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Soltó una carcajada grande y lenta que resonó por el piso del atrio: un Santa Claus de centro comercial.

Mitch y Kenny sonrieron y volvieron hacia los ascensores.

– Tiene razón -comentó Kenny-. Éste es el edificio más seguro de Los Ángeles. Aquí hasta podría reunirse el parlamento ruso.

– ¿Crees que debería hablarle del problema con el feng shui? -preguntó Mitch.

– ¡No, joder! -rió Kenny-. ¡Le estropearías el día!

Mitch y Kenny tenían dos visiones muy distintas de la Parrilla. Mitch la miraba desde fuera y Kenny desde dentro. Para este último, la Parrilla era lo más parecido a un cuerpo físico que cualquier ordenador hubiera tenido jamás. El Yu-5 era capaz de ver y sentir casi todo mediante una serie de sistemas de gestión y seguridad análogos a los órganos receptores que proporcionaban al ser humano su capacidad sensorial. Esa analogía había influido en Beech y en Yojo, los creadores del Yu-5, hasta el punto de programar al ordenador con lo que ellos denominaban «ilusión de observador». En líneas generales, Abraham estaba dotado de la sensación de estar distribuido en el espacio y el tiempo y de organizar el caos de sus muchas percepciones y estímulos. Era una cuestión, como Kenny explicó en broma, de Computo, ergo sum.

Se inducía al ordenador a que se considerase el cerebro del cuerpo que formaba el edificio, conectado a sus funciones físicas mediante un sistema nervioso centraclass="underline" el sistema de cables multiplexado. Un circuito cerrado de televisión, junto con un complejo sistema de detectores pasivos infrarrojos, situados tanto fuera como dentro del edificio, se encargaba de facilitarle el proceso visual. El proceso auditivo utilizaba detectores acústicos y ultrasónicos, así como micrófonos omnidireccionales que daban acceso a los ascensores, puertas, teléfonos y terminales informáticos a través del sistema SITRESP. El proceso olfativo, con el que el ordenador podía controlar y fabricar los olores sintéticos en el interior del edificio, se realizaba mediante sensores eléctricos estereoisométricos y paranósmicos con un radio de acción de una cuatrocientosmillonésima de miligramo por litro de aire.

El resto de la percepción sensorial del ordenador, mediante la cual el edificio estaba en condiciones de responder a las modificaciones producidas en su entorno interno o externo, podía compararse, en términos generales, a los sentidos quinestésico y vestibular del organismo humano.

Había pocos estímulos que el ordenador no fuese capaz de transformar en proceso vital a partir de variaciones de energía.

Según Kenny, el computador Yu-5 y la Parrilla representaban la fase más avanzada de la lógica cartesiana: la matemática como aglutinante de un mundo racionalizado.

A la una menos cuarto, Cheng Peng Fei dejó a sus compañeros de manifestación en la plaza frente a la Parrilla y se dirigió al norte, hacia la Freeway, mirando a los vagabundos y mendigos que encontraba por el camino con la consumada indiferencia de quien conocía la miseria aún mayor del Sudeste Asiático.

Un negro con una gorra de béisbol de los Dodgers que olía como un vertedero se le acercó y se puso a caminar a su lado. Eso me pasa por ir a pie, pensó el joven chino.

– ¿Me das algo, tío, por favor?

Cheng Peng Fei apartó la vista y siguió andando, despreciando al desecho humano que ya se había quedado atrás, y pensando que en China, por muy pobre que se fuese, uno trabajaba y se ganaba su propio sustento. Se interesaba por los pobres, pero sólo por los que carecían de lo necesario para vivir. No por los que estaban en perfectas condiciones para trabajar.

Torció al este por Sunset Boulevard y, en la esquina de North Spring Street, entró en el restaurante Mon Kee Seafood.

El local estaba atestado, pero el hombre a quien buscaba, un japonés de aspecto rufianesco pero no mal parecido, era fácilmente reconocible por su traje Comme des Garçons azul marino. Cheng se sentó frente a él y cogió la carta.

– Es un buen sitio -dijo el japonés en un inglés con sólo un leve acento americano-. Gracias por recomendármelo. Vendré más veces.

