Omar no era nada de eso. Su único placer terrestre era el poder. Y lo aprovechaba, sabiendo que Allá Arriba no lo tendría. A fin de cuentas, ¿no ponía todo ese poder al servicio del Creador universal?
El califa volvió a leer con gran atención, y con mayor facilidad que la primera vez, la larga carta del general. En su primera parte, que era un mensaje de victoria, Amr sólo encomiaba las riquezas materiales de Alejandría, sus templos, su oro, sus valiosas mercancías, sus pueblos de la Torá que pagaban tributo, sin olvidar las almas paganas que habría que convertir. Pero a continuación ya sólo hablaba de libros, de sabios, de astrólogos, de filósofos, de poetas, de reyes y reinas del tiempo pasado, y otra vez de libros.
Por lo general, Omar no se preocupaba en absoluto de estas cosas. Se limitaba a despreciar los espíritus refinados que perdían su tiempo y su alma nombrando las estrellas o vaticinando sobre una rosa. Pero esta vez, el ardor con que el general defendía aquel Museo le pareció sospechoso. ¿Qué ocultaba tras aquel alegato en favor de un montón de viejos rollos y de volúmenes enmohecidos? Se dijo que Amr sin duda habría estado jactándose por todo Egipto -y pavoneándose en sus cartas a sus amigos de Medina y de La Meca- de ser el protector de las artes y las ciencias paganas, ya fueran judías o cristianas. ¿Acaso pretendía establecer vínculos con los imperios enemigos de Persia y de Bizancio?
Omar sólo había llegado tan arriba en el islam por medio de la intriga y la conspiración, de modo que veía por todas partes intrigas y conspiraciones. Tomó una decisión. Hasta ahora, Amr le había obedecido siempre, más por cálculo que por fidelidad o deber, pensó el califa. Era preciso darle una buena ocasión para rebelarse. Si se doblegaba, el general quedaría desprestigiado para siempre ante sus amigos, y quizás ante sus aliados alejandrinos y bizantinos. Si se sublevaba, conocería las mazmorras de Medina, el hacha del verdugo incluso. Además, en su traición arrastraría consigo al resto de la pandilla que había apoyado la candidatura de Alí al califato, y seguía apoyándola. Una pálida sonrisa se dibujó bajo la enmarañada barba de Omar: acababa de encontrar un pretexto para destruir aquel montón de papeles sin interés. Tomó el estilete, lo mojó en una tinta parda y escribió, con dificultad, en el pergamino:
Del Esclavo de Dios y comendador de los creyentes, Omar, al general Amr, salud.
Toda la tierra del islam ha saludado tu hermosa victoria con el regocijo que merece: debes ahora fortalecerla contra los ataques que podrían llegar por mar y ahogar todas las oposiciones que puedan nacer en el seno de las poblaciones judías, cristianas y paganas que has censado. Para ayudarte en la tarea, te mandaré un gobernador que no he nombrado todavía. La guerra santa debe proseguir. Cuando te dé la orden, partirás a la cabeza de tu ejército hacia los países de poniente.
Por lo que se refiere a los libros de los que me hablas en tu última carta, éstas son mis órdenes: si su contenido está de acuerdo con el libro de Alá, podemos prescindir de ellos puesto que, en ese caso, el Corán es más que suficiente. Si, por el contrario, contienen algo distinto de lo que el Misericordioso dijo al Profeta, no hay necesidad alguna de conservarlos. Actúa, y destrúyelos todos.
Omar releyó la carta que acababa de sellar. La voz del almuédano se alzó por encima de la ciudad. Omar se prosternó y olvidó las razones políticas de aquella respuesta: estaba convencido de que el propio arcángel Gabriel se la había dictado.
Silogismos
Desde la terraza del Museo donde Amr, Filopon y Rhazes se habían instalado, se veía el mar. El sol resplandecía pero no conseguía atravesar el emparrado bajo el que bebían un delicioso vino de Chipre y del que colgaban unos racimos verdes que aguardaban el verano. Allí, a media mañana en la isla de Faros, la luz de la torre palidecía, como apagada por los intensos azules del agua y del cielo. Alrededor del gigantesco edificio, los olivos retorcidos por el dolor de los siglos parecían otros tantos viejos marinos que esperaban embarcarse para el último viaje.
Abrumado, Amr se derrumbó en su sillón de mimbre y tendió la carta a Filopon:
– Todo está perdido, leedla.
– Lamentablemente, amigo mío, pese a mi saber de gramático, no comprendo vuestra escritura.
