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– Dos revólveres -expliqué-. Descargados. En los bolsillos del abrigo.

Los sacó con los movimientos rápidos y expertos de quien ya ha registrado a mucha gente. Los dejó sobre una mesita pegada a la pared, se agachó, me palpó las piernas y acto seguido se levantó y se ocupó de los brazos, la cintura, el pecho, la espalda. Fue muy concienzudo y no tuvo demasiados miramientos.

– Lo siento -dijo Elizabeth Beck.

El tipo del traje retrocedió y otra vez se produjo un silencio molesto.

– ¿Necesita algo? -me preguntó ella.

Se me ocurrían un montón de cosas, pero sólo meneé la cabeza.

– Estoy un poco cansado -dije-. Ha sido un día muy largo. Me iría bien una siesta.

Esbozó una sonrisa, como si tener a su asesino de polis durmiendo en alguna habitación la librara de alguna presión social.

– Por supuesto -dijo-. Duke le acompañará a una habitación.

Me miró unos instantes más. Bajo la tensión y la palidez había una mujer guapa. Tenía huesos delicados y piel tersa. Seguro que treinta años atrás debía de quitarse los tíos a palos. Dio media vuelta y desapareció en las honduras de la casa. Me volví hacia el tipo del traje. Supuse que era Duke.

– ¿Cuándo recuperaré las armas? -pregunté.

Se limitó a señalar la escalera. Eché a andar y me siguió. Después señaló la escalera siguiente y llegamos a la segunda planta. Me condujo hasta una puerta, que empujó y abrió. Entré en una sencilla habitación cuadrada revestida con paneles de roble. Había muebles viejos y macizos. Una cama, un armario, una mesa, una silla. En el suelo, una alfombra oriental. Parecía raída. Tal vez se tratara de un objeto de valor incalculable. Duke me apartó para pasar y enseñarme el cuarto de baño. Se comportaba como un botones de hotel. Volvió a apartarme y se dirigió a la puerta.

– La cena es a las ocho -dijo. Nada más.

Salió y cerró la puerta. No oí nada, pero luego comprobé que había echado la llave por fuera. Dentro no había ojo de cerradura. Me acerqué a la ventana y contemplé la vista. Me hallaba en la parte trasera de la casa y sólo veía el mar. Estaba orientado exactamente al este, y entre Europa y yo no había nada. Quince metros más abajo había rocas y olas que rompían en una explosión de espuma. Al parecer empezaba a subir la marea.

Fui hasta la puerta y pegué la oreja para intentar oír algo. Nada. Escruté minuciosamente el techo, las cornisas y los muebles, centímetro a centímetro. No se apreciaba nada. Ninguna cámara. Los micrófonos me daban igual. No iba a hacer ningún ruido. Me senté en la cama y me quité el zapato derecho. Le di la vuelta y con las uñas saqué un imperdible del tacón. Hice girar la suela como si de una portezuela se tratara, puse el zapato sobre la cama y lo agité. Un pequeño rectángulo de plástico negro cayó y rebotó en el colchón. Era un dispositivo de correo electrónico. Nada del otro mundo. Un simple producto comercial, aunque programado para enviar mensajes a una sola dirección. Tenía aproximadamente el tamaño de un buscapersonas grande y disponía de un estrecho teclado con teclas minúsculas. Lo encendí y escribí un breve mensaje. Luego pulsé «enviar».

El mensaje decía: «Estoy dentro.»

2

En realidad, en ese momento ya llevaba dentro once días, desde una húmeda y brillante noche de sábado en Boston, donde vi a un hombre muerto cruzar la acera y meterse en un coche. No era una ilusión óptica. Ni un extraordinario parecido. No era un doble o un gemelo, un hermano ni un primo, sino un hombre que había muerto hacía diez años. No cabía ninguna duda. No había sido ningún efecto luminoso. Parecía mayor debido al paso de los años y exhibía las cicatrices de las heridas que lo habían matado.

