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Doblé un recodo poco pronunciado y vi que las luces del muro estaban encendidas. El blanco azulado resplandecía en el cielo oscuro. El contraste que se producía más allá entre la luz eléctrica y las sombras de última hora de la tarde significaba que ellos me verían cada vez peor a medida que me fuera acercando. Así que subí a la calzada y empecé a andar a trote corto. Me aproximé hasta donde tuve valor y a continuación me deslicé rocas abajo y avancé pegado a la orilla. El mar estaba ahí mismo, a mis pies. Me llegaba el olor a sal y algas. Las rocas estaban resbaladizas. Batían las olas y el agua estallaba hacia arriba formando furiosos remolinos.

Me detuve. Tomé aire. Me di cuenta de que no podía rodear el muro nadando. Esta vez no. Sería una locura. El mar estaba demasiado encrespado. No tenía ninguna posibilidad. Ninguna en absoluto. Me vería zarandeado de un lado a otro como un corcho y arrojado contra las rocas, y quedaría demasiado maltrecho para contarlo. Eso si la resaca no me arrastraba hacia dentro y me hundía en las profundidades. «No puedo rodearlo -pensé-, no puedo saltarlo. Tengo que atravesarlo.» Volví a subir por las rocas y me acerqué al muro lo más lejos que pude de la verja. Recorrí todo el tramo en que los cimientos bajaban hasta el agua, manteniéndome pegado a la pared. Estaba bañado en luz. Pero al este nadie podía verme porque el muro estaba entre yo y la casa y porque era más alto que yo. Sólo tenía que preocuparme de no tropezar con los sensores enterrados en el suelo. Andaba con todo el cuidado posible y rezaba por que no hubieran colocado ninguno tan cerca.

Y así debía de ser, pues llegué a la caseta de la verja sin novedad. Me arriesgué a echar un vistazo dentro a través de un resquicio en las cortinas de la ventana y vi la salita brillantemente iluminada y al sustituto de Paulie absolutamente relajado en el pandeado sofá. Era un tío que no conocía. Sería de la edad y el tamaño de Duke. Cerca de los cuarenta, quizás algo más delgado que yo. Estuve unos instantes calculando su peso. Eso iba a ser importante. Mediría unos cinco centímetros menos que yo. Llevaba tejanos, una camiseta blanca y una cazadora de tela vaquera. Estaba claro que no iba a la fiesta. Era Cenicienta, encargada de vigilar la verja mientras los demás se divertían. Rogué que fuera el único. Rogué que estuvieran trabajando con los servicios mínimos. Pero no iba a apostar el cuello. Por poca precaución que hubieran tenido, habrían colocado a un segundo tío en la puerta principal y tal vez a un tercero en la ventana de Duke. Porque sabían que Paulie no había hecho su trabajo. Sabían que yo aún andaba suelto por ahí.

No podía dispararle al tío. Las olas batían con estrépito y el viento bramaba, pero ningún sonido amortiguaría el de la Beretta. Y no había nada en el mundo que pudiera amortiguar una Persuader que disparara una Magnum Brenneke. Así que retrocedí un par de metros, dejé las Persuader en el suelo y me quité el abrigo y la chaqueta. Luego me quité la camisa y la enrollé en el puño izquierdo. Apoyé la espalda desnuda contra el muro y me desplacé de lado hasta el borde de la ventana. Con las uñas di unos ligeros golpecitos en la esquina inferior del cristal, donde estaba la cortina, con pequeñas pausas, como redobles, como lo que hace un ratón que corretea por encima de un falso techo. Lo hice cuatro veces, y ya estaba a punto de intentarlo por quinta vez cuando, con el rabillo del ojo, vi que la luz se atenuaba de pronto. Eso significaba que el tipo se había levantado del sofá y había pegado la cara al cristal para ver qué clase de animalito había ido a molestarle. Así que me concentré en calibrar la altura exacta, efectué un giro de ciento ochenta grados y primero rompí la ventana y un milisegundo después la nariz del tío. Se desplomó como un saco y yo alargué la mano a través del agujero, descorrí el pestillo, abrí la ventana y salté dentro. El hombre estaba sentado en el suelo. Sangraba por la nariz y debido a los cortes de los vidrios en la cara. Grogui. En el sofá había una pistola. Él se hallaba a dos o tres metros y medio del arma y a tres o cuatro del teléfono. Meneó la cabeza para despejarse y alzó la vista hacia mí.

