Beck y Quinn estaban en el despacho de Beck. Quinn sentado en el sillón rojo y Beck de pie, frente a la vitrina con la colección de armas. Beck tenía el semblante pálido, sombrío y ceñudo. Quinn sostenía un enorme puro sin encender. Estaba haciéndolo girar entre los dedos y disponiendo el filo de un cortador de plata.
Tras dar la vuelta completa, regresé a la cocina. Entré. No hice ningún ruido. El detector de metales no pitó. La cocinera no me oyó acercarme. La agarré por detrás. Le tapé la boca con la mano y la arrastré a la encimera. Después de la actitud de Richard, no iba a correr ningún riesgo. En un cajón encontré un trapo de hilo y lo usé como mordaza. Con otro le até las muñecas. Y aún con otro los tobillos. La dejé incómodamente sentada en el suelo, junto al fregadero. Encontré un cuarto trapo que me guardé en el bolsillo. Luego salí al vestíbulo.
No se oía nada. Percibía vagamente la voz de Elizabeth. La puerta de su gabinete estaba abierta. Ningún otro sonido. Fui a la puerta del estudio de Beck. La abrí. Entré. La cerré a mi espalda.
Me recibió una neblina de humo de cigarro. Quinn lo había encendido. Tuve la sensación de que acababa de reírse de algo. Ahora estaba paralizado por la sorpresa. Igual que Beck. Pálidos y paralizados. Se quedaron mirándome fijamente.
– Aquí estoy otra vez -dije.
Beck tenía la boca abierta. Le solté un puñetazo-cigarrillo para cerrársela. La cabeza sufrió una sacudida hacia atrás y los ojos le quedaron vueltos hacia arriba, y él se desplomó en las tres alfombras superpuestas del suelo. Fue un buen golpe, pero podía haber sido mejor. Bueno, después de todo, su hijo le había salvado la vida. Pero si yo no hubiera estado tan exhausto, un puñetazo más fuerte lo habría matado.
Quinn se abalanzó sobre mí. Dejó caer el puro y buscó en un bolsillo. Lo golpeé en el estómago. Soltó aire, se dobló hacia delante y cayó de rodillas. Le di en la cabeza y lo hice caer de bruces. Me puse a horcajadas en su espalda, hincando las rodillas entre los omóplatos.
– No… -jadeó-. Por favor.
Apoyé una mano en su cabeza. Saqué el escoplo y lo deslicé por detrás de su oreja hasta el interior del cerebro, despacio, centímetro a centímetro. Ya estaba muerto antes de llegar a la mitad, pero seguí clavándolo hasta que estuvo hundido del todo. Lo dejé allí. Limpié el mango con el trapo que llevaba en el bolsillo y luego lo extendí sobre su cabeza y me levanté pesadamente.
«Diez birdies, dieciocho hoyos, Dom», dije para mis adentros.
Apagué el puro de Quinn con el pie. Cogí las llaves del coche de Beck de su mismo bolsillo y salí al vestíbulo. Crucé la cocina. La cocinera me siguió con los ojos. Rodeé la casa dando traspiés hasta llegar a la parte delantera. Me subí al Cadillac. Encendí el motor y pisé el acelerador.
Tardé treinta minutos en llegar al motel de Duffy. Ella y Villanueva estaban en la habitación de éste con Teresa Justice. Ya no sería nunca más Teresa Daniel. Ya no iba vestida como una muñeca. Llevaba puesto un albornoz del motel. Se había duchado. Se estaba recuperando deprisa. Tenía un aspecto débil y macilento, pero parecía una persona. Una agente federal. Me miró horrorizada. Al principio creí que me había confundido. Me había visto en el sótano. Quizá pensaba que yo era uno de los malos.
Pero en ese momento me miré en el espejo de la puerta del armario y comprendí. Estaba empapado de pies a cabeza. No paraba de temblar y sentir escalofríos. Tenía la piel completamente blanca. El corte del labio se había abierto y había pintado los bordes de azul. Exhibía cardenales de cuando las olas me habían golpeado contra la roca. Llevaba algas en el pelo y limo en la camisa.
– Me he caído al agua -expliqué.
Me miraron boquiabiertos.
– Tomaré una ducha -dije-. Será sólo un minuto. ¿Habéis llamado a la ATF?
