Recogí los casquillos vacíos y regresé al coche.
Diez años después estaba oscureciendo muy deprisa y yo me abría camino por detrás del edificio de los garajes. A mi derecha, el mar resollaba agitado. El viento me daba en la cara. No esperaba ver a nadie por allí. Sobre todo en los lados o en la parte trasera de la casa. Así que iba rápido, la cabeza erguida, atento, una Persuader en cada mano. «Voy a por ti, Quinn.»
Cuando hube superado los garajes alcancé a ver la furgoneta del catering aparcada en la esquina trasera de la casa. Era el mismo lugar donde Harley había dejado el Lincoln para sacar del maletero el cadáver de la criada. Las puertas traseras del vehículo estaban abiertas y los dos hombres iban y venían descargando cosas. El detector de metales de la puerta de la cocina pitaba cada vez que pasaban con una bandeja envuelta en papel de aluminio. Tenía hambre. Podía oler la comida caliente en el aire. Los dos tíos llevaban esmoquin. Agachaban la cabeza contra el viento y no prestaban atención a nada salvo a su cometido. En cualquier caso, los evité dando un rodeo. Salvé la hendidura de Harley y seguí adelante.
Cuando me hube alejado todo lo posible de los del catering, me dirigí a la esquina trasera opuesta. Me sentía bien de veras. Me notaba silencioso e invisible. Como una suerte de fuerza primigenia surgiendo desde el mar. Me detuve y traté de calcular cuáles serían las ventanas del comedor. Las encontré. Las luces estaban encendidas. Me acerqué más, arriesgándome a que descubrieran mi presencia.
La primera persona que vi fue Quinn. Estaba de pie, impecable en su traje oscuro. Tenía una copa en la mano. Su cabello era todo gris. Las cicatrices de la frente, pequeñas, rosas y brillantes. Iba algo encorvado. Algo más grueso que antes. Era diez años mayor.
A su lado estaba Beck. También llevaba traje oscuro. Sostenía una bebida en la mano. Hombro con hombro con su jefe. Estaban frente a tres árabes. Estos eran bajitos y tenían el cabello negro y lustroso. Llevaban ropa americana. Trajes de piel de zapa, en grises y azules claros. También bebían.
Detrás de ellos, Richard y Elizabeth estaban muy juntos, hablando. El conjunto parecía un cóctel de estructura irregular con la gente amontonada en el borde de la larga mesa. Había puestos dieciocho cubiertos. Todo muy ceremonioso. En cada sitio había tres vasos y suficientes platos y cubiertos para una semana. La cocinera iba y venía por la estancia con una bandeja de copas de champán y vasos de whisky. Llevaba falda oscura y blusa blanca. Había sido relegada a camarera. Tal vez su experiencia en los fogones no incluía la cocina de Oriente Medio.
No vi a Teresa Daniel. Quizá tenían pensado hacerla salir más tarde de dentro de un pastel. También había tres hombres. Seguramente los ayudantes de Quinn. Constituían un trío escogido al azar. Una mezcla. Tenían semblante duro, aunque probablemente no serían más peligrosos que Angel Doll o Harley.
Así que dieciocho cubiertos pero sólo diez comensales. Ocho ausencias. Duke, Angel Doll, Harley y Emily Smith sumaban cuatro. El quinto sería el tío que habían enviado a la caseta a sustituir a Paulie. Faltaban tres. Cabía suponer que uno estaría en la puerta principal, otro en la ventana de Duke y otro con Teresa Daniel.
Seguí espiando. Yo había asistido a muchos cócteles y cenas protocolarias. Según dónde estuviera uno destinado, desempeñaban una función importante en la vida de la base. Supuse que esa gente estaría allí al menos cuatro horas. No saldrían salvo para ir al lavabo. Quinn hablaba afablemente con los tres árabes. Les soltaba una perorata. Sonriendo, gesticulando, riendo. Parecía el típico tío que está jugando y ganando. Pero no era así. Sus planes se habían visto alterados. Un banquete para dieciocho se había convertido en uno para diez porque yo aún andaba por ahí.
