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– Échate al suelo -dije.

Me deslicé de lado hasta que mi hombro izquierdo quedó encajado entre el marco de la puerta y el asiento y estiré el brazo derecho hasta que la nueva arma estuvo fuera de la ventanilla apuntando hacia atrás. Abrí fuego. El chico me miró horrorizado y a continuación se acurrucó entre el asiento y el salpicadero, cubriéndose la cabeza con los brazos. Un instante después estallaba la luna trasera, a tres metros de su cabeza.

– Mierda -solté otra vez. Maniobré hacia un lado para disponer de mejor ángulo de tiro. Volvieron a dispararnos.

»Necesito que vigiles -dije.

El muchacho no se movió.

– Levántate con precaución -añadí-. Ahora. Tienes que mirar.

Se incorporó lo imprescindible para mirar hacia atrás. Advertí su cara de sorpresa cuando descubrió que la luna trasera estaba hecha añicos y comprendió que su cabeza había estado en la línea de fuego.

– Voy a reducir un poco la velocidad -señalé-. Para que me adelanten.

– No lo hagas -suplicó-. Aún puedes arreglar esto.

No le hice caso. Aminoré hasta unos ochenta y me eché a la derecha. El coche de la universidad instintivamente se fue a la izquierda y llegó a mi altura. Disparé mis tres últimas balas. Su parabrisas se hizo añicos y el coche salió dando tumbos como si el conductor estuviera herido o un neumático hubiera reventado. Se desvió hacia el arcén contrario, aplastó una hilera de arbustos y desapareció de mi campo visual. Dejé el arma vacía en el asiento contiguo, subí la ventanilla y pisé el acelerador. El chico permanecía callado. Se limitaba a mirar fijamente hacia la parte trasera de la camioneta. El aire que entraba por la luna rota producía un ruido extraño, semejante a un gemido.

– Bien -dije. Estaba sin aliento-. Ahora ya podemos irnos.

El chico se volvió y se encaró conmigo.

– ¿Estás loco? -espetó.

– ¿Sabes qué les ocurre a los que matan polis? -dije.

Él no sabía responder a eso. Guardamos silencio durante medio minuto, casi un kilómetro, parpadeando, resollando y mirando al frente como si estuviéramos hipnotizados. El interior de la camioneta apestaba a pólvora.

– Ha sido un accidente -insistí-. No puedo devolverle la vida. Así que olvidémoslo.

– ¿Quién eres? -preguntó.

– No, ¿quién eres tú? -pregunté a mi vez.

Se quedó callado. Respiraba ruidosamente. Miré por el retrovisor. Detrás, la calzada se veía totalmente vacía. Y también por delante. Ya estábamos en campo raso. Quizás a diez minutos de un cruce en trébol de la autopista.

– Soy un objetivo -respondió-. Para ser abducido.

Era una palabra extraña.

– Intentaban secuestrarme -musitó.

– ¿Tú crees?

Asintió.

– Ya ha pasado otras veces -dijo.

– ¿Por qué?

– Dinero -contestó-. ¿Por qué iba a ser?

– ¿Eres rico?

– Mi padre lo es.

– ¿Quién es tu padre?

– Sólo alguien.

– Pero alguien con mucha pasta -solté.

– Se dedica a importar alfombras.

– ¿Alfombras? -repetí-. ¿Felpudos y eso?

– Alfombras orientales.

– ¿Puedes hacerte rico importando alfombras orientales?

– Mucho.

– ¿Tienes nombre?

– Richard -respondió-. Richard Beck.

Volví a mirar por el retrovisor. La carretera seguía vacía. Reduje un poco la velocidad, estabilicé la camioneta en el centro de mi carril y traté de conducir como una persona normal.

– Así pues, ¿quiénes eran esos tipos? -inquirí.

Richard Beck meneó la cabeza.

– Ni idea.

– Sabían adónde ibas. Y cuándo.

– Iba a casa para el cumpleaños de mi madre. Es mañana.

– ¿Quién podía saberlo?

– No estoy seguro. Cualquiera que conozca a mi familia. Cualquiera que forme parte de la colectividad de las alfombras, supongo. Somos muy conocidos.

– ¿La colectividad de las alfombras?

– Todos competimos -explicó-. Las mismas fuentes, el mismo mercado. Nos conocemos.

Me limité a seguir conduciendo, a casi cien por hora.

– ¿Y tú, tienes nombre? -preguntó.

– No.

Asintió como si entendiera. Chico listo.

