Cuando volvió en sí, la calle estaba desierta. Sinesio estuvo largo rato errando tambaleante por las calles cuyos adoquines estaban manchados de sangre. Sin darse cuenta, volvió sobre sus pasos y se encontró junto al carro que durante tres decenios había servido de humilde cátedra a la filósofa. Un borracho que pasaba le detuvo, y echando su hediondo aliento al rostro de Sinesio le dijo con un eructo:
– ¡Eh, obispo! Han troceado el cuerpo de tu puta, con conchas de ostra, cuando estaba todavía con vida…
– ¿Qué estás diciendo? -balbuceó Sinesio, incrédulo.
– Pues sí, y han quemado sus restos, incluso los han arrojado a los perros.
Y el hombre se marchó gesticulando, sin que se supiese si era la alegría o el miedo lo que le hacía agitarse así. Sinesio se derrumbó en el suelo, apoyó la frente contra una rueda del carro y se echó a llorar. Sólo mucho más tarde vio el objeto, que sin duda durante el asalto había caído bajo el carro y había rodado hasta una grieta del suelo, donde había pasado desapercibido. Era el pesado y viejo bastón incrustado de oro que Hipatia había recibido de su padre y que solía servirle para subrayar su discurso con ágiles movimientos, hendiendo el aire como si dirigiese el curso y la música de los astros.
Donde Amr se hace escriba
– ¿Era esta Hipatia la antecesora de tu tribu? -preguntó Amr bastante conmovido.
– ¿Quién sabe? -respondió la joven, sonriente ante las palabras «antecesora» y «tribu», leves sombras de paganismo-. En tal caso, de ser cierta la leyenda, yo habría nacido de una virgen. Conozco, al menos, un muy ilustre precedente.
– No bromees. En el Corán se dice que María tuvo a su hijo, el profeta Jesús, sin que un solo hombre la hubiera tocado nunca, como le había anunciado un ángel.
– ¿Ah? ¿Conocéis el dogma de la Concepción Virginal? -exclamó Filopon muy interesado-. ¿Pensáis que la naturaleza de Cristo es doble, mitad hombre mitad Dios, o que es exclusivamente de esencia divina?
– No hay más Dios que Alá. Dios es eterno, no puede nacer del vientre de una mujer, por muy virgen que sea.
– ¿Pretendes entonces que tu Mahoma fue concebido del mismo modo?
– Nada en el Corán lo dice. Su padre, el rico Abd Allah, de la tribu de los Quraych, murió antes de su nacimiento, y su madre Amina entró en los Jardines de Alá cuando él era aún muy niño.
– Interesante dialéctica -murmuró Filopon pensativo-: Mahoma era rico, huérfano, casado y propagaba su doctrina por medio de la guerra. Jesús era pobre, Dios le había dado unos padres, era casto y sólo hablaba de paz. Stricto sensu, tu profeta es el Anticristo.
– Filopon, Amr, os lo suplico -intervino Rhazes-. Dejad esos estériles debates para las autoridades conciliares. No tenemos tiempo. Si el emir quiere que su mensajero parta mañana al amanecer, será hora de extraer la moraleja de la historia de Hipatia. ¿Creéis que la figura de semejante mujer podrá hacer reflexionar al califa, Amr?
– Habría que presentársela de un modo distinto -respondió el emir-. Voy a ataviar a la filósofa con algunos rasgos de la primera mujer del Profeta, Jadija, a la que Mahoma repitió en primer lugar las palabras de Dios, y con otros de su hija Fátima, la esposa de Alí, la más santa de las mujeres. La historia de los paños mancillados por la sangre menstrual tiene posibilidades de gustarle. Omar trata a sus esposas como trata a los animales domésticos. Por mi parte, si os interesa mi opinión, el tonto de Sinesio me parece un enamorado muy tibio. Si yo sintiese semejante pasión por otra Hipatia, sus períodos no me repugnarían. Muy al contrario, fortalecerían mi amor.
– Me gustas más como mercader erudito y curioso que como soldado de dudosas bromas -comentó Hipatia.
– Ejem -farfulló Amr, algo cohibido por haberse extralimitado un tanto-, tendríais que explicarme algo mejor las obras de Galeno, y también las de ese mecánico llamado Herón. Una medicina que sea concluyente tranquilizará a Omar y las máquinas hidráulicas le interesarán para sus proyectos de irrigación. Pienso también hablarle del sistema de conversión cristiano, que empieza por lo más alto. Los reinos que esperamos someter ya no son aquéllos que hemos conocido en el pasado, dirigidos por jefes paganos e incultos, dispuestos a dejarse convencer si ello favorecía sus intereses. Por lo que se refiere a vosotros, judíos y cristianos, si queréis seguir practicando vuestra religión, a fe mía, tendréis que pagar.
