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¿Qué decidir? Ante todo había que abandonar los libros de los que existía por lo menos una copia en otra biblioteca imperial, ya fuera de Oriente o de Occidente. Ahora bien, se sabía el contenido de la de Constantinopla, pero el de las demás bibliotecas era muy aleatorio. Roma había sido saqueada tantas veces por los bárbaros que era imposible determinar qué seguía existiendo allí; desde hacía dos siglos, las bibliotecas de la ciudad estaban cerradas como tumbas. Toledo había caído en manos de un rey visigodo que, según decían, era aficionado a las artes y las letras. Pero ¿sería fiable ese rumor? En cuanto al resto, la Galia estaba ocupada por las hordas francas, a Pérgamo se la disputaban Bizancio y Persia, de modo que esos lugares debían ser un montón de ruinas.

Filopon y Rhazes decidieron entonces salvaguardar únicamente lo esencial de las grandes obras anteriores al cristianismo. En efecto, ¿quién sabía si también el patriarca de Bizancio no decidiría destruir las obras impías o paganas? Filopon se encargó pues de ocultar las obras de Platón, Aristóteles y Calímaco, la Biblia de los Setenta, prohibida ahora por Constantinopla, las de Filón y algunos más. Rhazes, por su parte, se encargó de Euclides, Arquímedes, Eratóstenes, Hiparco, Herón y otros más. Estuvieron dudando unos momentos sobre el destino de los trabajos de Tolomeo el Geógrafo y Galeno el Médico. ¿Acaso esos dos no eran tolerados por el dogma cristiano? Pero los salvaron de todos modos, pues ¡la cristiandad era tan cambiante al albur de sus concilios…!

Hipatia, en su juvenil intransigencia, se negó a participar en sus debates y en ese salvamento.

– El crimen es el mismo -declaró- por un libro quemado que por un millón. Salvando sólo algunos, nos hacemos cómplices de los asesinos. -Luego les abandonó sin permitir que intentaran hacerle cambiar de opinión.

– ¡Señor, señor, ya están aquí!

Un aterrorizado esclavo había aparecido en la galería. De inmediato los dos amigos, con los brazos cargados de rollos, se dirigieron a la puerta oculta que llevaba a los aposentos de Amr.

– ¿Hipatia? ¿Dónde está Hipatia? -se preocupó Rhazes.

– He dejado a la señora en la escalinata del Museo -respondió el esclavo-. Ha debido de refugiarse en su casa.

– ¡Mi bastón! ¿Dónde está mi bastón? -preguntó a su vez Filopon.

– Vuestra sobrina lo llevaba, señor.

La puerta de los aposentos de Amr se cerró tras ellos cuando el paso de los soldados resonaba ya en el primer peristilo.

Hipatia se hallaba en lo alto de las escaleras, ante el porche de la Biblioteca. Blandía el pesado bastón labrado de su tío, como un centinela sujeta su arma. Ante esa visión, la tropa se detuvo al pie de la escalinata. Era como si vieran una estatua de mármol que de pronto hubiese cobrado vida.

– Nadie tiene derecho a entrar armado en el templo de la ciencia y el arte -anunció la joven con voz grave y fuerte.

– ¡La reconozco! -gritó uno-. Es la bruja que ha hechizado a nuestro general. ¡Maldita seas!

Una piedra golpeó a Hipatia en pleno pecho. Ella lanzó un grito de dolor y se tambaleó. Entonces, más y más piedras llovieron sobre ella y acabaron derribándola y cubriéndola. Los soldados saltaron sobre su cuerpo y penetraron en la Biblioteca.

