Cruzamos la frontera del estado y a unos treinta kilómetros de Portland el chico miró atentamente y me indicó que tomara la primera salida. Nos metimos por una carretera estrecha que iba recta hacia el este, al Atlántico. Pasaba por debajo de la I-95 y después recorría más de veinte kilómetros de promontorios graníticos hasta llegar al mar. En verano debía de ser un paisaje espléndido. Pero el tiempo aún era frío y húmedo. Se apreciaban árboles atrofiados por vientos salitrosos y afloramientos de roca desnuda donde los vendavales y las fuertes mareas se habían llevado toda la tierra. La carretera torcía y giraba como si tratara de abrirse paso hacia el este para llegar lo más lejos posible. Eché un vistazo al mar que había delante, gris como el hierro. Pasé frente a ensenadas a derecha e izquierda. Vi pequeñas playas de arena gruesa. De pronto el camino doblaba a la izquierda e inmediatamente a la derecha y ascendía hasta un montículo que tenía la forma de la palma de una mano. Esta se estrechaba de golpe hasta convertirse en un dedo que se metía directamente en el agua. Era una península rocosa de unos cien metros de ancho y ochocientos de largo. Noté que el viento zarandeaba el vehículo. Seguí hacia la península y observé una hilera de canijos árboles de hoja perenne que intentaban ocultar un alto muro de granito, aunque sin éxito, porque no eran lo bastante anchos ni altos. El muro debía de tener unos dos metros y medio de altura. Estaba coronado con rollos de alambre de espino. De trecho en trecho había luces de seguridad. Se extendía lateralmente a lo largo de los cien metros de anchura del dedo. En el extremo se inclinaba súbitamente y se hundía en el mar, donde sus grandes cimientos se levantaban sobre enormes bloques de piedra. Éstos estaban musgosos por las algas. El muro tenía una verja de hierro, en el mismo centro. Cerrada.
– Ya estamos -dijo Richard Beck-. Aquí es donde vivo.
El camino llegaba hasta la verja y, detrás de ésta, se convertía en un largo y recto sendero de entrada que conducía hasta una casa de piedra gris, ya casi dentro del mar. Al otro lado de la verja había una caseta. Del mismo diseño y la misma clase de piedra que la casa, pero mucho más pequeña. Compartía los cimientos con el muro. Fui aminorando hasta detenerme frente a la verja.
– Haz sonar el claxon -indicó Richard Beck.
En la tapa del airbag del Maxima había la silueta de una pequeña corneta. La apreté con un dedo y el claxon dio un cortés pitido. Advertí que una cámara de vigilancia en el poste se inclinaba para tener una vista panorámica. Era como un pequeño ojo de vidrio mirándome. Tras una larga pausa se abrió la puerta de la caseta y salió un tipo vestido con un traje oscuro. Sin duda el traje procedía de una tienda de tallas grandes, y aquél seguramente era el más grande que había a la venta, pero aun así le quedaba ceñido en los hombros y le venía corto de brazos. El hombre era bastante más voluminoso que yo, por lo que se encuadraba inequívocamente en la categoría de los ejemplares anormales. Un gigante. Se acercó a la verja y nos miró. Me observó largo rato; con el chico acabó bastante antes. A continuación desbloqueó la verja, tiró de ella y la abrió.
– Conduce hasta la casa -dijo Richard-. No te detengas aquí. Este tío no me gusta mucho.
Crucé la verja. No me detuve. Pero fui despacio, mirando alrededor. Lo primero que hago cuando entro en un sitio es averiguar dónde está la salida. El muro se extendía a uno y otro lado hasta el encrespado mar. Era demasiado alto para saltarlo y, debido al alambre de espino, imposible trepar. Tras él había una zona despejada de unos treinta metros de ancho. Como una tierra de nadie. O un campo minado. Las luces de seguridad estaban instaladas de manera que la abarcaban toda. No había otra salida que a través de la verja. El gigante la estaba cerrando. Lo vi por el retrovisor.
