– Dejad la comida durante cinco minutos, ¿vale?
Keast y Maden clavaron la mirada en las armas.
– Tus llaves -dije.
Las dejé al lado de las hojas de parra. Ya no las necesitaría más. Tenía las llaves que Beck me había dado. Supuse que saldría por la puerta principal y cogería el Cadillac. Más rápido. Más cómodo. Cogí un cuchillo del bloque de madera. Con él hice una pequeña raja en el interior del bolsillo derecho del abrigo, lo bastante ancho para dejar pasar el cañón de la Persuader por el forro. Tomé el arma con la que había matado a Harley y la encajé ahí. Sostuve la otra con las dos manos. Inspiré hondo. Salí al vestíbulo. Keast y Maden me observaron mientras me iba. Lo primero que hice fue inspeccionar el lavabo. No tenía sentido montar el número si Quinn ni siquiera estaba en el comedor. Pero estaba vacío. Nadie hacía una pausa para ir a mear.
La puerta del comedor estaba cerrada. Inspiré hondo otra vez. Y otra. Acto seguido la abrí de un puntapié, entré y disparé dos Brenneke al techo. Eran como granadas aturdidoras. Las detonaciones fueron descomunales. Llovió yeso y madera. El aire se saturó de polvo y humo. Todos se quedaron rígidos como estatuas. Apunté al pecho de Quinn. Las reverberaciones se fueron desvaneciendo.
– ¿No te acuerdas de mí? -dije.
Elizabeth Beck rompió el súbito silencio con un grito.
Di otro paso al frente sin dejar de apuntar a Quinn.
– ¿Me recuerdas? -repetí.
Pasó un segundo. Dos. Empezó a abrir la boca.
– Te vi en Boston -contestó-. En la calle. Un sábado por la noche. Hará unas dos semanas.
– Vuelve a intentarlo -dije.
Su rostro estaba totalmente inexpresivo. No se acordaba de mí. «Diagnosticaron amnesia -había dicho Duffy-. Lógicamente, debido al trauma, pues es prácticamente inevitable. Supusieron que se había quedado de veras en blanco con respecto al percance sufrido y a uno o dos días previos.»
– Soy Reacher -dije-. Tienes que acordarte de mí.
Miró a Beck con expresión de impotencia.
– Se llamaba Dominique -añadí.
Me miró fijamente, con los ojos como platos. Ahora ya sabía quién era yo. Se le demudó el semblante. Estaba lívido y hervía de furia. Y de miedo. Las cicatrices del calibre 22 eran níveas. Pensé en apuntar justo en medio. Sería un blanco difícil.
– ¿De veras creías que no te encontraría? -dije.
– ¿Podemos hablar? -pidió con nerviosismo.
– No. Ya has tenido diez años de más para hablar.
– Aquí todos vamos armados -señaló Beck. Parecía asustado. Los tres árabes me miraban fijamente. Tenían polvo de yeso pegado a su grasiento pelo.
– Pues dígales a todos que tengan las armas quietas -advertí-. No tiene por qué haber más víctimas de la cuenta.
Todos fueron apartándose de mí. La mesa estaba llena de polvo. Un trozo de yeso había aplastado un vaso. Con gestos de la pistola hice que los chicos malos se agruparan en un extremo de la habitación. Al mismo tiempo indiqué a Elizabeth, Richard y la cocinera que fueran hacia el otro. Donde estuvieran seguros, junto a la ventana. Puro lenguaje corporal. La pequeña concurrencia se dividió obediente en dos grupos, ocho y tres.
– Ahora que todos se aparten del señor Xavier -ordené.
Así lo hicieron, a excepción de Beck, que permaneció pegado al hombro de Quinn. Lo miré fijamente. De pronto reparé en que Quinn lo tenía agarrado del brazo. Lo asía justo por encima del codo. Tiraba de él. Con fuerza. Buscaba un escudo humano.
– Estas balas tienen una pulgada de espesor -le dije-. Mientras pueda ver una pulgada de ti, surtirán efecto.
No replicó. Se limitó a seguir tirando de Beck, que se resistía. También advertí miedo en los ojos de éste. Era como una contienda a cámara lenta. Pero me pareció que Quinn iba ganando. En diez segundos logró que Beck estuviera casi delante de él. El hombro izquierdo de Beck tapaba el lado derecho de Quinn. Los dos temblaban. Aunque la Persuader tenía un mango de pistola en vez de una culata, la levanté y apunté detenidamente.