– ¿Qué vas a hacer? -dijo.

– Voy a dejarte cerca de la autopista. Puedes hacer autoestop o llamar un taxi, y luego te olvidas de mí.

Se quedó callado.

– No puedo llevarte a la policía -expliqué-. No puede ser y ya está. Lo entiendes, ¿verdad? He matado a uno de ellos. Tal vez a tres. Tú has visto cómo lo hacía.

Se hizo el silencio. Había llegado el momento de decidir. La autopista estaba a seis minutos.

– No atenderán a explicaciones -añadí-. Metí la pata, fue un accidente, pero no me escucharán. Nunca lo hacen. Así que no me pidas que vaya a ninguna parte a hablar con nadie. Ni como testigo ni como nada. No estoy aquí, es como si no existiera. ¿Ha quedado claro?

No respondió.

– Y no les des ninguna descripción -añadí-. Diles que no te acuerdas. Que estabas conmocionado. Si no, te buscaré y te mataré.

Silencio.

– Te dejaré en algún sitio. Y tú, como si nunca me hubieras visto.

Se volvió y me miró fijamente.

– Llévame a casa -dijo-. Sin detenerte. Te pagaremos. Te ayudaremos. Si quieres, te ocultaremos. Mi familia te estará agradecida. Quiero decir que yo te estoy agradecido. Créeme. Me has salvado. Lo del poli ha sido un accidente, ¿vale? Sólo un accidente. Has tenido mala suerte. Era una situación muy tensa. Lo entiendo. Lo mantendremos en secreto.

– No necesito tu ayuda. Sólo necesito librarme de ti.

– Pero yo he de ir a casa -insistió-. Nos ayudaríamos mutuamente.

Faltaban cuatro minutos para la autopista.

– ¿Dónde está tu casa? -pregunté.

– En Abbot.

– ¿Abbot qué?

– Abbot, Maine -precisó-. En la costa. Entre el puerto de Kennebunk y Portland.

– Vamos en la dirección equivocada.

– En la autopista puedes girar hacia el norte.

– Habrá trescientos y pico de kilómetros, como mínimo.

– Te pagaremos bien. Haremos que te salga a cuenta.

– Podría dejarte cerca de Boston -sugerí-. Habrá algún autobús que vaya a Portland.

Meneó violentamente la cabeza como si fuese presa de un ataque.

– Ni hablar. No puedo coger el autobús. No puedo quedarme solo. Ahora no. Necesito protección. Esos tipos tal vez aún anden por ahí.

– Esos tipos están muertos -puntualicé-. Igual que el maldito poli.

– Quizá tengan socios.

Otra palabra extraña. El chico parecía pequeño, delgado y asustado. Se le notaba el pulso en el cuello. Se apartó el pelo con ambas manos y se volvió hacia el parabrisas para que yo pudiera ver su oreja izquierda. No era más que un bulto duro de tejido cicatrizal. Parecía un trozo de pasta sin cocer. Un tortellini.

– Me la cortaron y la mandaron por correo -explicó-. Eso ocurrió la primera vez.

– ¿Cuándo?

– Tenía quince años.

– ¿Tu padre no pagó?

– Tardó demasiado.

Guardé silencio. Con Richard Beck allí sentado, enseñándome su cicatriz, conmocionado, asustado y respirando como una máquina.

– ¿Te encuentras bien? -pregunté.

– Llévame a casa -suplicó-. Ahora no puedo quedarme solo.

Faltaban dos minutos para la autopista.

– Por favor -insistió-. Ayúdame.

– Mierda -solté por tercera vez.

– Por favor. Podemos ayudarnos mutuamente. Has de esconderte.

– No podemos ir en esta camioneta. Supongo que ya tienen su descripción en todo el estado.

Me miró fijamente, recobrada la esperanza. En un minuto llegaríamos a la autopista.

– Tenemos que conseguir otro coche -dije.

– ¿Dónde?

– En cualquier parte. Hay coches por todos lados.

Había un gran centro comercial en las afueras, al suroeste de los pasos elevados. Lo vi a lo lejos. Enormes edificios de color marrón sin ventanas y luminosos anuncios de neón. Extensos aparcamientos más o menos llenos de coches. Entré y di una vuelta entera al lugar. Era grande como una ciudad. Había gente por todas partes. Eso me puso nervioso. Recuperé la compostura y pasé frente a una hilera de contenedores de basura hasta llegar a la parte trasera de unos grandes almacenes.