Había un buen trecho hasta la casa. Mar gris al frente y los lados. La casa era una mole grande y vieja. Tal vez el hogar de algún capitán de barco de otra época, cuando la caza de ballenas permitió a muchos hacerse ricos. Era toda de piedra, con complicados astrágalos, cornisas y pliegues. Todas las superficies orientadas al norte estaban cubiertas de líquenes grises. Lo demás, salpicado de verde. Tenía tres plantas y una docena de chimeneas. El perfil del tejado resultaba algo confuso. Estaba lleno de aguilones con canalones cortos y gruesas cañerías de hierro para recoger el agua de lluvia. La puerta de entrada era de roble, adornada con tiras y tachones de hierro. El camino rodeaba una pequeña rotonda para dar la vuelta. Lo seguí según el movimiento contrario de las agujas del reloj y me detuve delante de la puerta. Ésta se abrió y salió otro tipo de traje oscuro. Era más o menos de mi talla, es decir, más pequeño que el de la caseta del guarda. Pero no por eso me cayó mejor que el otro. Tenía rostro pétreo y ojos inexpresivos. Abrió la puerta del acompañante del Maxima como si no le sorprendiera, puesto que, por lo que imaginé, su colega de la verja lo habría puesto sobre aviso.
– Espérame aquí -dijo Richard.
Bajó del coche y se alejó hasta desaparecer en el interior de la casa; el tío del traje cerró por fuera la puerta de roble y se plantó delante. No me miraba, pero yo sabía que me hallaba en algún punto de su campo visual. Desconecté los cables bajo la dirección y el motor se apagó. Esperé.
Fue una espera bastante larga, de unos cuarenta minutos. Con el motor parado, en el coche hacía frío. Se balanceaba suavemente en la brisa marina que se arremolinaba en torno a la casa. Miré al frente. Estaba en carado al noreste, y el aire era racheado y claro. A la izquierda veía el litoral doblarse hacia dentro. A unos treinta kilómetros alcanzaba a ver en el cielo una tenue mancha marrón. Seguramente contaminación procedente de Portland. La ciudad estaba oculta detrás de un promontorio.
De repente volvió a abrirse la puerta de roble, el centinela se hizo a un lado y salió una mujer. La madre de Richard Beck. No había duda. Ninguna. La misma figura menuda y la misma palidez. Idénticos dedos largos. Llevaba tejanos y un grueso jersey de pescador. El viento le revolvía el cabello. Debía de tener unos cincuenta años. Parecía cansada y tensa. Se detuvo a unos dos metros del coche, como ofreciéndome la oportunidad de reparar en que sería más correcto bajar y que nos encontráramos a mitad de camino. Así que me apeé. Me notaba rígido y acalambrado. Me acerqué y ella me tendió la mano. Se la estreché. Estaba fría como el hielo y era toda huesos y tendones.
– Mi hijo me ha contado lo sucedido -dijo en voz baja y algo ronca debido, quizás, a que fumaba mucho o a que había estado llorando-. No encuentro palabras para agradecerle su ayuda.
– ¿El chico se encuentra bien? -pregunté.
Torció el gesto, como si no estuviera segura.
– Se ha ido a echar un rato.
Asentí. Le solté la mano, que retiró al costado. Se produjo un silencio breve y embarazoso.
– Me llamo Elizabeth Beck -dijo al cabo.
– Jack Reacher.
– Mi hijo me ha explicado que se halla usted en un apuro.
Era una palabra agradablemente neutra. No respondí.
– Mi esposo estará en casa esta noche -señaló-. Él sabrá qué hacer.
Asentí. Otra pausa incómoda. Aguardé.
– ¿Quiere pasar? -sugirió.
Se volvió y entró en el vestíbulo. La seguí. Crucé la puerta y sonó un pitido. Miré y vi que había un detector de metales pegado al interior de la jamba.
– ¿Tiene inconveniente? -Elizabeth Beck me dirigió un tímido gesto de disculpa y luego se volvió hacia el inquietante tipo del traje, que se acercó y se dispuso a cachearme.