No era cosa baladí. Ciertamente, no tenía ya oposición por parte de Alejandría. Muy al contrario, el rey le pedía que apresurara las cosas porque deseaba conocer la Ley mosaica antes de morir. De hecho, a Aristeo no le costó mucho encontrar los rollos sagrados: donó los suyos propios al Museo. Ya sólo le quedaba encontrar traductores. Y eso era lo más difícil.
La vieja colonia judía de Egipto había ido a instalarse en Alejandría en cuanto se fundó la ciudad, en un barrio contiguo al de los palacios. Nada o casi nada les distinguía de los griegos. Por consiguiente, no había que buscar allí a los escribas traductores. Tampoco entre aquéllos que habían sido capturados como esclavos durante las guerras libradas por Alejandro y Tolomeo en Palestina, y que eran sobre todo antiguos soldados que con sus familias formaban parte del botín.
Era preciso ir a Jerusalén para encontrar allí escribas y doctores que aceptaran desplazarse hasta Alejandría y poner manos a la obra. Desde hacía casi cuarenta años -los que Palestina llevaba en manos de los griegos-, eran numerosos los judíos que se dejaban tentar por las novedades aportadas por el ocupante. Descubrían a los filósofos y los poetas, iban a las termas y al estadio, viajaban a Atenas y contraían bodas con los invasores. Los sacerdotes y los doctores fariseos lanzaban vituperios al ver cómo sus fieles se apartaban de ellos, atraídos por lo que denunciaban como un segundo becerro de oro. Así ocurre en todas las religiones del mundo. Quienes las dirigen detestan todo lo que viene de fuera, sobre todo si es bueno y hermoso, ya que otra verdad debilita su poder temporal, aunque no contradiga la suya. ¿No es cierto, Amr? Pero perdona mi tendencia a preguntar demasiado y volvamos a Aristeo. Seguro de ser rechazado si se presentaba en Jerusalén con las manos vacías, fue a ver al rey antes de partir y le pidió que prometiera liberar a todos los judíos reducidos a la esclavitud a cambio de que algunos doctores hebreos aceptaran venir a trabajar en el Museo. Tolomeo se lo prometió. Al contrario que su lejano predecesor el faraón, había comprobado que el pueblo de Moisés era mucho más útil para el país estando libre que aherrojado.
Armado de esta promesa, Aristeo zarpó hacia Jerusalén. Sólo había visto la ciudad en los tiempos de su infancia. Como el buen alejandrino en el que se había convertido, le decepcionó un poco que fuese tan pequeña. El Templo y la colina de Sión habrían cabido por entero en la isla de Faros.
Al revés de lo que esperaba, el Sanedrín -el Consejo de sacerdotes judíos- accedió sin dificultad a la petición de Tolomeo. Los setenta y un miembros de este tribunal religioso, al igual que su sumo sacerdote, habrían partido de buena gana, pero la mayoría de ellos no entendía el griego. Designaron, pues, cuidadosamente a quienes iban a enviar: doce grupos de seis ancianos cada uno, para representar a las doce tribus de Israel. La tradición les llamó más tarde «Los Setenta», error de cálculo del que sin duda fue responsable un copista perezoso. No creo, por otra parte, que sea necesario imaginar a esos setenta y dos hombres como una temblequeante pandilla de vejestorios canosos. «Anciano» significa exactamente «jefe de familia» o «jefe de clan». No es una cuestión de edad. Aquellos hombres, que eran muy sabios, conocían perfectamente el griego; debían pues estar abiertos al mundo de los gentiles y tomarse ciertas libertades con la tradición. Y, además, para llevar a cabo tan largo viaje y tan pesada tarea sólo veo a hombres en plena madurez.
La crónica cuenta que, en cuanto llegaron, Tolomeo les recibió en la gran sala de audiencias de su palacio. Cuenta también que, durante los siete días que duró el banquete, el rey les interrogó sobre todas las cosas de la naturaleza, del cielo, del hombre, de la mujer, del buen gobierno, y que los setenta y dos rabinos supieron responderle perfectamente y convencerle de la omnisciencia de la Torá.
