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– ¡Pero qué capullo…!

– … y… y ese valor debe de haber distorsionado la interpretación que ha hecho Abraham de la salida de información difusa.

– Lo que tenemos que discutir realmente -insistió Kenny, alzando la voz- es qué coño vamos a hacer ahora.

– Amén, hermano -apostilló Yojo.

Parecían esperar que Mitch sugiriese algo.

– No sé -dijo, encogiéndose de hombros-. Vosotros sois los ingenieros. Yo sólo soy el arquitecto. ¿Qué proponéis?

– Bueno, es que, hagamos lo que hagamos, siempre habrá riesgos -advirtió Kenny.

– ¿A qué clase de riesgos te refieres?

– Riesgos caros -aclaró Yojo con una risita.

– Nunca hemos desconectado un sistema autorreproductor -explicó Beech-. No sabemos qué puede pasar exactamente.

– El caso es, Mitch -intervino Kenny-, que todavía no hemos confiado el control total del edificio a Abraham. De manera que, en cierto modo, no podemos comprobar adecuadamente todos los sistemas de gestión hasta que desconectemos a su progenie; es decir, a Isaac.

– Si dependiera de mí -dijo Beech-, dejaría las cosas tal como están durante un tiempo para ver lo que pasa. Sería interesante. Es decir, que sería importante no sólo para los sistemas de gestión de vuestro edificio, sino también para el futuro del Yu-5.

– El problema que plantea esa posibilidad -objetó Yojo- es que corremos el riesgo de que Abraham se quede estéril. Y cuanto más tiempo tardemos en desconectarlo, más peligro habrá.

– Por otro lado -arguyó Beech-, si desconectamos a Isaac correremos el riesgo de que Abraham no pueda engendrar otro programa. A menos que se reconstruya todo el sistema desde el principio.

– ¿Y pretendéis que decida yo? -dijo Mitch.

– Sí, supongo que sí.

– ¡Vamos, chicos, que no soy el rey Salomón!

– ¡Partir la criatura en dos! -rió Yojo-. ¡Qué buena idea!

– Pues esperábamos que nos ayudaras a decidir -corroboró Kenny.

– Pero ¿y si tomo una decisión equivocada?

Kenny se encogió de hombros.

– Lo que quisiera saber es cuánto. Cuál sería el coste de tomar una decisión equivocada.

– Cuarenta millones de dólares -dijo Yojo.

– Sí, piénsalo despacio, tío -le aconsejó Beech.

– ¡Venga -protestó Mitch-, no lo diréis en serio! No puedo decidir una cosa así.

– Coordinación técnica, Mitch -le recordó Aidan Kenny-. Eso es lo que nos hace falta. Un poco de coordinación. Directrices de los que mandan.

Mitch se puso en pie y se situó a espaldas del hijo de Kenny. El niño seguía con el juego, indiferente a la discusión que se desarrollaba en torno a él, con los ojos miopes pegados a la enorme pantalla y moviendo de un lado para otro el joystick analógico. Mitch contempló un momento el juego, tratando de adivinar su sentido. Era difícil entender bien lo que pasaba. Parecía consistir en que Michael dirigiese a un comando espacial armado hasta los dientes a través de una ciudad subterránea. De cuando en cuando una interminable variedad de criaturas de horrible aspecto aparecían por una puerta, salían del ascensor o caían por un agujero del techo con intención de matar al protagonista. En ese momento estallaba un feroz tiroteo. Mitch miraba el pulgar de Michael, que pulsaba furiosamente un botón en la parte superior del joystick, para activar un lanzallamas de flujo continuo en forma de sierra mecánica que despanzurraba a las criaturas a medida que iban apareciendo y esparcía sus restos por todos los rincones de la pantalla. Los dibujos eran soberbios, pensó Mitch. Las heridas causadas a las criaturas eran de un realismo extremo. Incluso demasiado realistas para su gusto: grandes fragmentos de intestinos se proyectaban contra la pantalla y luego desaparecían lentamente dejando anchos rastros de sangre. Cogió la caja que contenía el CD-ROM y leyó el título. El juego se llamaba Fuga de la fortaleza. Había otros juegos igualmente violentos en una bolsa que el chico tenía a los pies. Juicio final II. En el último momento. Intruso. En total, valdrían doscientos o trescientos dólares. Mitch se preguntó si serían adecuados para un niño de la edad de Michael. Se volvió. Probablemente, no era asunto suyo.

