La mayoría de las habitaciones tenían altas puertas de madera negra lacada con marcos de aluminio plateado que recordaban el logotipo de la empresa. Algunas habitaciones ya tenían moqueta -gris claro, en contraste con la de los pasillos, de un gris más oscuro-, donde se notaban las pisadas de los descuidados electricistas, enyesadores y carpinteros que seguían trabajando por allí.
Ahora que la obra estaba casi concluida, en el edificio reinaba un ambiente de abandono. Mitch lo encontraba inquietante, sobre todo de noche, cuando no había nadie por la calle y las dimensiones de la Parrilla, como un moderno barco fantasma, parecían resaltar la ausencia de ocupantes humanos. Era extraño, pensaba, que en los libros y las películas se recurriese al miedo de la gente a estar sola en un edificio viejo, cuando los nuevos también podían dar escalofríos. La Parrilla no era una excepción. Incluso a pleno día, un súbito rumor del aire acondicionado, un murmullo en alguna tubería o un crujido al dilatarse o contraerse la madera nueva, le ponía a Mitch los pelos de punta. Se sentía como el único tripulante de una inmensa nave espacial destinada a cumplir una misión de cinco años por el espacio sideral. Como Keir Dullea en 2001, una odisea del espacio o Bruce Dern en Naves misteriosas. De vez en cuando se sentía inclinado a tomarse en serio el feng shui de Jenny Bao, tal como fingía cuando estaba con ella; a lo mejor era verdad que, para bien o para mal, los edificios poseían cierta energía espiritual. De manera más racional, se preguntaba si su estado de ánimo no tendría algo que ver con los medios para observar de qué estaba dotado el ordenador: quizá sólo fuera la impresión de sentirse vigilado por la máquina.
Pese a todo, a Mitch le gustaba estar solo en la Parrilla. La paz y tranquilidad le daban ocasión de pensar en su futuro. Un futuro que incluía a Jenny Bao, pero no a Ray Richardson y Asociados. Estaba harto de ser el coordinador técnico de Ray Richardson. Quería volver a ser, pura y simplemente, un arquitecto. Deseaba proyectar una casa, un colegio, o quizá una biblioteca. Nada espectacular, nada complicado, sólo edificios bonitos que a la gente le gustase contemplar y habitar. Una cosa estaba clara. Ya tenía bastante de edificios inteligentes. Había demasiadas cosas que organizar.
Mientras recorría los pisos con el portátil enfundado en una ergonómica bolsa de transporte, vio pocas muestras de actividad: un fontanero solitario que hacía conexiones en uno de los módulos automáticos de un baño de los directivos, prefabricados como la mayoría de los componentes y sistemas de la Parrilla por la Toto Company del Japón; un técnico de telecomunicaciones que instalaba el último videófono, un sistema de paquetes integrados con identificación de llamada y detector de mentiras.
Mitch se sentía medianamente satisfecho de los avances realizados, aun cuando no veía cómo podía el cliente tomar posesión en un plazo inferior a seis semanas. Faltaban bastantes cosas que acabar en muchos pisos, y otros que ya tenían que estar terminados mostraban el deterioro que inevitablemente resulta de los trabajos prolongados. Aunque en conjunto estaba contento de la calidad general del trabajo, sabía que, por mucho que se esforzaran todos, Ray Richardson se las arreglaría para sacar faltas a cualquier cosa. Siempre lo hacía.
Para Mitch, aquélla era una de las fundamentales diferencias entre Richardson y él, lo que probablemente explicaba por qué Richardson había llegado a donde estaba: era de los que aspiraban a la perfección, mientras él pensaba que la arquitectura y los edificios ofrecían un perfecto microcosmos de un universo donde el orden siempre existía, en precarias condiciones, al borde del caos.
En aquel momento lo que más le interesaba era el caos y la complejidad: cuanto más complejo fuese el sistema, más se acercaba uno al caos. Ése era uno de los aspectos que más le inquietaban del concepto mismo de edificio inteligente. Trató de hablar de eso con Ray Richardson relacionándolo con la Parrilla, pero Ray no le entendió bien.
