– ¿Crees, pues, que el porvenir de los pueblos se construye sobre las adquisiciones del pasado?
– Es cierto, y al respetar la Biblioteca tú también podrías llevar merecidamente ese hermoso sobrenombre: Amr el Salvador.
– El antiguo mercader que soy prefiere construir que destruir. Pero, lo repito, vuestra Biblioteca me hace pensar en la torre de Babel. Reunir todos los escritos del mundo es un crimen tan grande como querer llegar al cielo. ¿No se dice en vuestra Biblia que, para castigar a los hombres por esa pretensión, el Altísimo los dispersó por la superficie de la tierra y embrolló su lengua común para que no se entendieran ya unos a otros?
– El Libro se divierte a veces con las palabras -intervino Rhazes-. En hebreo, el nombre «Babel» y el verbo «embrollar» se dicen del mismo modo.
– ¿Me estás hablando de juegos de palabras? Si el Libro es la palabra de Dios, dice una sola verdad.
– Eso es, precisamente, lo que quería demostrar cuando te he hablado de la traducción de la Torá al griego. Permite que te cuente el milagro de la Biblia de los Setenta.
– Sea, pero mañana. Y tendrás que ser elocuente, pues no estoy seguro de que tu relato sepa convencerme.
Que pueda, sobre todo, convencer a Omar, pensó el emir mientras los tres alejandrinos se retiraban inclinándose ceremoniosamente. ¿Se atrevería entonces Omar a reiterar el crimen que le atribuyen, quemar los últimos escritos del Profeta?
La Biblia de los Setenta
(Primer panfleto de Rhazes)
Cada vez más, los textos afluían a Alejandría, escritos en numerosas lenguas: siriaco, persa, egipcio, sánscrito y muchas más. Sólo el hebreo faltaba. Los encargados de la Biblioteca ignoraban incluso la existencia de tal idioma, convencidos de que la lengua de los judíos era el arameo. En efecto, el hebreo, una lengua escrita, es también una lengua sagrada. Además, inspiraba gran desconfianza ese pueblo que adoraba a un dios único y rechazaba cualquier concesión a las religiones idólatras.
Por aquel entonces, pues, Tolomeo quería extender por su reino el culto greco-egipcio de Serapis, deseando unir en una misma creencia las dos comunidades sobre las que reinaba. Aprecia, Amr, esa lección de civilización, cuyo principal componente era la tolerancia religiosa. Nunca el rey pretendió extirpar por el fuego y la espada la singular idolatría que los egipcios sentían por los animales. Naturalmente, dar pan con miel a un cocodrilo o adorar a una vaca les parecía pasmoso a los griegos. Pero, a fin de cuentas, Zeus, el señor del Olimpo, había tomado una apariencia animal para seducir a Io. Se decidió pues que los dioses griegos y egipcios cohabitaran sin combatirse. En vez de oponerse, estarían yuxtapuestos. Alejandro, por lo demás, había dado el ejemplo: se había proclamado hijo de Zeus y Amón, dios egipcio con cabeza de carnero. Su sucesor, Tolomeo, decretó hábilmente otros matrimonios, como el de Dioniso y Osiris, dioses masculinos refundidos en una sublime diosa: Serapis.
El rey no impuso a nadie este nuevo culto, pero muchos individuos halagadores y ambiciosos lo adoptaron con fervor. Entre ellos, el fundador del Museo, Demetrio. Se convirtió de inmediato y ofició en las ceremonias.
Cierto día, el rey deambulaba por los corredores de la Biblioteca. En ausencia de Demetrio, iba acompañado por Aristeo, un oficial judío encargado de la vigilancia del edificio. Como de costumbre, Tolomeo preguntó el número de libros que se habían adquirido.
– Oh rey, casi cien mil. Pero hay libros sagrados que no poseemos, que hablan de un Dios único y universal, en Jerusalén y en Judea.
Tolomeo ordenó de inmediato que aquella Torá fuese traducida al griego, como todos los demás libros, por los mejores doctores y rabinos.