Durante toda la tarde y hasta que cayó la noche, en un incesante ir y venir, los secuaces del gobernador fueron sacando los libros y cargándolos en los carros que los llevaban hacia los cuatro mil baños y termas de la ciudad. Cuando por fin el Museo estuvo desierto, unas sombras que eran Amr y Rhazes fueron a buscar el cuerpo de la muchacha y lo tendieron en un lecho de los aposentos del general. El médico judío lloraba, el antiguo mercader árabe rezaba. Filopon, por su parte, contemplaba su bastón. En cierto momento, accionó un pequeño mecanismo oculto bajo el pomo, que se desprendió. El bastón de Euclides estaba hueco. El viejo gramático sacó de aquel tubo cuatro amarillentos rollos y los desplegó. Pese a su negativa a colaborar en el salvamento, Hipatia había ocultado en aquel escondrijo, cuya existencia le había revelado su tío, unos extractos de las Distancias de la Luna y del Sol, de Aristarco de Samos, y otros muchos de su Hipótesis, aquella obra herética en la que el astrónomo se atrevía a afirmar que la Tierra no era el centro del Universo, sino un pequeño planeta que giraba alrededor del Sol. Juan Filopon, el cristiano, nunca hubiera elegido poner a salvo aquella tesis errónea, y por lo tanto inútil. Pero, puesto que Hipatia lo había querido… Volvió a colocar los rollos en su escondrijo, cerró cuidadosamente la abertura y se fue, abrumado, aferrando el bastón para poder sostenerse en él algún tiempo más.

Los libros de la Biblioteca de Alejandría alimentaron, durante seis meses, las calderas de las termas de la ciudad. Los beduinos se habían aficionado a esos baños tan emolientes como vigorizadores.

Filopon sobrevivió poco tiempo a la muerte de su sobrina y a la destrucción de la Biblioteca. Se dice que falleció el día que cumplió cien años, legando a Rhazes el bastón de Euclides. Este se convirtió en el médico personal del general Amr, en su preceptor y su confidente. Unos meses después de estos acontecimientos, partieron ambos hacia Arabia, pues acababan de saber que el califa Omar había sido asesinado en la mezquita de Medina por un esclavo mesopotámico. Durante su viaje, la flota bizantina atacó Alejandría y la recuperó. El nuevo califa restableció a Amr en sus funciones de general en jefe de Egipto. Las tropas de Bizancio fueron expulsadas de nuevo y el primer acto de paz del glorioso soldado de Alá fue nombrar a su médico bibliotecario del Museo, al menos de lo que quedaba.

Cierto día, Amr, acompañado siempre por su inseparable amigo judío, partió a la cabeza de sus tropas para llevar a cabo nuevas conquistas, en nombre del Misericordioso, en los países de poniente. Recordando la imperecedera luz del Faro, decretó que los arquitectos debían inspirarse en ese extraordinario monumento para construir las torres de las mezquitas. En adelante, el almuédano guiaría desde allí arriba las almas extraviadas hacia la luz de la verdadera fe e invitaría a los fieles a la oración. Pues, según la sura XXIV, «Dios es la luz de los cielos y de la tierra. Esta luz es como una hornacina con su lámpara, una lámpara colocada en un cristal, un cristal parecido a un astro resplandeciente». Así, el islam edificó sus minaretes, que se elevaban como un millar de faros por encima de los edificios. [10]

EPILOGO

El bastón de Nicolás

Seis caballos tirando de un pesado vehículo negro que luce las armas del obispo de Warmie escalan penosamente los montes que llevan a Nuremberg. Los sigue un carro cargado con baúles y fardos. Salieron de Roma hace dos meses, en los primeros días de la primavera del año de gracia de 1504. Pero Nicolás no tiene mucha prisa por reintegrarse al capítulo de la catedral de Frauenburg. De modo que, como los escolares, ha dado un rodeo.

El canónigo polaco, apasionado por las matemáticas y la astronomía, recupera, durante ese lento viaje, la despreocupación y la alegría de un colegial. Cuando se detuvo en Ferrara, encontró a uno de sus compañeros de antaño junto al que había estudiado en la Universidad Jagellon de Cracovia, su amigo el doctor Juan Fausto, y le invitó a viajar con él hasta Polonia. Pero aquel encuentro nada debía al azar. Fausto, que diez años atrás había tomado parte en la navegación de Vasco de Gama, había proseguido solo, desde las Indias, un periplo que le había llevado hasta China. Luego regresó a Venecia, donde tenía que resolver ciertos asuntos sucesorios, y allí se enteró de que su amigo de la juventud estaba también en Italia por otros asuntos que, en su caso, eran de orden estrictamente eclesiástico, al menos en su mayoría. De ese modo, los dos alegres compañeros se habían encontrado en Ferrara.

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[10] El término minarete procede árabe manara, «faro».