El general se encogió de hombros y tradujo en voz alta la misiva del califa:
– «… no hay necesidad alguna de conservarlos. Actúa, y destrúyelos todos.» Nada más. Ni la menor fórmula de cortesía. He caído en desgracia.
– Aun a riesgo de contradecir a Aristóteles -suspiró Filopon-, el silogismo es el arma más temible de los fanáticos y los imbéciles. El califa afirma que como vuestro libro sagrado lo dice todo, los demás no dicen nada. ¿Qué puedes responder a eso? Es inútil discutir con semejante peñasco de certidumbre.
– Bueno, él blasfema. En ninguna parte está escrito que el Corán lo diga todo. El arcángel sólo habla al Profeta de lo esencial para guiar hacia Dios al verdadero creyente. En cuanto a lo demás, el hombre puede muy bien ir caminando desde Alejandría a Medina para medir la distancia en pasos, componer versos en honor de la dueña de su corazón, cantar la belleza del sol que se levanta o explicar en un libro cómo curar el dolor. ¡Que le aproveche! Es su libertad de hombre, es su grandeza. Y, por consiguiente, es la grandeza del Todopoderoso. Escribí todo eso en mi carta.
– Hablando de silogismos -intervino Rhazes-, ¿puedes responder a eso, Amr? No, no es sólo un juego… Un cretense dice: «Todos los cretenses son mentirosos.» ¿Está diciendo la verdad?
– Si miente, no todos los cretenses son… Si no miente, los cretenses son… ¡Es absurdo! Un mentiroso no miente cada vez que abre la boca, sólo cuando tiene necesidad de hacerlo.
– Una respuesta del todo acertada -asintió Filopon-. Muy a menudo, los silogismos pueden invalidarse rebatiendo una de sus partes. Basta con romperlos como cortó Alejandro el nudo gordiano.
– Así pues, con mucha frecuencia, lo que puede destruirse es un silogismo -soltó Rhazes riéndose con sarcasmo-, al menos en una de sus partes. Una roca puede destruirse, por lo tanto es un silogismo. Tu califa es una roca…
Filopon blandió su pesado bastón pulido por el paso de los siglos, como un profesor que amenazara con su férula a un holgazán.
– ¡Rhazes, deja ya tus ingeniosos malabarismos! Con ese humor tan ligero, acabarás algún día por evaporarte en las nubes.
Desconcertado, Amr miró a los dos sabios, al maestro y al discípulo, que charlaban rivalizando en ingenio sin ocultar su diversión. ¿Cómo? Durante semanas, ambos habían luchado al unísono para convencerle de que preservara los tesoros de la Biblioteca, y ahora, cuando acababan de saber que lo que más querían en el mundo iba a desaparecer, jugaban como dos estudiantes a la salida de una clase aburrida. De pronto, como en una revelación, el general comprendió: debatir, confrontar ideas, buscar la verdad no era sólo un árido y soso trabajo de austeros sabios, sino también un juego, un juego del espíritu, al igual que el amor es un juego de los cuerpos.
– Si los dos seguís así, llamo inmediatamente a Hipatia. Ella, al menos, sabrá meteros en cintura. Por cierto, ¿dónde está?
– En las termas de las mujeres -respondió Rhazes con forzada causticidad-. Cuando no lee ni escribe, está en los baños. Me hace añorar el feliz tiempo de Atenas, cuando las damas no tenían acceso a esos establecimientos.
– ¡A fe mía! -rió Amr-, no intentaré reunirme allí con ella. Tras la toma de Heliópolis (pero no digáis ni una palabra de esta historia a mis esposas, si por desgracia las conocéis un día), decidí entrar en los baños para mujeres, creyendo que era una de esas acogedoras casas donde el guerrero vencedor encuentra descanso y solaz. Dos enormes matronas me agarraron por los hombros y de un empujón me echaron escaleras abajo. Por poco no me despiden con una patada en el culo. ¡En serio! ¡A mí, que dos días antes había derribado las puertas de su ciudad, entrando con el sable desenvainado sobre mi caballo chorreante de sudor y sangre! Me resigné entonces a ir a remojarme en una de las innumerables termas de la ciudad ocupada. Era muy aburrido: sólo había hombres. Y por lo que se refiere al sudor, transpiré tanto como mi fiel Batalla; es mi caballo, no muy rápido pero fuerte y valeroso. Seguro que lo habéis visto: su pelaje es negro y tiene una estrella blanca en la frente.