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– ¡Dispárame ahora si te atreves! -gritó.

La voz casi se desvaneció en el viento. Oí la séptima ola romper a mi espalda. El agua estalló hacia arriba y el viento la diseminó mojándome la parte posterior de la cabeza. Vi a uno de los hombres de Quinn detrás de Elizabeth. El hombre la sujetaba por un hombro. Su cabeza detrás. Sostenía un arma en la mano. Una culata avanzó e hizo saltar fragmentos de vidrio del marco. Lo dejó limpio. A continuación Richard fue empujado hacia delante. Subió la rodilla al alféizar. Quinn lo hizo saltar fuera y él le siguió sin dejar de sujetarlo.

– ¡Dispárame ahora! -chilló de nuevo.

Tras él, sacaron a Elizabeth por la ventana. Un grueso brazo le rodeaba la cintura. Ella pataleaba desesperada. El hombre que la sujetaba la plantó en el suelo y tiró de ella hacia atrás para que lo cubriese. Podía verle la cara, pálida, retorcida de dolor. Retrocedí arrastrando los pies. Saltó fuera más gente. Todos se apiñaron. Formaron en cuña. Colocaron al frente a Richard y Elizabeth, hombro con hombro. La cuña empezó a avanzar hacia mí dando bandazos. Iban descoordinados. Distinguía cinco armas. Retrocedí más. La cuña seguía aproximándose. Las armas volvieron a disparar.

Apuntaban a fallar, buscando acorralarme. Fui hacia atrás. Conté los tiros. Cinco armas, cargadores llenos, entre todos tenían al menos setenta y cinco. Tal vez más. Ya habrían disparado unos veinte. Faltaba mucho para que se vaciaran. Y su fuego era controlado. No se limitaban a disparar sin más. Tiraban a derecha e izquierda, a las rocas, a intervalos de dos segundos. Disparos que llegaban como procedentes de una máquina. Como si fuera un tanque cuyo blindaje eran seres humanos. Yo resistía. Retrocediendo. La cuña proseguía su avance.

Richard estaba a la derecha y Elizabeth a la izquierda. Seleccioné un tío detrás de Richard y apunté. El tipo me vio y se arrimó más al grupo. La cuña se comprimió. Ahora era una columna estrecha. Seguía avanzando. Yo no podía disparar. Caminé hacia atrás, paso a paso.

Con el tacón izquierdo noté que había llegado a la hendidura de Harley. El agua entraba embravecida y me cubría el zapato. Oía las olas. La grava repiqueteaba y sorbía. Coloqué el pie derecho a la altura del izquierdo. Mantuve el equilibrio en el borde. Observé que Quinn me sonreía. Tan sólo el brillo de sus dientes en las sombras.

– ¡Ahora da las buenas noches! -chilló.

«Conserva la vida. Y a ver qué te depara el próximo minuto.»

A la columna le crecieron brazos. Seis o siete, extendiéndose, adelantándose con las armas. Apuntando. Esperaban una orden. Oí a mis pies la séptima ola. Me cubrió los tobillos y anegó el terreno tres metros por delante. Se detuvo un segundo y acto seguido se retiró, indiferente, como un metrónomo. Miré a Elizabeth y Richard. Miré sus caras. Respiré hondo. Pensé: «Ellos o yo.» Dejé caer la Persuader y me lancé de espaldas al agua.

Primero fue la conmoción del frío, y luego como caer desde lo alto de un edificio. Salvo que no era una caída libre, sino como aterrizar en un tubo glacial y ser absorbido en una abrupta y controlada pendiente. Acelerando. Estaba bajando de cabeza. Había caído sobre mi espalda y durante una décima de segundo no había notado nada. Sólo el agua helada en los ojos, los oídos y la nariz. Los labios me escocían. Me hallaba a menos de medio metro de la superficie. No iba a ninguna parte. No quería emerger. Saldría a la superficie justo delante de ellos. Estarían todos amontonados en el borde de la grieta, apuntando al agua con sus armas.

