– Esto es lo que amas, Sinesio, y no es algo hermoso.
Rojo de confusión, Sinesio huyó corriendo. No se le volvió a ver en mucho tiempo. Había regresado a Cirenaica. Ella le escribió para decirle que la vergüenza que le había impulsado a huir era tan excesiva como el indiscreto amor que sentía por ella. Ella le había rechazado de aquel modo sólo para aparecer irreprochable ante sus numerosos enemigos, que le habrían acusado de pervertir a la juventud. «Sólo puedo amar en secreto -confesó-, ¿y hay secreto más hermoso que el encerrado en una carta?»
Desde entonces, ambos iniciaron una correspondencia que duró años. Pero no tocaron el tema del amor. Les unían el movimiento de los astros y la trigonometría, la exégesis de Platón y los números musicales. Y resultó evidente que Sinesio no sólo había contemplado a Hipatia, sino que también la había escuchado y recordaba sus lecciones. Siguiendo los consejos de su amada, él empezó a comprometerse en la vida de su ciudad. Partió así hacia Constantinopla como embajador de Cirenaica. Allí, ante el joven emperador Arcadio, pronunció su discurso Sobre la realeza, en el que exponía las concepciones filosóficas de Hipatia sobre el príncipe ideal y denunciaba las costumbres decadentes de la corte. Hubiérase dicho que la hermosa sabia hablaba por su boca. Una vez terminada su embajada, Sinesio volvió a pasar por Alejandría. Nadie sabe si Hipatia se le entregó por fin, pero le obligó a casarse con una muchacha de la aristocracia cristiana del barrio de los palacios, único medio, según ella, de escalar los peldaños del poder. Sinesio regresó a su país, donde alcanzó la gloria venciendo a los bandidos del desierto.
Mientras proseguía su correspondencia con Hipatia, Sinesio llevó en Cirenaica una vida de gran señor dividida entre la caza y los placeres. Publicaba también poemas, himnos y homilías, tratados sobre los sueños y sobre la Providencia. He estudiado estas obras con mucha atención y creo poder afirmar que su auTorá fue Hipatia, que no quería figurar como poetisa, pues sus enemigos también la habrían censurado por dedicarse a esta actividad.
Cierto día, Sinesio recibió una carta de Hipatia que parecía una petición de socorro. Habían encontrado el cuerpo de Juan Boca de Oro al borde de un camino, asesinado por los matones de Teófilo. Éste, liberado de su peor enemigo, amenazaba con regresar a Alejandría. Sinesio comprendió lo que tenía que hacer. Se dirigió a Constantinopla y, ante el emperador, se hizo bautizar. Esta conversión era una ganga para la Iglesia, pues siguiendo el ejemplo del hombre más influyente de su país toda Cirenaica podría convertirse al cristianismo. Ante esta perspectiva, el patriarca le propuso elevarlo enseguida al episcopado. Sinesio puso condiciones: no renunciaría al estado matrimonial, ni a la doctrina platónica de la preexistencia del alma y la eternidad del mundo. Contra lo esperado, el patriarca aceptó: la adhesión de Cirenaica bien valía tales concesiones. Por su lado, Teófilo le pidió que acudiera de inmediato a Alejandría para resolver el contencioso que él mantenía con el prefecto de Egipto, Orestes, considerado demasiado tibio en la represión de las herejías.
Durante el obispado interino de Sinesio y la prefectura de Orestes, Alejandría conoció de nuevo una gran efervescencia intelectual. Cristianos, heréticos o no, judíos y platónicos confrontaban sus ideas, no ya por medio de la violencia sino por el verbo. Y, en el terreno de las palabras, Hipatia no tenía rival. Aunque se le permitió de nuevo acceder al Museo, sólo acudía para consultar algunas obras en la Biblioteca. Su enseñanza la daba sólo en la calle. Un auditorio entusiasta y nutrido la seguía. Entre la multitud de oyentes solía verse a Sinesio acompañado por su amigo el prefecto.
La Ciudad conoció un día la muerte del terrible Teófilo «el Faraón», que sin embargo no había regresado a su diócesis. La gente esperó por un momento que Sinesio le sucediera, pero su esperanza se vio defraudada. Si a la sede episcopal de Cirenaica se le sumaba la de Egipto, el enamorado de Hipatia se habría convertido en el hombre más importante del Imperio, después del emperador y el patriarca.