– Pues claro que el edificio es complejo, Mitch -le había dicho-. ¿De qué cojones se trata, si no?
– No me refiero a eso. Quiero decir que cuanto más complejo es un sistema, más posibilidades hay de que algo salga mal.
– Pero ¿qué dices, Mitch? ¿Que te preocupa este grado de tecnología? ¿Es eso? Vamos, colega, despierta y tómate un café. Estamos hablando de un edificio de oficinas, no del sistema de alerta del Pentágono. Sigue con el programa, ¿vale?
Fin de la conversación.
Cuando Aidan Kenny le telefoneó al acabar la jornada para decirle que bajara enseguida a la cuarta planta, no esperaba que sus preocupaciones de unas horas antes se vieran en cierto modo justificadas.
El centro informático del cuarto piso no se parecía a ningún otro que Mitch hubiese visto antes. Se llegaba a él por una pasarela de cristal verduzco iluminada desde abajo y suavemente arqueada, como si cruzara un arroyuelo en vez de los innumerables cables eléctricos que tan celosamente ocultaba. La puerta de doble altura era de cristal de Bohemia, sólo maculado por un cartel que advertía de que la sala estaba protegida con un sistema contra incendios Halon 1301.
Tras ella se veía una enorme sala sin ventanas, con una moqueta especial antiestática y una iluminación en el suelo que recordaba las luces de salida de un avión de líneas aéreas. Dominando la estancia, en un círculo cerrado que a Mitch le hacía pensar en Stonehenge, estaban los cinco monolitos de pulido aluminio que constituían el superordenador Yu-5. Cada una de las consolas plateadas medía dos metros y medio de altura, un metro veinte de ancho y setenta centímetros de fondo. En realidad, el superordenador Yu-5 se componía de varios centenares de ordenadores que trabajaban conjuntamente dentro de un Sistema de Tratamiento Paralelo Masivo. Mientras la mayoría de los ordenadores trabajaban en serie, ejecutando los necesarios pasos de una secuencia sobre una sola unidad central, la ventaja de un STPM consistía en que la misma secuencia podía dividirse y llevarse a cabo de forma simultánea, en menos tiempo que con un solo procesador rápido.
Pero las operaciones de gestión del complejo edificio sólo consumían una pequeña parte de la inmensa capacidad del ordenador. La mayoría de sus funciones se empleaba para el trabajo del Grupo de Informática Técnica de la Yu Corporation, dedicado a un tratamiento de datos numéricos a gran escala con objeto de encontrar un lenguaje informático universal; un lenguaje que no sólo sería capaz de entender programas escritos en otros lenguajes informáticos, sino que al mismo tiempo estaría en condiciones de ocuparse de manipulaciones matemáticas y tratamiento de datos comerciales. Ese proyecto, el NOAM, así como otros aún más secretos -Aidan Kenny sospechaba que la Yu Corporation también llevaba a cabo complejas investigaciones sobre programas de vida artificial-, había requerido la presencia de dos empleados de la Yu que supervisaban el trabajo de Kenny en la instalación de los sistemas de gestión del edificio.
En el primer círculo se inscribía otro más pequeño que incluía cinco terminales con pantallas planas de 28 pulgadas. Frente a tres de ellas se sentaban Bob Beech, Hideki Yojo y Aidan Kenny, mientras un niño, seguramente el hijo de Aidan, estaba delante de otro, absorto en un juego informático que se reflejaba en los gruesos cristales de sus gafas sin montura.
– ¿Qué tal, Mitch? -sonrió Beech-. ¿Dónde te has metido?
– ¿Por qué será -preguntó Mitch- que siempre que veo trabajar a los programadores parece que están en la pausa del café?
– ¿Ah, sí? -repuso Yojo-. Pues hay que tener muchas cosas en la cabeza, hombre. Como en el rugby, ¿sabes? Tenemos que pasar buena parte del tiempo haciendo una melée para comentar todas las jugadas posibles.