Sin duda habrás comprendido que la crónica de la que te hablo fue escrita por un judío. Este tipo de literatura apologética no es propia de mi religión. Puebla los anaqueles, siempre con esa obligada situación del sabio de lengua ágil que conduce al monarca por el camino de la Verdad. Quiero decir: de las innumerables verdades, tan numerosas como los sabios. Y como los monarcas. Si quieres conocer esa crónica, está guardada en un armario que te mostraré. Se titula La carta de Aristeo, pero es muy probable que su autor no fuera nuestro oficial. En ese libro, en todo caso, se dice que nunca alguno de los Setenta intentó mostrar al rey la inanidad de la Biblioteca. Ciertamente afirmaban que todo estaba ya dicho en el Libro – ¿quién no lo habría afirmado?-, pero nunca, Amr, óyelo bien, nunca se habrían permitido decir que en adelante los demás libros serían inútiles. Al final de ese banquete que imitaba el de Platón, los Setenta -y dos, pues yo no soy perezoso- dijeron a Tolomeo que querían poner manos a la obra. Sólo tenían una exigencia: no estar instalados en el Museo, al que consideraban un templo idólatra, sino en setenta y dos celdas aisladas de las que no podrían salir mientras no hubieran acabado su traducción. Durante todo ese tiempo, no se comunicarían entre sí. El rey aceptó de buena gana y le pareció que la isla de Faros, cuya torre no estaba terminada aún, sería el lugar más propicio y más tranquilo, tanto más cuanto que, unida únicamente a la ciudad por un puente, no exigiría demasiados soldados para custodiarla. En aquellos tiempos de guerra, una economía como ésa no era cosa superflua. Ordenó también suspender las obras de la torre hasta que la traducción de la Torá hubiera llegado a su fin. Se construyeron pues en la isla las celdas solicitadas.
Ignoro lo que hicieron nuestros setenta y dos durante esos preparativos. En cualquier caso, Alejandría les ofrecía muchas distracciones, comenzando por aquellos teatros judíos donde se representaba el Pentateuco al modo de Esquilo o de Sófocles. Sin mencionar otras distracciones mucho más terrenales que, sin duda alguna, ellos rechazaron. ¿No eran acaso cabezas de familia?
Llegada la hora, se recluyeron en la isla. Más tarde se les reprochó haber detenido con sus dilaciones los trabajos de la torre y no haber permitido a Tolomeo Soter contemplar su segunda obra, el Faro, la séptima maravilla del mundo, que se terminó después de su fallecimiento. Pero ¿qué no se reprocha a los judíos? Puedo afirmar que esta acusación, entre tantas otras, está hecha con mala fe. Pues los sabios sólo trabajaron dos lunas y media.
En efecto, al cabo de setenta y dos días, los setenta y dos traductores salieron al unísono de sus celdas con el trabajo acabado. Tal vez cada uno de ellos había traducido siete mil doscientos rollos y bebido setecientos frascos de vino de Chipre para lograr sus fines, eso lo ignoro. Hipatia, que conoce las cifras mucho mejor que yo, te lo dirá. Pero la crónica afirma que, cuando se compararon las setenta y dos traducciones, se advirtió con estupor que eran rigurosamente iguales, sin cambiar una coma… ¿No era un milagro?
Donde Amr se reconoce traductor
– Hablas de la Torá en un tono muy desenvuelto -comentó Amr-. Se trata sin embargo de la Ley de los hijos de Israel y de los de Ismael. Es tu ley, Rhazes, y la mía, y también la de los cristianos. Tomarla a broma es un sacrilegio.
– Y tú defiendes este libro con mucho ardor. El mismo ardor, sin duda, con el que lo destruirás.
– Deja de jugar con las palabras. ¿Acaso, para ti, todo es objeto de broma?
– No te fíes de esta máscara de ironía -terció Hipatia-. Una máscara o, más bien, una coraza. El tiempo que Rhazes no consagra a la Biblioteca, lo pasa en los barrios más pobres de la ciudad intentando curar los males de la miseria, sin temor a la epidemia o las agresiones, y ve muchas desgracias: una llaga abierta en el vientre de un niño, cubierta de cientos de moscas, una madre agonizando en el parto, un soldado con el brazo arrancado, acaso por tu sable… ¿Qué valor pueden tener para él nuestros debates ante tantas abominaciones? Su alegría, su aparente ligereza le permiten olvidar, de vez en cuando, la obsesión de tan horrendas imágenes.