– ¿Como cuáles, por el amor de Dios?
– Debes entender que hasta hace poco no he tenido ocasión de estudiar el horóscopo del señor Yu. Es un hombre muy ocupado.
– ¿Cómo? ¿Qué hay que cambiar, Jenny?
– La puerta de este apartamento, para empezar. Desde el punto de vista de la geomancia, está mal orientada. Hay que situarla en un plano más oblicuo. Como hicimos con la puerta principal. Y luego la escultura de esta planta. Los ángulos de la vitrina apuntan directamente a la puerta. Será mejor desplazarla.
– ¡Mierda! -gimió Mitch.
– Ah, sí. Y el letrero de la plaza. No está donde dicen los planos. Tiene que dar al oeste. Además, está muy bajo. Hay que ponerlo más alto, si no, se producirán fricciones entre el personal.
– Eso le va a encantar a Richardson -comentó Mitch con sarcasmo.
– No puedo evitarlo -repuso Jenny, encogiéndose de hombros Un edificio es propicio o no. Ahora mismo, éste no lo es en absoluto.
Mitch emitió un sonoro gemido.
– Vamos, anímate -le consoló ella-. No es una tragedia. Foster tuvo que cambiar de sitio todas las escaleras mecánicas en el Hong Kong y Shanghai.
– No me extraña -repuso Mitch, que empezó a vestirse-. ¿Dónde quieres ir a cenar?
– Hay un chino en North Spring Street. Invito yo.
Bajaron al garaje en el ascensor y salieron del edificio. Al llegar a lo alto de la rampa, Mitch se encontró con un borracho que dio un bandazo delante del coche y casi lo atropelló. Paró, pero cuando bajó la ventanilla para decirle algo, el individuo había desaparecido.
– ¿Estará loco, el gilipollas ese? -exclamó Mitch-. ¿Dónde se ha metido?
– Ha venido de este lado -dijo Jenny con un escalofrío-. Tú ibas muy deprisa.
– ¡Y una mierda! ¡El tío se me echó encima!
Quizá Aidan Kenny tenía razón, quizá debería haberse comprado un Cadillac Protector.
El restaurante estaba lleno y tuvieron que esperar mesa en la barra.
– Tengo que ir al baño -dijo ella-. Pídeme un gin-tonic, ¿quieres, cariño?
Se alejó con paso majestuoso. No sólo Mitch siguió con los ojos su impresionante recorrido por la sala. Cheng Peng Fei, que cenaba con unos amigos de la universidad, la observó: era muy bella. Luego vio a Mitch, y lo reconoció. Recordó la naranja podrida y se preguntó si podría causar desperfectos más apreciables, tal como su patrocinador japonés -no se le ocurría otra palabra- le había sugerido.
Esperó a que los condujesen a la mesa y luego, dando una excusa a sus amigos, salió del restaurante. Se dirigió al aparcamiento, fue a su coche, abrió el maletero y sacó la manivela de la rueda. El coche de Mitch, un Lexus nuevo de color burdeos, era bastante fácil de reconocer. Cuando Cheng Peng Fei se aseguró de que no había nadie a la vista, se acercó y lanzó la herramienta con todas sus fuerzas contra el parabrisas. Luego, más tranquilo de lo que imaginaba, subió a su coche y se marchó.
Allen Grabel llevaba bebiendo todo el día cuando, poco después de las nueve, Mitch estuvo a punto de atropellarlo. Estaba seguro de que no le había reconocido, sobre todo porque llevaba un sombrero de paja barato. Sólo había visto a la mujer que lo acompañaba un instante, pero fue suficiente para saber que no era su esposa. Grabel se preguntó qué habrían hecho hasta tan tarde en el edificio. Su única pertenencia era la botella. Aunque casi se había metido debajo de las ruedas, no la había soltado. Menos mal.
Llegó a su cuarto del sótano y cerró la puerta. Se sentó en el catre de tijera y bebió un trago de la botella. No le parecía justo que hubiese dos mujeres en la vida de Mitch. No es que tuviera nada contra él. Era a Richardson a quien odiaba. Y lo bastante para querer verlo muerto. Normalmente, Grabel no era una persona rencorosa. Pero había pensado mucho en la forma de desquitarse de su antiguo jefe.
