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– La Fox, ¿eh? Mejor será que adquiera unas cuantas de ésas. Gracias, Abe. Bueno, creo que me voy para casa. Ha sido una larga jornada. Y me vendría bien un baño. En realidad me vendría bien un montón de cosas más. Como un buen polvo y un coche nuevo. Pero de momento me conformaré con un baño.

– Sí, señor.

La mano de Yojo, a punto de pulsar el interruptor de la lámpara, se detuvo. Yojo se volvió en la silla y miró atrás. Por un momento creyó haber oído pasos en la pasarela, más allá de la acristalada puerta del centro informático. Casi esperaba que apareciese Sam Gleig para charlar un rato, como hacía a veces. Pero no había nadie. Y una rápida comprobación en el ordenador demostró que Sam se encontraba en su sitio habitual, en su oficina de la planta baja.

– Debo sufrir alucinaciones auditivas -murmuró.

Se preguntó si Sam sabía que lo despedirían en cuanto los sistemas de seguridad funcionasen a pleno rendimiento. Desde luego no era él quien fuera a tener remordimientos de conciencia porque echaran a un par de vigilantes. No tenía sentido tener perro y ladrar por él.

– Es posible que lo que haya oído sean las puertas del ascensor al abrirse, señor. Mientras usted hablaba, subí una cabina para que no tuviera que esperar.

– Muy amable, Abraham.

– ¿Quiere que haga algo más, señor?

– No creo, Abraham. Si hubiese algo más, supongo que ya lo habrías hecho, ¿verdad? -Sí, señor.

Mitch seguía furioso cuando llegó a la oficina a la mañana siguiente para la reunión semanal del grupo de proyecto. ¿Por qué se les había ocurrido ir a un restaurante chino, precisamente? Debía haber pensado en la posibilidad de encontrarse con algún manifestante de la plaza que pudiera reconocerlo. La cena, aunque buena, había durado más de lo previsto, y ya era tarde cuando descubrieron el coche. Los de la Asociación Automovilística Americana se presentaron pasada medianoche con un parabrisas de recambio. Así que cuando Mitch llegó finalmente a casa, Alison tenía ganas de bronca. Incluso tuvo que enseñarle los papeles de la AAA para que le creyera. Y luego, después de desayunar, justo cuando se disponía a salir, volvió a la carga, después de mirar más detenidamente los papeles.

– ¿Y qué estabas haciendo en el restaurante Mon Kee de North Spring Street?

– ¿Y tú qué crees? Fui a comer algo.

– ¿Con quién?

– Pues con unos compañeros del grupo de proyecto, ¿con quién, si no? Mira, cariño, te había dicho que volvería tarde.

– Venga, Mitch. Una cosa es tarde y otra a la hora que viniste. Siempre que vienes después de medianoche me llamas, y tú lo sabes. ¿Por qué fuiste precisamente allí?

Mitch miró el reloj. Iba a conseguir que llegara tarde a la reunión.

– ¿Tenemos que hablar de eso ahora? -imploró.

– Sólo quiero saber con quién estabas, nada más. ¿Es tan absurdo?

Alison era una mujer alta, de considerable elegancia, voz de ultratumba y siniestras sombras bajo los ojos castaños. Tenía el pelo largo, liso y brillante, pero a Mitch empezaba a recordarle a Morticia, el personaje de la familia Addams.

– ¿Es tan raro que quiera saber con quién estuvo mi marido hasta la una de la madrugada?

– No, supongo que no -repuso él-. Muy bien, estaban Hideki Yojo, Bob Beech, Aidan Kenny y Jenny Bao.

– ¿Una mesa para cinco?

– Eso es.

– ¿Reservasteis mesa?

– ¡Por el amor de Dios, Alison! Fue algo improvisado. Todos estuvimos trabajando hasta tarde. Teníamos hambre. Sabes que habría estado en casa antes de medianoche si no hubiese sido por el cabrón ese de la manivela. Y te habría llamado, ¿vale? Pero me puse tan furioso que se me olvidó todo lo demás. Y lo siento, siento mucho confesar que eso también te incluye a ti, cariño.

– Deberías tener teléfono en el coche. Otros lo tienen, Mitch. ¿Por qué tú no? Me gustaría estar en contacto contigo.

Mitch le puso las manos en los huesudos hombros.