Sacudió la cabeza, pensando si el juego que se traía entre manos con sus colegas era en realidad tan diferente. Desde luego, Alison no lo habría creído así: pensaba que los edificios inteligentes eran intrínsecamente absurdos. ¿Qué era lo que decía? Cuanto mayores son los chicos, más grandes son sus juguetes. En aquel momento, al mirar a los tres expertos informáticos, pensó que quizá tuviera razón.

– Muy bien, escuchad -dijo al fin-. Mi decisión es la siguiente. Sois los puñeteros especialistas, ¿no? Pues decidid vosotros. Sometedlo a votación, o algo así. No dispongo de suficiente información sobre el tema. -Subrayó estas palabras asintiendo vigorosamente con la cabeza-. Ésa es mi decisión. Votad. ¿Qué os parece?

– ¿Votamos sobre si lo sometemos a votación? -preguntó Yojo-. A mí me parece muy bien.

– ¿Aid?

– A votos. -Kenny se encogió de hombros-. Vale.

– ¿Bob?

– Supongo que sí.

– Entonces, arreglado -concluyó Mitch-. Vamos a ver. La moción es que se desconecte el SAR.

– Yo digo que hay que desconectar a Isaac -dijo Kenny-. Es la única forma. Si no, tendríamos un SGE absolutamente ridículo.

– Y yo voto no -se opuso Beech-. El SGE sólo supone una pequeña parte de las funciones de Abraham. Y hasta ahora nunca liemos desconectado un sistema autorreproductor. No sabemos cómo reaccionarán los sensores de observación de Abraham. Me parece que lo que propones va contra las leyes del universo.

– ¿Las leyes del universo? -rió Yojo-. ¡Joder! Eso es un poco fuerte, ¿no te parece? ¿Quién te crees que eres? ¿Arthur C. Clarke o alguien así? Pero ¿qué coño te pasa, Beech? Siempre con la mierda esa de Dios jugando a los dados. -Sacudió la cabeza-. Yo voto que matemos al hijo de puta. La evolución debe satisfacer al creador, no a la máquina. -Miró a Beech y añadió-: ¿Lo ves? No eres el único que sabe decir cosas importantes.

– Se desconecta el SAR -sentenció Mitch-. Moción aprobada.

Aidan Kenny suspiró hondo.

– ¡Es un error, hombre! -dijo Beech meneando la cabeza.

– Hemos votado -replicó Yojo en tono despectivo.

– Vale -dijo Mitch, sin dirigirse a nadie en particular-. Manos a la obra.

– Eh, escuchad al Gary Gilmore ese -dijo Beech-. En todo caso, no contéis conmigo para el raspado. Soy antiabortista.

– Deja ya de decir chorradas -refunfuñó Yojo-. Me estás dando dolor de cabeza.

– Es sólo TPH -repuso Beech-. Tensión Pre-Homicida. Y, además, siempre tienes dolor de cabeza. ¿Es que ya no me quieres? No debería haberme casado contigo. -Lanzó a su colega una casete informática-. ¿Es esto lo que estás buscando, criminal asqueroso, pedazo de cabrón?

– Aid, este tío se lo está tomando a pecho. Muy a pecho.

– Vamos, Bob -terció Kenny-. Hemos votado. Es una decisión democrática.

– Debo someterme a la decisión de la mayoría. Pero no tengo por qué alegrarme. Eso es la democracia, ¿no?

Yojo se dirigió a uno de los monolitos metálicos del círculo exterior e introdujo la casete en uno de los lectores.

– ¿Democracia? -replicó-. ¿Qué sabes tú de eso? Eres republicano. Crees que libertad de expresión significa libertad para no decir ni hacer nada.

– ¿Qué hay en esa cinta? -preguntó apresuradamente Mitch.

– PEPE -contestó Yojo con toda naturalidad-. Programa Específico Predatorio de la Especie. Para desmantelar la progenie ilegítima. -Se pasó el índice por la garganta-. Corta el cuello del pequeño hijo de puta. -Dirigiéndose a Beech con una sonrisa lobuna, añadió-: Tranquilo, Beech. Es muy suave. Isaac no se enterará de nada.