Hideki Yojo tecleó una serie de instrucciones de programación y se recostó en el respaldo del asiento, flexionó el cuello con las manos cruzadas en la nuca y se alegró de que la cabeza le doliera menos desde que iba al quinesioterapeuta de Aidan Kenny. Hacía días que no sufría una jaqueca verdaderamente mala. No se encontraba tan bien desde hacía mucho tiempo. Probablemente no había razón para inquietarse. No es que Yojo estuviese muy satisfecho de su salud. Nunca lo había estado. La tensión arterial, que Abraham le había tomado al darle acceso al terminal cuando puso la palma de la mano en la pantalla, quizá estaba un poco alta. Abraham también le había analizado la orina, avisándole de que contenía un nivel elevado de proteínas y azúcar. No cabía duda, pensó Yojo. Una vez que el sistema Yu-5 estuviese instalado, tendría que pasar menos tiempo delante de una pantalla. Era la tercera noche seguida que se quedaba trabajando hasta altas horas para eliminar un fallo en la aplicación holográfica. Había escrito una secuencia de instrucciones para eludir el futuro programa de entrenamiento físico de los empleados de la Yu Corporation, pero quizá sería mejor borrarla y tratar de ponerse en forma. Y salir un poco más. Ver a algún amiguete. Ir a los sitios que frecuentaba antes y descubrir otros nuevos. Follar un poco. No tenía sentido ganar una fortuna si no podía gozar de los frutos de su trabajo. Llevaba mucho tiempo sin comerse una rosca. Era hora de divertirse un poco. Y, de todos modos, ya era hora de irse a casa. Creía haber resuelto el problema.
El monitor y la lámpara de la consola parpadearon un momento.
Yojo dio un golpecito a la pantalla con la palma de la mano. Pareció arreglarse.
– ¿Hay alguna avería eléctrica, Abraham?
– Negativo.
– Entonces, ¿qué pasa?
– Una sobretensión transitoria -contestó el ordenador.
– El otro día una bajada de corriente, y hoy esto. ¿Qué ocurre? Suerte que tenemos un generador de emergencia, ¿eh?
– Sí, señor.
El contacto de su mano había producido ciertas impurezas en el color de la pantalla.
– Desmagnetiza la pantalla, por favor.
– Sí, señor.
Yojo se inclinó sobre la lámpara de la consola. Italiana, por supuesto. La sencillez y la elegancia del diseño eran inconfundibles. Dio unos golpecitos con los nudillos al transformador. La luz de la diminuta bombilla se estabilizó y Yojo volvió a concentrarse en la pantalla, que repasaba rápidamente las operaciones de la tarde.
Había terminado, sin duda. El programa holográfico funcionaría.
– Felicítame, Abraham. Acabo de arreglar nuestro problema.
– Buen trabajo, señor -repuso la voz inglesa, muy similar a la de un mayordomo de maneras refinadas.
– ¿Quieres verificar el programa holográfico, por favor?
– Lo que usted diga, señor.
El ordenador comprobó el trabajo e informó de que el programa funcionaba perfectamente.
– ¡Qué alivio! -dijo Yojo-. Ya he tenido bastante por esta noche.
– ¿Desea que active la secuencia de control de los hologramas?
– Negativo -dijo Yojo-. Es hora de volver al mundo. La vida me espera. -Bostezó al tiempo que se desperezaba-. Podemos ejecutarlo por la mañana, Abraham. Es decir, si no tienes nada mejor que hacer. -Sonrió y se frotó los ojos-. ¡Joder, cómo odio esta habitación! Sin ventanas. ¿A quién se le ocurriría semejante idea?
– No lo sé, señor.
– ¿Qué tiempo hace fuera?
El ordenador presentó en pantalla una imagen del cielo purpúreo de Los Ángeles.
– Parece que hace buena noche -observó el ordenador-. Posibilidad de precipitación inferior al cinco por ciento.
– ¿Cómo está el tráfico?
– ¿En la Freeway o en la superautopista de la información?
– Primero la Freeway.
– Despejado.
– ¿Y en la superautopista?
– Debido a su presencia esta noche, aún no he tenido ocasión de salir del edificio para averiguarlo. Pero anoche había mucha actividad. Numerosos surfistas en el silicio.
– ¿Algún consejo?
– Si posee acciones de la British Telecom, yo vendería. Y Viacom hará una oferta para la Fox.