Выбрать главу

Cierto día, cuando Hipatia sólo tenía catorce años, las cosas cambiaron en Alejandría. Fue nombrado un nuevo obispo: Teófilo. Hasta entonces, todas las creencias coexistían sin demasiadas fricciones. Pero aquel eclesiástico brutal decidió extirpar por la fuerza el paganismo. Por orden suya, todos los templos fueron incendiados, comenzando por el Serapión, construido seiscientos años antes por Tolomeo Soter. Los fanáticos se encarnizan siempre con los más hermosos edificios, las más bellas estatuas, porque estas memorias de piedra son testimonio de una grandeza pasada que ellos anhelan borrar. Los alejandrinos, de índole mordaz, llamaron en secreto a su nuevo obispo «el Faraón», al ver que se consideraba dueño absoluto de la ciudad. Teófilo habría causado también perjuicios a la Biblioteca, de no haber sido porque Bizancio puso freno a su ardor. El nuevo obispo se limitó a romper las estatuas, expulsar a los sabios de ideas poco tranquilizadoras y meter en la cárcel a su director, Teón, para nombrar en su lugar a un sacerdote que era su adjunto.

Era la primera vez que un hombre de Iglesia accedía a ese puesto. Este recibió el encargo de destruir todos los libros que no se adecuaran al dogma. ¡Y Dios sabe que los había! O tal vez no lo sepa.

Por fortuna, los alejandrinos, desde los tiempos de Cleopatra, tenían la vieja costumbre de embaucar poco a poco a sus amos extranjeros, que embriagados por la gloria de suceder a tantos personajes de prestigio se abandonaban a la agradable indolencia de estas tierras acunadas por el rumor del mar, a su recogimiento, a su lujo también. ¿Tuvo algo que ver en ello la graciosa silueta de Hipatia, que paseaba bajo los peristilos del Museo transformado en basílica? En cualquier caso, el abate bibliotecario jamás cumplió su misión destrucTorá. Por lo demás, tenía poco que temer de Teófilo: éste estaba más a menudo en Constantinopla que en su obispado. Creía, en efecto, haber erradicado definitivamente el paganismo de la ciudad a costa de sangre y destrucción, y la emprendió a continuación con quienes consideraba sus verdaderos enemigos, cristianos como él, pero heréticos que no tenían la suerte de pensar por completo según sus normas.

Por entonces, en el desierto egipcio vivía en la mayor austeridad una comunidad de monjes que seguía los principios del sacerdote Juan Boca de Oro. Teófilo sentía por ese verdadero santo un odio feroz. A la cabeza de sus soldados, se dirigió al apacible retiro de los eremitas y los obligó a huir, no sin haber matado a alguno.

Pasaron diez años. Teón murió de vejez y pesadumbre. Entonces estalló, como estalla un escándalo, el genio de Hipatia. Tenía veinticinco años y estaba en lo más lucido de su edad. Alta y esbelta, parecía sin embargo incómoda con su cuerpo. Sus andares, como dificultados por su alta talla, tenían la gracia torpe y enérgica de un niño que ha crecido demasiado. De su rostro, fino y pálido, brotaba una luz extraña que deslumbraba a los hombres, les fascinaba y atemorizaba.

Hipatia lo tenía todo para atraer las iras de la Iglesia cristiana: mujer, hermosa, sabia y libre. Si hubiera sido reina o cortesana, aquello habría sido perdonable. Pero no, para colmo era virtuosa. De modo que los hombres, desconcertados, la decretaron virgen. Eso les tranquilizaba. Ella, para protegerse de sus ataques, se había casado con el oscuro filósofo Isidoro, que la seguía a todas partes. Pero esta unión no engañaba a nadie, pues Isidoro no ocultaba que llevaba su veneración por Sócrates hasta el extremo de imitar su inclinación por los muchachos jóvenes.

Al principio, la hermosa Hipatia se había limitado a permanecer a la sombra de su padre, ayudándole en sus trabajos de astronomía y de música. Sin embargo, se comenzó a murmurar que había superado a león desde hacía mucho tiempo y que era la verdadera auTorá de las obras paternas. Pronto no cupo duda alguna de su talento personal para las matemáticas, cuando publicó, uno tras otro, el Canon astronómico, un Comentario sobre la aritmética de Diofanto y otro sobre el Tratado de los cónicos de Apolonio de Pérgamo. Eso acabó de convencer a sus colegas de que Hipatia no era ya una mujer, sino un puro espíritu consagrado por entero a la especulación abstracta. Pero ella les demostró que estaban equivocados al fabricar con sus propias manos astrolabios e hidroscopios de una perfección nunca igualada. Luego aún hizo más. Para confirmar de una vez por todas que era hija de sus propias obras, escribió una respuesta muy polémica a una edición póstuma de un comentario de su padre sobre la Composición matemática de Tolomeo. Para hacerlo, se atrevió a apoyarse en el Tratado de las distancias del Sol y de la Luna de Aristarco de Samos, que ella había encontrado en los polvorientos fondos de la Biblioteca. Naturalmente, sus colegas lanzaron gritos de indignación y obligaron al sacerdote encargado del Museo a exhumar un viejo decreto olvidado del fundador Demetrio de Palero que prohibía entrar en el Museo a las mujeres, a excepción de las cortesanas destinadas al solaz de sus sapientes pensionistas.

Desde entonces, Hipatia impartió en la calle sus lecciones, al modo de Sócrates, dirigiéndose a los viandantes, viviendo en la más completa indigencia y, a veces, en una casi desnudez, como el filósofo cínico Diógenes. Se desplazaba en un carro tirado por sus dos mejores discípulos e iba así, de plaza en plaza, a impartir sus enseñanzas. Sabía encontrar palabras sencillas para llegar al corazón del pueblo. La muchedumbre la escuchaba y la admiraba. Los egipcios creían ver en ella a la reencarnación de la gran Cleopatra o de la antigua diosa Isis. Por lo que a los griegos se refiere, descubrían la antigua grandeza de la filosofía ateniense, si bien depurada por las recientes exégesis de Plotino y de Porfirio, que habían sabido extraer su sustancia esencial, al modo de Filón con el Pentateuco. Hipatia añadía a su docencia la de la libertad: libertad para creer, libertad para buscar la propia verdad, libertad para elegir el propio gobierno. Y recomendaba a su auditorio de la Ciudad que actuara sin desdeñar nunca la propia vida interior.

Naturalmente, despertó entre sus discípulos pasiones que no todas eran de orden espiritual. Pero, flanqueada siempre por su «marido» Isidoro, permanecía inaccesible.

Uno de esos adoradores se enamoró mucho más que los otros. Sinesio era un estudiante nacido en una rica familia de Cirene a quien nunca se le había negado nada, ni fortuna, ni inteligencia, ni conquistas femeninas. No satisfecho con ser el más asiduo en las clases de Hipatia, le escribía insensatos poemas que nunca recibían respuesta. En las tabernas e incluso en el recogimiento de la Biblioteca, sólo pensaba en ella, sólo hablaba de ella.

Cierto día, plantado ante la puerta de la pequeña casa de la erudita, aguardaba su salida para escuchar la lección; o si no para escuchar, para contemplar a aquella que la impartía.

Hipatia apareció, pero en vez de subir, como de costumbre, en el carro que la había de transportar, se dirigió hacia Sinesio y blandió ante sus narices un paquetito de paños mancillados con su sangre menstrual.