– No te asustes -le dije-. Estoy cansadísimo.
Y esta vez demostré que era cierto. No fue por no intentarlo. Empezamos. Ella dejó claro que quería retirar su anterior objeción. Admitió que era mejor decir sí que decir no. Eso me alegró de veras, pues ella me gustaba mucho. Nos desnudamos y nos metimos en la cama y recuerdo estar besándola tan fuerte que me dolía la boca. Pero es todo lo que recuerdo. Me quedé dormido. Dormí el sueño de los justos. Once horas seguidas. Cuando desperté se habían ido todos. A enfrentarse a lo que les reservara el futuro. Estaba solo en la habitación, con un montón de recuerdos. Era última hora de la mañana. La luz del sol entraba por la persiana. En el aire bailaban motas de polvo. La ropa de Villanueva había desaparecido del respaldo de la silla. En su lugar había ahora una bolsa. Llena de ropa barata. Parecía que me iría bien. Susan Duffy entendía de tallas. Había dos conjuntos completos. Uno para el frío y otro para el calor. Ella no sabía adónde me dirigiría. Así que había contemplado ambas posibilidades. Era una mujer práctica. Pensé que la echaría de menos. Durante un tiempo.
Me puse la ropa de verano. Dejé la de invierno en la habitación. Pensé que podía conducir el Cadillac de Beck por la I-95 hasta el área de descanso de Kennebunk. Pensé que podía abandonarlo allí. Pensé que podía hacer autoestop y que no sería difícil que alguien me llevara al sur. Y camino de Miami, la I-95 va a toda clase de sitios.
Lee Child