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– ¡Bravo, Amr, bravo hijo mío! -exclamó Filopon secándose una lágrima que la hilaridad había hecho brotar de sus ojos pálidos y rodeados de arrugas-. Reír es una coraza mucho más segura que los más sólidos petos de bronce. Vuelve a servirte bebida.

– Una sola copa entonces, pues el Profeta dijo que todo el vino que bebamos aquí nos será deducido en sus eternos jardines. Pero aún no he terminado de contaros lo de las termas de Heliópolis. Mientras un esclavo nubio me desollaba la espalda con un cepillo muy duro, se me ocurrió una idea. Imaginé, para olvidar el dolor, que instalaba unos establecimientos semejantes en los oasis, en Medina o en La Meca, en los puertos del mar de Omán… Les añadiría unas alcobas para que cada cual pudiese dormir, mesas para recobrar fuerzas comiendo, mi mercado para intercambiar los productos llegados de las cuatro esquinas del mundo. Todo ello sería bastante rentable. ¿Qué te parece, Rhazes?

– Me parece que está claro, los hijos de Ismael son hermanos de los de Israel. Un detalle: ¿cómo se calentaría el agua en tus termas? ¿Con libros quemados?

Se hizo un abrumador silencio. Los tres hombres, entretenidos en intercambiar bromas, casi habían olvidado la amenaza que pesaba sobre la Biblioteca. O, al menos, la habían dejado a un lado por unos instantes. Amr mostró de nuevo su aire grave y autoritario de jefe guerrero:

– Concluiré tu último silogismo, Rhazes: «Tu califa es una roca, por lo tanto tu califa puede ser destruido.» Temo que, por desgracia, habrá un tiempo para destruirlo, y que ese tiempo no ha llegado aún. Me apena reconocerlo ante vosotros, mis vencidos amigos, pero sería prematuro. Después de la muerte de Mahoma, Arabia conoció terribles horas de guerra civil, en las que el hermano combatía contra el hermano, el hijo arrojaba a su padre en las mazmorras, y en las que por todas partes aparecían falsos profetas que intentaban arrastrar al pueblo a sangrientos enfrentamientos… Omar supo unirnos y éste es su mérito. Supo lanzarnos a la guerra santa. Si yo intentara eliminarle ahora, todos esos horrores recomenzarían y la Historia me consideraría el responsable. No lo deseo. No quiero que mi nombre, el de mis antepasados, quede mancillado por esas indelebles manchas que son las palabras: «Traicionó a Dios», «renegó de su pueblo».

– Alejandría no es enemiga de los árabes, Amr -dijo Filopon-. Todo el mundo espera aquí que tu llegada nos libre del yugo de Bizancio y de la amenaza persa. Te estamos agradecidos, magnánimo vencedor, por haber prohibido a tus soldados dedicarse al pillaje y las represalias. Pero si atacáis la Biblioteca, atacaréis la propia alma de Alejandría. Y entonces, el pueblo entero se levantará contra vosotros, como tantas veces hizo en el pasado contra otros tiranos, otros invasores. Tu religión sólo podrá extender su influencia si preserva lo mejor de la herencia griega, romana, cristiana y judía. Cuando os abráis al mundo es cuando estaréis en la cima del mundo; entonces podréis comerciar con los pueblos de todo el orbe y llevaréis a cabo, a vuestra vez, nuevos avances en matemáticas, ciencias y filosofía. Por el contrario, si tratáis a todos los no creyentes como si fueran vuestros enemigos, si combatís con odio a quienes no piensan como vosotros, entonces también trataréis a vuestras mujeres como si fueran ganado, y llegará la edad oscura de tu islam.

– También le escribí eso a Omar. Pero… acabas de hacerme comprender algo, Filopon. ¿Es éste el método del «parto de las almas» que practicaba el tal Sócrates y del que tanto me has hablado? Sí, acabo de comprender… Lo que el califa quiere destruir no son los libros sino a mí. Mis sucesivas victorias me han dado gloria y popularidad, de Mascate a Jerusalén pasando por Medina.