Ahora bien, Demetrio no lo tuvo en cuenta. Por primera vez, no cumplió la misión que le había confiado el rey: reunir, traducir y analizar todos los libros del mundo, porque temía que la difusión de esta religión monoteísta resquebrajara seriamente el culto oficial de Serapis, en uno de cuyos sumos sacerdotes se había convertido. Sabía también que el populacho egipcio odiaba a los judíos, muy numerosos en Alejandría, con un viejo rencor que databa sin duda del Éxodo. Le parecía pues inútil provocar, por un favor demasiado evidente hecho a la religión judía, uno de esos motines que sacudían periódicamente los arrabales y las campiñas.
Pero, sobre todo, el dueño del Museo no podía confesar la verdadera razón de su desobediencia: a pesar del juramento que había hecho al huir de Grecia, la tentación de la política había vuelto a apoderarse de él. En vez de consagrar toda su vida a su misión, empezó otra vez a intrigar, entrometiéndose especialmente en la sucesión de un Tolomeo que envejecía.
La primera esposa de éste era Eurídice, hija de un general que guerreó a las órdenes de Alejandro y que se había convertido en regente, en Macedonia, de los tarados retoños del Conquistador. Del matrimonio de Eurídice y Tolomeo habían nacido cuatro hijos, pero eso no impidió que yerno y suegro batallaran entre sí hasta la muerte de este último. Cuando Tolomeo conquistó Cirenaica, para sellar la unión de Egipto con esta nación se casó con Berenice, hija de un señor del lugar.
Berenice adquirió muy pronto gran influencia en Alejandría, mientras que Eurídice, mujer apagada, se vio reducida poco a poco a un papel secundario. Tenía, claro está, sus partidarios, y Demetrio era uno de ellos. Sin embargo, Berenice dio a luz a un varón al que el rey llamó Tolomeo, designando así, de un modo evidente, a su sucesor.
Demetrio intentó disuadir de ello al rey y demostró su preferencia por el mayor de los hijos de Eurídice; en su arrogancia de griego, no podía imaginar que algún día reinara en Alejandría un bárbaro, un advenedizo de piel oscura. Tolomeo reaccionó con excesiva sequedad y ordenó a su viejo amigo que se ocupara solamente de sus papiros. Desde entonces, el bibliotecario comenzó a esperar la muerte del rey a fin de convertirse él mismo en regente, eliminar a Berenice y a su hijo, y luego poner en el trono al primogénito de la primera reina, un verdadero griego. Entretanto, rechazó la proposición de Aristeo, creyendo, con razón o sin ella, que Berenice profesaba la religión del Libro.
Aristeo pertenecía al círculo íntimo de la segunda reina. Había llegado con ella de Cirenaica, como el poeta Calímaco, y era uno de esos judíos exiliados, profundamente impregnados de cultura helena, detestados por los doctores fariseos de Jerusalén y a quienes sermonearon a veces, con cierta injusticia, algunos de nuestros profetas. Sin embargo, no renegaba de su religión y no era de aquéllos que se ponían un falso prepucio cuando iban a las termas. Muy al contrario, deseaba con todas sus fuerzas propagar la palabra divina entre los gentiles. En el fondo, era un poco como tú, Amr.
La injusta negativa de Demetrio enfureció a Aristeo. Él, que odiaba las intrigas de palacio, corrió a ver a Berenice y se quejó. Ésta, a su vez, habló de ello al rey, que reprendió largamente a su bibliotecario. Eso señaló el final de la amistad entre los dos camaradas de juventud. El antiguo consejero cayó en desgracia y fue recluido para siempre en la Biblioteca. Se había convertido en prisionero de su obra. Por su lado, el rey, para dejar bien clara su decisión, asoció a su trono al hijo que había tenido con Berenice. En adelante, iba al Museo acompañado del muchacho. Demetrio había perdido.
Aristeo se convirtió en un personaje poderoso en el seno de la Biblioteca. El joven oficial nada tenía de soldado: no había guerreado jamás. Había vivido la mayor parte de su juventud en la corte de Berenice, cuando ella era sólo una princesa de Cirene rodeada de poetas y literatos. Los conocimientos de Aristeo en el campo de la fabricación de papiro y de tinta lo convirtieron, con toda naturalidad, en el maestro de los copistas. Pero esta función, al principio, fue puramente honorífica. Tenía que consagrarse por entero a dar entrada a la Biblia en el Museo y a hacerla traducir.