– ¿Adónde vamos? -inquirió Richard.
– Al aparcamiento de los empleados. Los clientes entran y salen durante todo el día. Son imprevisibles. Pero los que trabajan pasan mucho más tiempo dentro. Es más seguro.
Me miró como si no comprendiera. Me dirigí a una fila de coches aparcados de frente junto a una pared negra. Había un espacio vacío al lado de un Nissan Maxima de un tono apagado y de unos tres años de antigüedad… Serviría. Era un vehículo bastante discreto. Estábamos en un sitio apartado, tranquilo y aislado. Paré más allá y reculé, dejando la trasera de la camioneta bien pegada a la pared.
– Para que no se vea la luna rota -aclaré.
El muchacho no dijo nada. Me metí los Colt en los bolsillos del abrigo y me apeé. Probé las puertas del Maxima.
– Busca un trozo de alambre -dije-. Cable eléctrico grueso o alguna percha.
– ¿Vas a robar este coche?
Asentí.
– ¿Está en buen estado?
– Si hubieras matado accidentalmente a un poli, pensarías que sí.
Al chaval le quedó por un instante una expresión vacía, pero enseguida volvió en sí y empezó a buscar. Yo vacié las Anaconda y arrojé los doce casquillos usados en un contenedor de basura. El muchacho volvió con un metro de cable eléctrico que había cogido de un montón de desperdicios. Quité el material aislante con los dientes, hice un pequeño gancho con un extremo y lo introduje entre la ventanilla del Maxima y la tira de goma que permitía su cierre hermético.
– Vigila -le dije.
Se alejó y echó un vistazo al aparcamiento mientras yo metía el alambre dentro del coche y lo iba moviendo enganchado al tirador de la puerta hasta que ésta se abrió. Me metí bajo la dirección y arranqué la protección de plástico. Revolví entre los cables hasta encontrar los dos que necesitaba y los puse en contacto. El arranque zumbó y el motor empezó a funcionar sin más. El muchacho miraba convenientemente impresionado.
– Juventud desperdiciada -dije.
– ¿Está en buen estado? -preguntó.
Asentí.
– En mejor estado no puede estar. No lo echarán de menos hasta las seis, quizá las ocho, cuando cierren. Estarás en casa mucho antes.
Se detuvo con la mano apoyada en la puerta del acompañante y pareció sufrir una especie de estremecimiento. Luego agachó la cabeza y entró. Tiré el asiento del conductor hacia atrás, ajusté el retrovisor y salí marcha atrás. Por el aparcamiento me lo tomé con calma. A unos cien metros había un coche patrulla moviéndose despacio. Volví a estacionar en el primer sitio que encontré y allí me quedé con el motor encendido hasta que los polis se alejaron. Acto seguido me apresuré hacia la salida y el cruce en trébol y dos minutos más tarde nos dirigíamos al norte por una ancha y lisa autopista a unos respetables noventa por hora. El coche olía a perfume fuerte y había dos cajitas de kleenex. En la ventana de atrás había pegado una especie de oso peludo con ventosas de plástico por patas. En el asiento trasero reposaba un guante de la Little League, y alcancé a oír un bate de aluminio golpeteando en el maletero.
– El taxi de mamá -dije.
El chico no contestó.
– No te apures -añadí-. Seguro que lo tiene asegurado. Probablemente es una ciudadana seria.
– ¿No te sientes mal? -preguntó-. Por el poli.
Le eché una mirada. Estaba pálido, otra vez desolado y lo más lejos posible de mí. Apoyaba la mano derecha en la puerta. Los largos dedos le daban aspecto de pianista. Creo que quería tenerme simpatía, pero yo no necesitaba eso.
– A veces uno la caga -dije-. No hace falta darle más vueltas.
– ¿Qué mierda de respuesta es ésa?
– La única que hay. Fue un daño colateral secundario. No significa nada a menos que vuelva y nos muerda. No podemos cambiar las cosas, así que sigamos adelante.
No dijo nada.
– En todo caso, es culpa de tu padre -agregué.
– ¿Por ser rico y tener un hijo?