Y Omar teme que la utilice para derribarlo. ¡Qué equivocado está acerca de mí! Por muy general que yo sea, no me atrae el poder. Además, aunque lo tuviera no podría ambicionar ser califa. El Profeta nos dio el ejemplo: ese cargo debe corresponder a un hombre de Dios y no a un hombre de guerra. Entre nosotros, los soldados son sólo el brazo armado de un cuerpo cuya cabeza es el califa, y el alma, Dios. Sí, soy sincero. Pero también soy un asno. Para distinguirme ante mis amigos cultos de Medina y La Meca, les he contado todas las bonitas historias que me habéis relatado. ¡Les gustan tanto a mi pueblo! ¡Pero Omar ha debido creer que conspiraba! Soy un estúpido. También ha sido una estupidez haberle hablado de esos libros. Si no le hubiera dicho nada, no se habría preocupado por ello. Al pedirme que los destruya, quiere poner a prueba mi obediencia. Si me niego, hará que acaben conmigo como con un traidor. Si le obedezco, seré culpable de la desaparición de un milenio del pensamiento humano y la deshonra caerá sobre mí, sólo sobre mí. Estoy perdido…

– ¡No seas cobarde, general! Nos hablas de virtud, de honor, de fidelidad y, cuando llega el momento de elegir entre tu destino y tu reputación, eliges la fuga. ¿Así piensas gustarme? -le reprochó Hipatia, que se irguió ante ellos, hermosa y terrible.

Con su larga túnica blanca, su abundante melena negra sujeta por una diadema cuajada de perlas, parecía la diosa Atenea. La fulgurante mirada que lanzó a Filopon y a Rhazes les hizo comprender que había llegado el momento de que ellos dos se retiraran. El viejo filósofo y el fogoso médico no podían hacer nada ya para contrarrestar las órdenes del califa. De modo que, encogiéndose por última vez de hombros, ambos salieron lentamente, dignos y rígidos como estatuas.

La segunda mirada que Hipatia dirigió entonces a Amr fue inequívoca.

Las termas de Alejandría

Había transcurrido sólo una semana entre el momento en que Amr ibn al-As recibió la orden de destruir la Biblioteca y la llegada del gobernador, un familiar de Omar. El plazo era demasiado breve para que el general fuese acusado de sedición. El califa, temiendo que un acto de desobediencia del prestigioso jefe del ejército de Egipto provocara una reacción en cadena por parte de las tropas de ocupación acantonadas en Siria y en Palestina, había encontrado otro pretexto para neutralizar por algún tiempo a aquel emir demasiado popular: decretó que, al enviar sus famosas cartas a sus amigos de Medina y La Meca, Amr había cometido una grave indiscreción y revelado secretos de Estado. De este modo, nadie podría objetar nada ante el cese del general, ni siquiera el principal interesado.

De hecho, tal como Omar había previsto, Amr fue puesto en arresto domiciliario en sus aposentos de palacio. Dorada prisión, es cierto, pero en la que lamentó amargamente su imprudencia política. Lo que no lamentó fue haber cedido a las dulces exigencias de Hipatia. Cuando uno de sus soldados fue a anunciarle que el gobernador nombrado por Omar estaba a las puertas de la ciudad seguido por una nutrida tropa, el conquistador de Alejandría les dijo a sus amigos alejandrinos:

– Esta vez todo ha terminado. Podré retener a ese hombre unas pocas horas. Aprovechadlas para avisar a vuestra gente y salvar los libros que deban ser salvados.

– Todos los libros deben serlo -exclamó Hipatia.

– Lamentablemente, sobrina -suspiró Filopon-, no queda ya tiempo. Cuando la casa arde, hay que escoger lo que te llevas.

Filopon y Rhazes se apresuraron a actuar. Pero ¿qué libros salvar? La elección era desgarradora, ya que no podrían llevarse más que una parte de las obras. Amr se había propuesto almacenarlas en sus aposentos, contiguos al museo. Hipatia le había mostrado una puerta secreta que, antaño, permitía a los bibliotecarios deslizarse en sus habitaciones a cualquier hora del día o de la noche. Nadie habría sospechado que el general ocultara allí lo que tenía orden de destruir. Nadie, además, se habría atrevido a registrar su casa, ni siquiera el enviado del califa.