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En el-Iskandariyya -el emir tuvo buen cuidado de transcribir en árabe el nombre de Alejandría- viven trescientas mil almas, de ellas doscientos mil griegos cristianos y cuarenta mil judíos que no se convertirán y por lo tanto pagarán tributo…

Amr exageraba un poco, pero éste era sin duda el mejor argumento para justificar que la Ciudad no hubiera sido saqueada ni demasiado destruida. Desde los inicios de la conquista, Omar había instituido ese impuesto que los pueblos de los Libros de Moisés y de Jesús debían tributar a Medina si querían seguir practicando sus religiones. Con su rapacidad, que hacía pasar por tolerancia, el segundo califa impedía que sus correligionarios pudieran atraer a cristianos y judíos, mediante la simple arma de la palabra, a la ruta de la Verdad trazada por el Profeta. Y es que, a su entender, el hecho de acrecentar la fortuna de Medina, y la suya, era preferible al triunfo universal del islam. De modo que Amr no pudo evitar escribir:

Por lo que se refiere al pueblo egipcio, que sigue haciendo sacrificios a los ídolos con cabeza de animales, nos será fácil llevarlo a la verdadera Palabra, para abrirles los Jardines de Alá…

El conquistador de Alejandría pasó luego muchas horas contando las historias que Filopon, Rhazes e Hipatia le habían relatado sobre la Biblioteca. Pero las contó a su manera, a la manera de su pueblo, que tanto amaba los cuentos y la poesía. Salvo, tal vez, por desgracia, Omar…

Poco antes del alba, Amr despertó a su ordenanza, que dormía ante la tienda, en el santo suelo. ¿Podrán esos beduinos dormir algún día en los palacios de las ciudades que hayan conquistado? El hombre no necesitó largas explicaciones. Tomó el mensaje, montó de un salto en su caballo y desapareció en la noche. Necesitaría más de catorce días para llegar a Medina, y otros catorce para traer la respuesta del califa. En una luna, muchas cosas habrían cambiado en Alejandría, de la que Amr era el dueño. Un dueño que, a pesar de todo, tendría que obedecer a su califa, pues el poder de éste procedía del Altísimo y de su Profeta.

Omar

El mensajero esperaba la respuesta. Su rostro estaba gris de polvo y su túnica estriada con los regueros blanquecinos de la sal del mar Rojo. El califa no le había dirigido ni una mirada, pero el joven guerrero, exhausto después de tanto cabalgar, estaba seguro de que, en el fondo de su corazón, el comendador de los creyentes le agradecía su celeridad; algún día tendría su recompensa.

Omar descifraba penosamente la misiva. Su índice se deslizaba lentamente de derecha a izquierda, vacilando en casi cada letra. Las hermosas volutas de las quince suras del Corán, especialmente transcritas para él en una piel de camello lujosamente adornada habían acabado resultándole familiares. Pero esa escritura cursiva, descuidada, como desdeñosa, de la carta del general Amr era una tortura para sus ojos y su mente. De buena gana habría pedido a su secretario que se la leyera, como solía hacer de ordinario, y le habría dictado la respuesta, pero esta vez la decisión que debía tomar exigía que no hubiera testigo alguno. Era un asunto que debían resolver Amr y él mismo.

– No te quedes ahí, muchacho -le dijo al mensajero-. Tras tan larga carrera te mereces un poco de descanso. Además, debes de tener algún familiar en Medina, ¿no es así?

– Lamentablemente, comendador, no podré ir a saludar a mi padre. El general me ha pedido que entregara otras cartas antes de regresar con vuestra respuesta.

– Otras cartas, ¿de verdad?

El mensajero se mordió los labios. Para demostrar su lealtad al califa acababa de traicionar a su jefe, al que veneraba más que a nadie en el mundo. Omar le despidió con un gesto de la mano. Y le pidió que regresara al día siguiente. No tardaría en averiguar a quién estaban destinadas esas cartas.

Con la toma de Alejandría, las cosas habían cambiado en Medina. Antaño, todos creían que las conquistas de Palestina y Egipto se debían a la voluntad del Todopoderoso que inspiraba a su califa, y que los verdaderos creyentes que combatían eran sólo sus instrumentos. Pero ahora, en todas las tierras del islam, se celebraba la gloria de Amr, triunfador de la rica y poderosa ciudad de poniente. Y el propio Amr, en esa larga carta, no dejaba de ensalzar a Dhu al Qarnain, o sea a Alejandro, el conquistador cornudo del que habla el Corán, que había llegado al país donde nace el sol. Alababa también a aquel general César de Egipto, que se convirtió en emperador desposándose con una reina. ¿Ambicionaba Amr alcanzar el prestigio de esos dos héroes? ¿Hasta ese punto le había corrompido el país del faraón? ¡No! Siempre había sido así. El emir Amr ibn al-As era digno hijo de su clan, aquellos ricos mercaderes quraychitas que se creían superiores a todo el mundo. Al enviarle tan lejos a hacer la guerra santa, Omar había creído apaciguar su ambición. Pero ahora esa táctica corría el riesgo de volverse contra el comendador de los creyentes: Amr era amado por el pueblo; Omar, en cambio, era temido. Era preciso hacerle comprender a Amr que el islam sólo tenía un jefe, cuyo nombre clamaba el almuédano al llamar a los fieles a la oración: y aquel jefe era él, Omar Abú Hafsa ibn al-Jattab, el califa, servidor de Alá y único emir de los soldados del Profeta.

Por lo que se refería a esas pamplinas que los pensadores paganos garabateaban sobre el nombre de las estrellas o el alma humana, a esas obscenidades sobre la sangre de las mujeres, a esos miles de libros más poderosos, al parecer, que las más temibles armas, a esos cristianos y esos judíos que le habrían dado lecciones al propio Profeta, todo aquello eran sólo barricadas detrás de las que el general blandía su fuerza y su fortuna ante el califato. ¿Hasta dónde pensaba llegar? Sin duda tenía en Medina cómplices y partidarios que conspiraban para perder a Omar. Y allí, en Alejandría, además de sus beduinos, que darían la vida por él, Amr estaba rodeado, según decían los espías, de una especie de consejo privado compuesto por un viejo cristiano, un judío y una mujer, una sacerdotisa pagana que le había hechizado. ¡Sacrilegio y conspiración!

Omar, por su parte, no necesitaba consejo. Sólo recibía órdenes del propio Todopoderoso, que iba a visitarle en sus sueños. Por otra parte, ¿a quién se habría confiado? En Medina bullían las sórdidas ambiciones de aquellos intrigantes que esperaban que un cuchillo acabara con él, Omar, el artesano de humilde extracción que había conseguido, mediante su sola voluntad y su astucia por entero consagrada a su fe, llegar a la cima de la tierra del islam. Sus enemigos, los impíos, habían encontrado en Amr al hombre que necesitaban: un señor encantador, generoso, amante de los placeres de la mesa y el lecho; poeta cultivado, pero que sabía también ser valeroso en el combate y hábil estratega.