– Por contratar guardaespaldas ineptos.
Apartó la vista, con la boca cerrada.
– Porque eran guardaespaldas, ¿no?
Asintió en silencio.
– ¿Te sientes mal por ellos? -pregunté.
– Un poco -contestó-. Supongo. No los conocía bien.
– Eran unos inútiles.
– Todo ha pasado muy deprisa.
– Los malos estaban esperando allí mismo -señalé-. Una furgoneta de reparto vieja y destartalada como ésa dando vueltas por una pequeña y remilgada ciudad universitaria. ¿Qué clase de guardaespaldas no reparan en algo así? ¿Nunca habían oído hablar del cálculo de amenazas?
– ¿Me estás diciendo que te diste cuenta?
Asentí.
– Sí, me di cuenta.
– No está mal para ser conductor de camionetas.
– Estuve en el ejército. Era policía militar. Entiendo de guardaespaldas. Y de daños colaterales.
El chaval cabeceó indeciso.
– ¿Aún no tienes nombre? -preguntó.
– Depende. He de conocer tu opinión. Podría meterme en muchos líos. Hay al menos un poli muerto y acabo de robar un coche.
Se quedó callado. Yo hice lo propio, durante kilómetros y kilómetros. Le di tiempo para pensar. Casi ya habíamos salido de Massachusetts.
– Mi familia valora la lealtad -dijo-. Has prestado un servicio a su hijo. Y también a ellos. Al menos se han ahorrado un dinero. Te demostrarán su gratitud. Estoy convencido de que jamás te denunciarían.
– ¿Tienes que llamarlos?
Negó con la cabeza.
– Me están esperando. Si voy a aparecer, no hace falta que llame.
– Los llamarán los polis. Pensarán que estás en un apuro.
– No tienen el número. Nadie lo tiene.
– La universidad tendrá tu dirección. Averiguarán el número.
Volvió a menear la cabeza.
– La universidad no tiene la dirección. Nadie la tiene. Somos muy cuidadosos con esas cosas.
Me encogí de hombros y conduje en silencio otro par de kilómetros.
– ¿Y tú, qué? -dije-. ¿Te vas a chivar?
Vi que se tocaba la oreja derecha. Lo que le quedaba de ella. Sin duda era un gesto inconsciente.
– Me has salvado el pellejo -respondió-. No voy a denunciarte.
– De acuerdo. Me llamo Reacher.
Tardamos unos minutos en atajar por una esquina de Vermont, luego de lo cual nos dirigimos al norte y al este a través de New Hampshire. Bien instalados para el largo paseo. El nivel de adrenalina fue bajando, el muchacho superó su conmoción y los dos acabamos un poco desinflados y soñolientos. Bajé la ventanilla para que entrara algo de aire. El ruido del motor me mantenía despierto. Hablamos un poco. Me contó que tenía veinte años. Cursaba su penúltimo año de carrera. Se estaba especializando en algo de expresión artística contemporánea que a mí me sonó a pintar con los dedos. No se relacionaba muy bien con los demás. Era hijo único. En su familia había mucha ambivalencia. Desde luego formaban una suerte de clan muy unido, y una parte del chico quería salir del mismo y otra necesitaba permanecer dentro. Naturalmente, estaba traumatizado por el anterior secuestro. Por eso me pregunté si le habían hecho algo más aparte de cortarle la oreja. Acaso algo mucho peor.
Le hablé del ejército. Exageré bastante mis aptitudes como guardaespaldas. Quería que se sintiera en buenas manos, al menos de momento. Conducía rápido y tranquilo. Hacía poco que habían llenado el depósito del Maxima. No necesitábamos pararnos a repostar. Él no quiso comer. Me detuve una vez para ir al servicio. Dejé el motor en marcha para no tener que perder el tiempo con los cables del encendido. Volví al coche y vi al chaval inmóvil en el interior. Regresamos a la carretera, dejamos atrás Concord, New Hampshire, y pusimos rumbo a Portland, Maine. Iba pasando el tiempo. El chico se mostraba más relajado a medida que nos acercábamos a su casa. Pero también más silencioso. La ambivalencia.