Yo iba andando por Huntington Avenue, aún a un kilómetro y medio de un bar del que me habían hablado. Era tarde. Empezaba a verse el Symphony Hall. Yo era demasiado testarudo para cruzar la calle y evitar la multitud. Seguí abriéndome paso. Había muchas personas perfumadas y bien vestidas, la mayoría de edad avanzada. Coches aparcados en doble fila y taxis junto al bordillo, con los motores encendidos y los limpiaparabrisas funcionando a intervalos regulares. Un tipo salía por las puertas del vestíbulo, a mi izquierda. Vestía un grueso abrigo de cachemir y lucía guantes y bufanda. Llevaba la cabeza descubierta. Debía de rondar la cincuentena. Casi chocamos. Me detuve. Se detuvo. Me miró fijamente. Estábamos en un atasco de la acera y ambos vacilamos. A continuación seguimos andando y volvimos a detenernos. Al principio pensé que no me reconocía. De pronto su rostro se ensombreció. Nada concreto. Me contuve, y él pasó frente a mí y se subió al asiento trasero de un Cadillac DeVille negro que lo esperaba junto al bordillo. Me quedé allí y vi que el conductor se iba metiendo con cuidado en el tráfico hasta que consiguió acelerar. Oí el chirrido de los neumáticos en la calzada.

Anoté la matrícula. No estaba alarmado. No estaba poniendo nada en entredicho. Pero estaba dispuesto a creer lo que habían visto mis ojos. En un segundo zozobraron diez años de historia. El tío estaba vivo. Lo que me creaba un gran problema.

Eso fue el primer día. Me olvidé del bar por completo. Regresé a mi hotel y empecé a llamar a números medio olvidados de la época en que estuve en la policía militar. Debía encontrar a algún conocido en quien confiara, pero habían pasado seis años y era sábado por la noche, tarde, así que no tenía muchas posibilidades de éxito. Al final di con alguien que me recordaba vagamente, lo cual no tenía por qué afectar al resultado final. Era un suboficial llamado Powell.

– Necesito que localice una matrícula civil -le dije-. Es un simple favor.

Él sabía quién era yo, por lo que no me soltó la consabida historia de que eso no se podía hacer. Le di los datos. Le dije que estaba bastante seguro de que se trataba de una matrícula privada, no un vehículo de alquiler. Apuntó mi número y prometió llamarme por la mañana; lo que nos lleva al segundo día.

No me llamó por teléfono. En lugar de ello, me traicionó. Supongo que dadas las circunstancias cualquiera habría hecho lo mismo. El segundo día era domingo y me levanté temprano. Pedí que me sirvieran el desayuno en la habitación y aguardé. Llamaron a la puerta. Justo después de las diez. Por la mirilla vi a dos personas tan juntas que cabían perfectamente en el campo visual. Un hombre y una mujer. Chaqueta oscura. Sin abrigo. Él llevaba un maletín. Cada uno sostenía en alto una especie de credencial oficial que ladearon para que captara la luz del pasillo.

– Agentes federales -dijo el hombre, con voz lo bastante fuerte para hacerse oír a través de la puerta.

En una situación así no sirve de nada fingir que no estás. Yo había hecho como ellos muchas veces. Uno se queda frente a la puerta y el otro va a buscar al director para conseguir una llave maestra. Así que abrí y me hice a un lado para dejarles entrar.

Por un instante recelaron. Pero se tranquilizaron cuando comprobaron que no iba armado ni tenía pinta de maníaco. Me entregaron sus credenciales, que descifré mientras ellos se movían educadamente de un lado a otro. En la parte superior rezaba: Departamento de Justicia de Estados Unidos. En la inferior: DEA, el departamento de lucha contra la droga. En el centro había toda clase de sellos, firmas y filigranas. Había fotos y nombres escritos a máquina. El hombre figuraba como Steven Eliot, con una ele, como el poeta. Abril es el mes más cruel. A no dudarlo, maldita sea. La foto guardaba un gran parecido. Steven Eliot tenía entre treinta y cuarenta años, era grueso, moreno y un poco calvo, y su sonrisa le hacía parecer simpático en la imagen y mejor aún en persona. La mujer constaba como Susan Duffy; era algo más joven que Steven Eliot y también un poco más alta. Delgada, de piel clara y muy atractiva, y desde que le habían tomado la fotografía había cambiado de peinado.