Noté que se me levantaba el pelo. Era una sensación agradable, como si alguien lo estuviera peinando hacia arriba y tirara de él. Entonces sentí que me agarraban la cabeza. Como si un hombre muy fuerte con manos grandes me asiera con sus palmas a modo de abrazadera y estirara, suavemente al principio y luego con más fuerza. Y más fuerza. Lo notaba en el cuello. Era como si estuviera creciendo. Después tuve esa misma sensación en el pecho y los hombros. Mis brazos flotaban sueltos y de súbito los sentí retorcidos por encima de la cabeza. Entonces fue como un salto del ángel perfecto, de espaldas. Simplemente me arqueé hacia abajo. Pero aceleré. Mucho más deprisa que en una caída libre. Parecía un pez arrastrado por un sedal gigantesco.

No veía nada. No sabía si tenía los ojos abiertos o cerrados. El frío aturdía tanto y la presión en mi cuerpo era tan uniforme que en realidad tampoco sentía nada. Ninguna presión física. Todo era completamente fluido, como una especie de transporte de ciencia ficción. Como si fuera teletransportado. Como si yo mismo fuera líquido. Como si me hubieran alargado. Como si de pronto midiera diez metros de largo y tres centímetros de ancho. Todo era frío y negro. Aguanté la respiración. Me abandonó toda tensión y eché la cabeza hacia atrás para notar el agua en el cuero cabelludo. Arqueé la columna. Alargué los brazos al frente. Estiré los dedos para percibir el agua entre ellos. Me sentía muy tranquilo. Era una bala. Me gustaba.

Noté una convulsión en todo el pecho y supe que me estaba ahogando. Así que empecé a luchar. Di una voltereta y el abrigo acabó envolviéndome la cabeza. Me lo quité de un tirón, girando y dando vueltas en la gélida agua. El abrigo me azotó la cara y se alejó como un rayo. Me deshice de la chaqueta, que desapareció. De pronto sentí un frío cortante. Aún estaba deslizándome deprisa. Notaba una gran presión en los oídos. Me silbaban. Daba volteretas a cámara lenta. Iba cada vez más rápido, como nunca antes en mi vida, rodando y dando tumbos como si estuviera envuelto en melaza.

Pataleaba desesperadamente y manoteaba el agua. Me sentía como en arenas movedizas. «No nades hacia abajo.» Pataleé y forcejeé y traté de encontrar la orilla. Negocié conmigo mismo. «Concéntrate. Encuentra la orilla. Estate tranquilo. Déjate arrastrar quince metros por cada treinta centímetros que te desplaces de lado.» Me detuve un instante, puse mis ideas en orden y comencé a nadar como es debido. Con todo mi empeño. Como si aquello fuera la superficie plana de una piscina y yo estuviera disputando una carrera. Como si para el vencedor hubiera una chica, una copa y una tumbona en el jardín.

¿Cuánto tiempo había estado sumergido? No lo sabía. Tal vez quince segundos. Podía aguantar la respiración más o menos durante un minuto. «Así que tranquilo. Nada con fuerza. Encuentra la orilla.» Ha de haber una orilla. No se movería así todo el mar. Sería imposible, de lo contrario Portugal estaría bajo el agua. Y la mitad de España. Me zumbaban los oídos por la presión.

¿Hacia dónde estaba orientado? Daba igual. Sólo tenía que salirme de la corriente. Nadé hacia delante. Noté que la corriente me lo impedía. Era tremendamente fuerte. Antes había sido moderada. Ahora tiraba de mí. Como si le molestara mi decisión de resistir. Apreté los dientes y moví las piernas. Era como arrastrarse por el suelo con mil toneladas de ladrillos en la espalda. Los pulmones se me hinchaban y me ardían. Solté un poco de aire entre los labios. Seguí moviendo los pies y manoteando el agua.

Treinta segundos. Me estaba ahogando. Lo sabía. Me estaba debilitando. Tenía los pulmones vacíos. Y el pecho destrozado. Y mil millones de toneladas de agua encima. El rostro se me crispaba por el dolor. Me zumbaban los oídos. Tenía un nudo en el estómago. Me ardía el hombro izquierdo, donde Paulie me había golpeado. Oí en mi cabeza la voz de Harley: «Nunca ha regresado ninguno.» Seguí moviendo los pies.

Cuarenta segundos. No avanzaba. Me veía impulsado hacia las profundidades. Iba a estrellarme contra el fondo del mar. Seguí impulsándome con las piernas y los brazos.

Cincuenta segundos. Mi cabeza iba a reventar. Tenía los labios pegados a los dientes. Estaba enfadado. Quinn había logrado salir del mar. «¿Por qué yo no?», me pregunté.