Duffy asintió.
– Están de camino. La policía de Portland ya ha precintado el almacén. También van a cerrar la carretera de la costa. Has salido justo a tiempo.
– ¿Es que he estado alguna vez allí?
Villanueva meneó la cabeza.
– No existes. La verdad es que no te conocemos de nada.
– Gracias -dije.
– De la vieja escuela -dijo él.
Después de la ducha me sentí mejor. También ofrecía mejor aspecto. Pero no tenía ropa. Villanueva me prestó prendas suyas. Me venían un poco cortas y anchas. Para ocultarlas me eché encima su viejo impermeable. Me lo ceñí bien porque aún tenía frío. Encargamos unas pizzas. Todos estábamos hambrientos. Yo además tenía mucha sed debido al agua salada. Comimos y bebimos. No podía masticar la corteza de la pizza. Sólo sorbí los ingredientes de encima. Al cabo de una hora, Teresa Justice fue a acostarse. Me estrechó la mano y me dio las buenas noches muy educadamente. No tenía ni idea de quién era yo.
– Los roofies borran la memoria a corto plazo -me explicó Villanueva.
Después fuimos al grano. Duffy se sentía muy abatida. Estaba viviendo una pesadilla. Había perdido a tres agentes en una misión ilegal. Y haber salvado a Teresa no constituía ningún hecho positivo. Porque para empezar Teresa no debía haber estado allí.
– Pues abandona -sugerí-. Incorpórate a la ATF. Acabas de ofrecerles un gran éxito en bandeja. Serás reina por un día.
– Yo voy a jubilarme -dijo Villanueva-. Ya soy demasiado viejo y ya he visto demasiado.
– Yo no puedo jubilarme -soltó Duffy.
En el restaurante, la noche anterior a la detención. Dominique Kohl me había preguntado:
– ¿Por qué está haciendo esto?
No estaba seguro de qué quería decir.
– ¿Cenar con usted?
– No, trabajando como PM. Podría estar en cualquier otro lado. Fuerzas Especiales, Contraespionaje, Caballería Aerotransportada, Blindados, lo que quisiera.
– Usted también.
– Lo sé. Y también sé por qué estoy haciendo esto. Quiero saber por qué lo hace usted.
Era la primera vez que alguien me lo preguntaba.
– Porque siempre he querido ser policía -respondí-. Pero estaba predestinado a ser militar. Antecedentes familiares, ninguna opción. Así que me hice policía militar.
– Eso no es exactamente una respuesta. ¿Por qué quería ser policía?
Me encogí de hombros.
– Porque soy así. Porque los polis ponen las cosas en su sitio.
– ¿Qué cosas?
– Cuidan de la gente. Se aseguran de que la gente sencilla esté bien.
– ¿Es eso? ¿La gente sencilla?
Meneé la cabeza.
– No -rectifiqué-. En realidad no. En realidad no me preocupa demasiado la gente sencilla. Simplemente detesto a los tipos importantes y pagados de sí mismos que se creen con derecho a hacer lo que les viene en gana.
– Entonces llega a buenos resultados partiendo de razones equivocadas.
Asentí.
– Pero intento hacer lo correcto. Creo que las razones no importan realmente. En todo caso, me gusta ver que se obra bien.
– A mí también -dijo ella-. Trato de hacer lo que es debido. Aunque todo el mundo nos deteste y nadie nos ayude ni después nos dé las gracias. Creo que hacer lo correcto es un fin en sí mismo. Así ha de ser, ¿no?
– ¿Crees que has obrado bien? -pregunté diez años después.
– Sí -contestó Duffy.
– ¿Tienes alguna duda?
– No.
– ¿Estás segura?
– Del todo.
– Pues entonces tranquilízate -dije-. Esto es lo máximo que jamás podrás esperar. Nadie ayuda y nadie te da después las gracias.
Se quedó callada unos instantes.
– ¿Has obrado bien tú? -preguntó.
– Sin duda -contesté.
Lo dejamos así. Duffy había acostado a Teresa Justice en la habitación de Eliot. Eso dejaba a Villanueva en la suya y a mí en la de Duffy. Parecía algo incómoda por lo que ella misma había dicho antes. Sobre nuestra falta de profesionalidad. No estaba yo seguro de si intentaba reforzar sus palabras o rectificar.