Me agaché bajo la ventana y me deslicé hacia la cocina. Me arrodillé, me quité el abrigo y envolví con él las Persuader, que dejé donde luego pudiera encontrarlas. Acto seguido me puse en pie y entré en la cocina. El detector de metales pitó debido a la Beretta del bolsillo. Allí estaban los del catering, haciendo algo con papel de aluminio. Los saludé con la cabeza como si yo viviera allí y salí al vestíbulo. En las gruesas alfombras mis pasos eran silenciosos. Llegaba a mis oídos el murmullo de la conversación del comedor. Vi al tío de la puerta principal. Estaba mirando por la ventana. Tenía el hombro apoyado en el marco. Su cabello exhibía una aureola azul debida a las lejanas luces del muro. Me acerqué y me coloqué detrás de él. Había que disparar a matar. Eran ellos o yo. Me paré un instante. Alargué la mano derecha y la ahuequé bajo su mentón. Apliqué los nudillos de la izquierda en la base de su cuello. Le torcí bruscamente la cabeza hacia arriba con la derecha y apreté hacia delante con la izquierda y le partí el cuello por la cuarta vértebra. Se desplomó sobre mí y yo lo arrastré hasta el gabinete de Elizabeth Beck y lo dejé caer en el sofá. Doctor Zhivago seguía sobre la mesita auxiliar.
Uno menos.
Cerré la puerta del gabinete y me encaminé hacia las escaleras. Las subí deprisa y en silencio. Me detuve junto a la puerta de la habitación de Duke. Eliot estaba despatarrado al otro lado del umbral. Muerto. Tendido de espaldas en el suelo. La chaqueta desabrochada y la camisa acartonada por la sangre y cosida a balazos. Debajo, la alfombra estaba encostrada. Me escondí detrás de la puerta y eché un vistazo a la habitación. Comprendí por qué había muerto. La NSV se había atascado. Seguramente recibió la llamada de Duffy y se disponía a marcharse cuando vio una caravana de coches acercándose por la carretera. Probablemente se precipitó hacia la ametralladora. Apretó el gatillo y notó que estaba bloqueado. Pura chatarra. El mecánico la tenía desmontada en el suelo y estaba intentando arreglar el mecanismo de alimentación de la cartuchera. Parecía concentrado en su tarea. No vio que me aproximaba. No me oyó.
Había que disparar a matar. Eran ellos o yo.
Dos menos.
Lo dejé tendido sobre la ametralladora. El cañón sobresalía por debajo como si fuera un tercer brazo. Atisbé por la ventana. Las luces del muro seguían brillando. Miré el reloj. Había consumido exactamente treinta minutos de mi hora.
Bajé las escaleras. Crucé el vestíbulo como un fantasma. Llegué a la puerta del sótano. Allá abajo las luces estaban encendidas. Bajé. Atravesé el gimnasio. Dejé atrás la lavadora. Empuñé la Beretta y le quité el seguro. La sostuve con ambas manos y me dirigí hacia las dos habitaciones cerradas. Una estaba vacía y tenía la puerta abierta. La otra estaba cerrada y delante había un tipo joven y delgado sentado en una silla inclinada hacia atrás, con el respaldo apoyado contra la puerta. Me miró al punto. Los ojos como platos. La boca entreabierta. De ella no brotó ningún sonido. El tío no parecía una amenaza seria. Llevaba una camiseta en la que ponía «Castigar». Quizá fuera Troya, el obseso de los ordenadores.
– Si quieres seguir vivo, no te muevas -dije.
No se movió.
– ¿Tú eres Troya?
Asintió con la cabeza.
– Muy bien, Troya -dije.
Supuse que nos hallábamos justo debajo del comedor. No podía arriesgarme a disparar un arma en un sótano de piedra bajo los pies de todo el mundo. De modo que me guardé la Beretta en el bolsillo, lo cogí por el cuello y estrellé su cabeza contra la pared, dos veces. Quizá le partí el cráneo. La verdad es que me daba igual. Su teclado había matado a la criada.
Tres menos.
Encontré la llave en su bolsillo. La introduje en la cerradura, abrí de golpe y vi a Teresa Daniel sentada en el colchón. Se volvió y me miró a los ojos. Era exactamente como en las fotos que me había enseñado Duffy en mi habitación de hotel la mañana del undécimo día. Daba la impresión de estar bien de salud. Tenía el pelo lavado y peinado. Lucía un vestido blanco inmaculado. Su piel era pálida, y los ojos azules. Parecía una doncella esperando que la llevaran al sacrificio.