– ¡Encantadora perspectiva! -ironizó Rhazes-. Nosotros estamos acostumbrados a hacerlo desde hace ya mucho tiempo. Pero me complace imaginar que nuestros perseguidores de ayer tendrán que echar, a su vez, mano a la bolsa. En lo tocante a Galeno, te haré luego un resumen por escrito. En cuanto a Herón, Hipatia podrá encargarse de hacer lo mismo.
– Por mi parte, voy a escribir todas estas historias que me habéis contado. Mandaré también copias a otras personas importantes de Medina. Tal vez ellas consigan doblegar a Omar. Y repito: «Tal vez.» Pero al califa le añadiré algo: «Lee, en nombre de tu Señor que ha creado. ¡Lee!» Son las primeras palabras que dijo al Profeta el arcángel Gabriel, el mensajero de Alá, en la caverna del monte Hira donde Mahoma conoció la Revelación.
– Espléndida orden -aprobó Filopon-. Creo que voy a estudiar tu Corán con algo más de atención.
– No está mal, en efecto -aceptó Rhazes-. Percibo en ello algunos ecos del libro de Baruch.
Leer, sin duda, pensó Hipatia. Pero ¿qué leer y cómo? ¿Leer sólo el Corán o tener la curiosidad de inclinarse sobre otras obras? Leer sin comprender no es grave. Leer sin dudar es temible. Leer sin placer, no es leer. Pero es inútil señalárselo a ese viril beduino: él disfruta por encima de todo con un único placer, y tal vez me vea forzada a proporcionárselo.
SABIDURÍA HUMANA
El mensaje
El emir desenrolló voluptuosamente el rollo que había hecho traer de una tienda de los arrabales y lo puso con mimo sobre la tablilla de madera preciosa. Papiro egipcio, del mejor, pensó. Lo mantuvo plano gracias a dos varillas que se deslizaban en sus ranuras, lo alisó luego con un gesto sensual. Por fin, abrió su escritorio de fina marquetería de marfil y ébano, disfrutando de su aroma a sándalo e incienso. Colocó en el soporte de porcelana los pinceles de pelo de cabra y fijó junto a ellos la piedra rectangular para mezclar la tinta. Cuando la adquirió, la piedra tenía grabados unos dragones y otros ídolos paganos. En su lugar, él mismo había grabado este versículo del Libro: «¡Sé paciente! Tu paciencia procede de Dios.» Amr había comprado el magnífico escritorio a un marinero persa cuando, siendo joven, su padre le había enviado a Sohar, el puerto del mar del sur, para comprar un cargamento de seda que procedía del gran imperio de levante.
Vertió un poco de agua de su calabaza en el hueco de la piedra, frotó allí el bastoncillo de tinta hasta que la mezcla estuvo lo bastante espesa y mojó en ella la punta de un pincel.
Del emir Amr ibn al-As al califa de los verdaderos creyentes Omar ibn al-Jattab, salud y que la paz de Alá sea contigo.
En este día de la luna nueva de Moharem, en el vigésimo año de la hégira, [9] he conquistado la gran ciudad de poniente.
La ciudad ha sido tomada por las armas y sin ningún tratado. Los verdaderos creyentes están impacientes por recoger el fruto de su victoria.
Luego enumeró los tesoros de Alejandría, sus innumerables palacios, baños públicos, teatros, perfumerías, orfebrerías, forjas, hilaturas… Omar era muy poco instruido; apenas sabía leer y escribir y presumía de ello, pues de este modo pretendía imitar al Profeta. Pensaba demostrar, haciendo correr el rumor de que Mahoma era también inculto, que todo le había sido dictado de viva voz por el mensajero del Misericordioso. El califa Omar era un hombre sombrío para quien la vida era un eterno castigo del Señor, pues estaba convencido de que la humanidad entera maquinaba contra él. El poder se le había subido a la cabeza y toda incertidumbre le era ajena. Omar era tan odiado como temido. Lamentablemente, todo el pueblo árabe, salvo algunas élites, creía que el arcángel Gabriel hablaba por su boca, incluso cuando emitía el más cruel o más absurdo de sus decretos. Al ofrecerle así la ciudad de Alejandría, el emir esperaba amansarle. Tenía que convertir el desmesurado orgullo del califa en su principal debilidad. Tenía también que especular con el tiempo, porque Omar no era eterno. Durante los diez años de conjuras e intrigas y los ocho de reinado, se había creado muchos enemigos y eran innumerables los intentos de asesinarle. Llegaría sin duda el día en que un cuchillo pusiese fin a su tiranía. ¡Sé paciente, Amr! Tu paciencia procede de Dios…