– Sabes lo que pienso de los teléfonos en el coche. Necesito tiempo para estar solo y el coche es prácticamente el único sitio que tengo. Si tuviera teléfono, los del estudio me llamarían continuamente. Sobre todo Ray Richardson. Arregla esto, Mitch. Soluciona lo otro. Mira, esta noche vendré pronto, te lo prometo. Entonces hablaremos. Pero tengo que irme ya.

La besó en la frente y se marchó.

Llegó veinte minutos tarde a la reunión. No le gustaba llegar tarde a ningún sitio. Sobre todo cuando era portador de malas noticias. Tenía que comunicarles el último boletín sobre el feng shui de la Parrilla. A veces deseaba que Jenny se ganara la vida de otra manera. Se imaginaba lo que dirían todos y le apenaba que insultaran en su presencia a la mujer que amaba.

– ¡Mitch! -le saludó Ray Richardson-. Me alegro de que te decidieras a venir por fin.

Sería mejor esperar el momento oportuno para darles las malas noticias.

El grupo de proyecto y Bob Beech se hallaban sentados frente a una pantalla de televisión de setenta y dos centímetros que estaba recibiendo las primeras imágenes en línea de la Parrilla. Mitch miró a Kay, le guiñó un ojo y se sentó a su lado. Llevaba una blusa negra transparente que ofrecía una visión completa de su sostén. Ella le contestó con una sonrisa de aliento. En la pantalla había una imagen del atrio con el árbol dicotiledóneo en el estanque rectangular.

– ¿Kay? -dijo Richardson-. ¿Has terminado de dar la bienvenida a Mitch? ¿Sabes que llevas una blusa preciosa?

– Gracias, Ray -sonrió ella.

– ¿Habéis notado que Kay suele llevar blusas transparentes? O sea, que siempre se sabe de qué color lleva el sostén, ¿no? -Richardson esbozó una sonrisa desagradable-. Se me ocurrió el otro día: el sostén es a Kay lo que los calzoncillos que marcan paquete a Supermán.

Todos rieron menos Mitch y Kay.

– Muy divertido, Ray -dijo Kay, que borró la sonrisa de sus labios y pinchó una tecla de su ordenador portátil, como si quisiera sacarle un ojo a Richardson. Lo que más la irritaba era la risa de Joan. ¿De qué se reía aquella zorra fondona? Kay se preguntó si se reiría también si le contara lo que le había pasado con Richardson unos meses atrás, la noche que se quedaron solos en la cocina y ella consintió que le metiera mano bajo el sostén y las bragas. Se alegraba de que las cosas no hubiesen ido más lejos.

En la pantalla apareció un dibujo tridimensional del nuevo estanque redondo para el árbol. Moviendo con el pulgar un ratón del tamaño de un dedal, Kay hizo girar la fotografía para superponerla al dibujo. Notó que se ruborizaba.

– Bueno, ¿qué? ¿Os interesa más mi sostén que el dibujo?

– Pues si nos das a elegir… -murmuró Levine, y soltó una carcajada.

– Lo siento, Kay, era una broma -se disculpó Richardson-. Me parece muy bien. Pero ¿de veras ha llevado una semana dibujarlo?

– ¿Por qué no se lo preguntas a Tony? -replicó Kay.

Richardson se volvió.

– ¿Tony?

– Pues sí, Ray -dijo Levine-. Me temo que sí.

Richardson lanzó a Levine su mirada más sarcástica. Mitch puso mala cara, sintiéndolo por el joven.

– ¿Por qué tienes que ser tan literal, Tony? -gruñó Richardson-. Lo que quiero saber es por qué ha llevado tanto tiempo. ¿Por qué? Es un estanque, no la cúpula geodésica de Buckminster Fuller. ¿Somos uno de los principales estudios de arquitectura del país y tardamos una semana en dibujar algo así? ¿A qué nos estamos dedicando? El diseño asistido por computador se supone que ha de facilitarnos el trabajo. En una semana yo sería capaz de diseñar no un estanque de mierda, sino todo un jodido puerto deportivo.

Sacudió la cabeza y suspiró, como compadeciéndose de sí mismo por tener que tratar con aquel hatajo de estúpidos incompetentes. Luego se puso a hacer garabatos en una hoja de papel. Mitch, que le conocía bien, se dio cuenta de que estaba conteniendo el mal humor.