– Aún puedo verte -dije.
– ¡No dispares! -gritó Richard Beck a mi espalda.
Había algo raro en su voz.
Eché un vistazo hacia atrás. Tan sólo un breve giro de la cabeza. Un instante fugaz. Y de nuevo al frente. Richard empuñaba una Beretta, idéntica a la que yo guardaba en el bolsillo. Me apuntaba a la cabeza. La luz eléctrica le daba un brillo chillón. Aunque la había visto sólo una fracción de segundo distinguí el fino grabado en la corredera. Pietro Beretta. Alcancé a ver las gotitas de lubricante. Y el puntito rojo que queda al descubierto cuando se quita el seguro.
– Baja el arma, Richard -dije.
– No mientras mi padre esté aquí.
– Suéltalo, Quinn -dije.
– No dispares, Reacher -me advirtió Richard-. O te pego un tiro.
Quinn ya había conseguido colocar a Beck totalmente delante de él.
– No dispares -repitió Richard.
– Deja eso, Richard -dije.
– No.
– Déjalo.
– No.
Escuché su voz con atención. El chico estaba quieto. Yo sabía dónde se hallaba exactamente. Sabía cuántos grados debería girarme. Lo ensayé en la cabeza. Giro. Fuego. Corazón. Giro. Fuego. Podía darles a los dos en menos de un segundo y cuarto. Demasiado rápido para que Quinn pudiera reaccionar. Tomé aire.
Después me representé mentalmente a Richard. El pelo ridículo, la oreja que le faltaba. Los largos dedos. Me imaginé la enorme bala Brenneke perforándolo, machacándolo, destrozándolo, la inmensa energía cinética rompiéndolo en pedazos. No me sentí capaz de hacerlo.
– Baja el arma -repetí.
– No.
– Por favor.
– No.
– Estás ayudándolos.
– Estoy ayudando a mi padre.
– No haré daño a tu padre.
– No puedo correr el riesgo. Es mi padre.
– Elizabeth, dígaselo.
– No -repuso ella-. Es mi esposo.
Punto muerto. No podía hacer absolutamente nada. No podía dispararle a Richard. No quería hacerlo. Por tanto, tampoco podía disparar a Quinn. Y no podía decir que no iba a dispararle a Quinn porque entonces ocho tíos me apuntarían con sus armas. Quizá podría cargarme a algunos, pero tarde o temprano uno me daría a mí. Y no podía separar a Quinn de Beck. Era imposible lograr que Quinn soltara a Beck y saliera de la estancia sólo conmigo. Punto muerto.
Había que recurrir al plan C.
– Guárdala, Richard -dije.
Agucé el oído.
– No.
No se había movido. Volví a probar. Giro. Fuego. Respiré hondo. Di media vuelta y disparé. Treinta centímetros a la derecha de Richard, a la ventana. La bala perforó las cortinas, deshizo el cristal y arrancó un trozo de marco. Di tres zancadas y salté de cabeza por el agujero. Rodé dos veces envuelto en un trozo de cortina de terciopelo, me levanté a duras penas y corrí hacia las rocas.
Al cabo de veinte metros me detuve y me volví. Los restos de la cortina ondeaban al viento, entrando y saliendo del agujero. Alcancé a oír la tela chasqueando y golpeando. Tras ella brillaba una luz. Pude ver siluetas a contraluz agrupándose detrás. Se movía todo. La cortina, la gente. La luz se desvanecía o brillaba al compás de la cortina agitándose dentro o fuera. De pronto empezaron a lloverme balas. Disparaban con pistolas. Primero dos, luego cuatro, cinco. Después más. Los tiros zumbaban a mi alrededor. Daban en las rocas, producían chispas y rebotaban. Volaban esquirlas por todas partes. Los disparos no eran estrepitosos, sino detonaciones sordas e insignificantes. Su sonido se perdía en el bramido del viento y el batir de las olas. Me puse de rodillas. Alcé la Persuader. Entonces cesaron los tiros. Sostuve el arma en alto. La cortina desapareció. Alguien la había arrancado. Quedé iluminado. Vi a Richard y Elizabeth siendo empujados hacia la ventana. Los brazos retorcidos a la espalda. Distinguí el rostro de Quinn tras el hombro de Richard. Me apuntaba directamente con su arma.