– Tú eres Reacher -dijo. Tenía sangre en la boca.

– Exacto -contesté.

– No tienes ninguna posibilidad.

– ¿Ah, no?

Asintió.

– Hemos recibido órdenes de disparar a matar.

– ¿Sobre mí?

Volvió a asentir.

– ¿Quiénes?

– Todos.

– ¿Órdenes de Xavier?

Asintió con la cabeza. Se llevó el dorso de la mano a la herida.

– ¿Y la gente va a obedecer esas órdenes?

– Naturalmente. -¿Y tú?

– Por supuesto que no.

– ¿Lo prometes?

– Sí, claro.

– Muy bien -dije.

Hice una pausa y pensé en hacerle algunas preguntas más. Quizá se mostrara reticente. De todos modos, podía pegarle hasta conseguir todas las respuestas que tuviera que darme. Pero al final presumí que, en todo caso, esas respuestas no importaban demasiado. Me daba prácticamente lo mismo que dentro de la casa hubiera diez individuos hostiles o doce, o saber el tipo de armas que tenían. Había que disparar a matar. Eran ellos o yo. Así que di un paso atrás y mientras trataba de decidir qué hacer con el tío, él decidió por mí al incumplir su promesa. Se puso en pie y se lanzó por la pistola del sofá. Lo intercepté con un furioso golpe de izquierda. Fue un puñetazo duro, y afortunado. Aunque no para él. Le machaqué la laringe. Cayó nuevamente al suelo, asfixiándose. Todo fue bastante rápido. Duró aproximadamente un minuto y medio. No pude hacer nada por él. No soy médico.

Durante un minuto me quedé inmóvil. Después volví a ponerme la camisa, salté por la ventana, recogí las armas, la chaqueta y el abrigo y entré otra vez, crucé la habitación y miré hacia la casa por la ventana de atrás.

– Mierda -mascullé, y aparté la mirada.

El Cadillac seguía aparcado en la rotonda. Eliot no se había ido. Ni Elizabeth, ni Richard, ni la cocinera. O sea que había tres no combatientes en medio. Y si hay no combatientes, cualquier asalto es cien veces más difícil. Y ése ya era bastante difícil antes de empezar.

Miré de nuevo. Junto al Cadillac había un Lincoln Town Car negro. Y a su lado dos Suburban azul oscuro. Ninguna furgoneta de catering. Quizás había doblado la esquina y estaba frente a la puerta de la cocina. Acaso llegaría más tarde. O no llegaría siquiera. Tal vez no habría banquete. Quizá metí la pata y lo malinterpreté todo.

Observé la oscuridad que rodeaba la casa. En la puerta principal no distinguí a ningún vigilante. Pero claro, con aquel tiempo frío y húmedo cualquiera con sentido común estaría dentro, en el vestíbulo, mirando por el cristal. Tampoco veía a nadie en la ventana de Duke. Sin embargo, permanecía abierta, exactamente como yo la había dejado. Seguramente la NSV seguiría allí, colgando de la cadena.

Volví a fijarme en los vehículos. En el Town Car podían haber llegado cuatro personas. En los Suburban, siete en cada uno. Como máximo, dieciocho. A lo mejor quince o dieciséis jefes y dos o tres guardaespaldas. También podía ser que sólo hubiese dos o tres chóferes. Quizá me había equivocado de medio a medio.

Sólo había un modo de averiguarlo.

Y ésa era la parte más difícil. Tenía que cruzar la parte iluminada por las luces del muro. Pensé en buscar el interruptor y apagarlas. Pero eso sería un aviso inmediato para la gente de la casa. Cinco segundos después de que se apagaran estarían al teléfono preguntándole al guardia qué había sucedido. Y el guardia no respondería porque estaba muerto. Después de lo cual por lo menos quince personas se precipitarían hacia mí. Sería fácil evitar a la mayoría. Pero el truco estaba en cómo saber a quién evitar y a quién echar mano. Porque no me cabía duda de que si esa noche Quinn se me escapaba, no volvería a verlo nunca más.