejandría. La reputación de Tolomeo había llegado a sus oídos y manifestó el deseo de entrevistarse con él. Formado en la escuela de Epicteto, y por lo tanto estoico convencido, Marco Aurelio no quería discutir sólo de ciencia y filosofía con el sabio alejandrino; tenía otras preocupaciones más terrenales. Su esposa, Faustina, una matrona de treinta y cinco años dotada de un temperamento bastante inflamable, se había enamorado últimamente de un apuesto gladiador. Con muy poca inteligencia se había resignado a confesar su pasión a su marido. El digno Marco, aunque escéptico por naturaleza, había condescendido a consultar a sus magos y sus astrólogos, que le habían aconsejado un tratamiento radicaclass="underline" en primer lugar, claro está, el gladiador sacrílego tuvo que ser suprimido; luego, Faustina debió tomar un baño de asiento caliente, perfumado y prolongado, para después hacer apasionadamente el amor con su esposo legítimo. A consecuencia de esta sabia medicación, al cónsul le fue fácil creer que la pasión de Faustina se había disipado y, para sellar su reconciliación, exigió que ella le acompañase en su viaje a Egipto. Pero Faustina mostró muy pronto los primeros síntomas del embarazo. Entonces, Marco Aurelio se preguntó inquieto quién sería el padre. Ciertamente, ante la duda, siempre podría hacer eliminar al niño en cuanto naciese. Pero, aun sin contar con el odio que desde entonces le profesaría su esposa, a la que amaba a pesar de sus infidelidades, el estoico no podía decidirse a un acto tan cruel. ¿No valdría más consultar al más célebre de los astrólogos, con el fin de asegurarse de que los destinos del Imperio caerían en nobles manos?

La entrevista se celebró en la lujosa villa del cónsul. Éste había querido honrar a su visitante. Por todas partes había un derroche de manjares y de frutas: uva, ciruelas, dátiles. En la atmósfera flotaba un perfume de vinos nuevos, de sustancias cargadas de bálsamo, de zumos llegados de otros lugares. Pero cuando Tolomeo avanzó con paso lento y mesurado, vestido con un paño rojo que la brisa hacía ondear, Marco Aurelio sintió que un estremecimiento recorría su piel. Presintió que aquel encuentro iba a trastornar su vida.