Otro personaje salió entonces de las sombras, flaco y enfebrecido: Cirilo, el sobrino de Teófilo. Algunos murmuraban que era su bastardo, pues el difunto obispo no se aplicaba a sí mismo el precepto de castidad que exigía a sus ovejas.
Cirilo empezó por apartar suavemente del obispado al buen Sinesio, prometiéndole que permitiría a Hipatia proseguir su enseñanza. A fin de cuentas tenía que tratar con miramientos a un personaje tan poderoso como el obispo de Cirenaica. Y además, meterse con la hermosa sabia podía provocar motines entre sus adoradores, ya fueran éstos griegos o egipcios, platónicos o cristianos.
Sin embargo, el clima de tolerancia que reinaba en la Ciudad enojaba a aquel hombre, lleno de odio hacia todos los que no pensaban como él. La emprendió primero con los judíos. Sabía que nadie se opondría a ello, ni entre los cristianos ni entre los platónicos. Y tendría consigo al populacho, que veía en los hijos de Israel la causa de todos sus males. Sin embargo, los judíos alejandrinos no formaban ya aquella comunidad que había sido tan floreciente en tiempos de Filón. Los cristianos se habían mostrado con ellos mucho más duros que los paganos y mucho más ávidos, haciéndoles pagar impuestos y tasas enormes antes de autorizarles a practicar su culto. Por esa circunstancia el «faraón» Teófilo les había dejado más o menos en paz, ya que gracias a ellos el obispado de Alejandría era el más próspero de todo el imperio.
Pero a su sobrino Cirilo no le preocupaban esas vulgares contingencias. Sin consultárselo a nadie, lanzó contra ellos un decreto de expulsión. El ejército invadió el barrio judío y empujó a sus habitantes, como si fueran un rebaño, fuera de los muros de Alejandría. El éxodo recomenzaba. Pero ¿adonde irían? No había ya tierra prometida, el Templo estaba destruido, Canaán ya no existía. Y no tenían ningún Moisés que les guiara.
Hipatia no podía permanecer al margen. Con redoblada elocuencia, denunció que la propia alma de Alejandría, encrucijada de todas las razas, todas las religiones y todos los saberes, estaba amenazada. Más de siete siglos y medio de cosmopolitismo tolerante iban a desaparecer por culpa de un fanático.
Mientras, Sinesio estaba en Constantinopla para asistir a un nuevo concilio. Un mensajero fue a avisarle de que en Alejandría el obispo Cirilo fomentaba una conjura para asesinar a Hipatia. Sinesio partió de inmediato.
El antiguo palacio de los Tolomeos estaba vacío. En los aposentos del prefecto le dijeron que Orestes estaría de cacería durante toda la semana. En cuanto a Cirilo, había abandonado el obispado para un piadoso retiro en el desierto.
Sin tomarse el tiempo de cambiar sus ropas de viajero por un atavío algo más digno de su estado eclesiástico, Sinesio fue a recorrer la ciudad donde transcurrió su juventud de estudiante enamorado. Casi a su pesar, se encaminó, por unas calles extrañamente vacías, hacia la casa de Hipatia. Al acercarse, oyó unos gritos que resonaban en las rectilíneas vías de la ciudad cuadriculada.
«¡Muerte a la bruja! ¡Revienta, puta del ágora! ¡Sobornadora del obispo! ¡Buscona de todos los judíos!»
Sinesio desenvainó su endeble puñal de gala y echó a correr. Sobre el carro detenido a la puerta de su casa, Hipatia se erguía, pálida y sonriente con su larga túnica blanca y desprovista de adornos, lo que la hacía más hermosa aún que antaño.
Con ánimo de defenderla, Sinesio intentó abrirse paso entre la muchedumbre que en nada se parecía al habitual auditorio de la filósofa. Unos parecían salidos directamente de los barrios bajos del pequeño puerto del este; pero muchos llevaban capuchones de monje y eran los primeros en lanzar invectivas. Sinesio no pudo dar un paso, porque le apresaron unos brazos vigorosos. De pronto, una piedra golpeó a Hipatia en la frente. Ella no se movió, semejante a una estatua de mármol. Luego le alcanzó un diluvio de guijarros, pedazos de madera, basura recogida de la calzada… Se derrumbó por fin, como un gran lirio aplastado por el paso de una fiera. Unos monjes subieron al carro. En aquel momento, Sinesio recibió un golpe en la cabeza y cayó sin sentido.