Cheng Peng Fei se encogió de hombros, indiferente a que al japonés le gustara o no el restaurante. Su abuelo era de Nankín, y él sabía lo suficiente de lo que había pasado allí en los años treinta como para que los japoneses no le gustaran en absoluto. Decidió entrar en el tema.

– Hemos reanudado las manifestaciones, como sugirió usted -le informó.

– Ya lo he visto. Aunque no sois tantos como había esperado.

– La gente se ha ido a casa a pasar las vacaciones.

– Pues busca otros. -El japonés echó una ojeada por el restaurante-. Algunos de esos camareros quizá quieran ganar un poco de dinero sin molestarse mucho. ¡Ni siquiera es ilegal, coño! Eso no es muy corriente en estos tiempos, ¿verdad?

Metió la mano en el bolsillo interior de la chaqueta, sacó un sobre marrón y se lo pasó al joven por encima de la mesa.

– Sigo sin entenderlo -comentó Cheng, que se guardó el sobre sin abrirlo-. ¿Qué saca con esto?

– ¿Qué hay que entender? -repuso el japonés, encogiéndose de hombros-. Ya te lo dije cuando nos vimos la primera vez. Vosotros queréis protestar contra el apoyo que la Yu Corporation presta a los comunistas chinos. Y yo quiero patrocinaros.

Cheng Peng Fei recordó su único encuentro anterior: el japonés -seguía sin conocer su nombre- había localizado a Cheng cuando su nombre apareció en la prensa después de la primera manifestación en la nueva plaza de Hope Street.

– Pero creo que deberíais ser menos corteses. ¿Comprendes lo que quiero decir? Armad un poco más de jaleo, joder. Tirad unas cuantas piedras, o algo así. Poneos duros. Al fin y al cabo, se trata de una buena causa.

Cheng quiso decirle que había tirado una fruta podrida a un coche que entraba en el aparcamiento de la Parrilla, pero pensó que al japonés le parecería ridículo. ¿Qué era una fruta comparada con una piedra? En cambio, dijo:

– ¿Lo cree de verdad? ¿Que es una buena causa?

El japonés adoptó una expresión perpleja.

– ¿Por qué haría esto, si no?

– Eso, ¿por qué lo haría?

Llegó el camarero y Cheng pidió:

– Una Tsingtao.

– ¿No vas a comer? -preguntó el japonés.

Cheng sacudió la cabeza.

– Lástima. Todo está muy bueno.

Cuando se marchó el camarero, Cheng dijo:

– ¿Quiere que le diga lo que pienso?

El japonés se llevó a la boca un trozo de pescado con el tenedor y miró a Cheng a los ojos.

– Di lo que quieras. A diferencia de la República Popular China, éste es un país libre.

– Me parece que usted y sus jefes son competidores de la Yu Corporation y quieren fastidiarlos como sea. Apuesto a que también se dedican a la electrónica y los ordenadores.

– Competidores, ¿eh?

– Ustedes, los japoneses, tienen un dicho, ¿verdad? Los negocios son como una guerra. ¿Por eso quieren que haya manifestaciones frente a su nuevo edificio? Aunque no veo cómo va a afectar eso al gran mundo empresarial.

– Es una teoría interesante -rió el japonés, limpiándose los labios con la servilleta-. Tienes imaginación. Y eso es bueno. Así que utilízala. Piensa en el modo de hacer que vuestra protesta llame un poco más la atención. -Se puso en pie sin dejar de sonreír y, soltando un puñado de dólares sobre la mesa, añadió-: Ah, una cosa más. Si te detienen por algo, tú no me has visto nunca. Ni que decir tiene que me disgustaría mucho que hablaras de esto con alguien. ¿Está claro?

Cheng asintió con aire de indiferencia. Pero cuando el japonés se marchó, se dio cuenta de que tenía miedo.

Mitch se había instalado un despacho provisional en la planta veinticinco, en una parte casi terminada del edificio que pronto se convertiría en los lujosos aposentos privados y semiprivados de los directivos de la Yu Corporation.