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Richardson apretó la mandíbula con beligerancia y dirigió su malévola atención hacia Aidan Kenny.

– ¿Y qué coño pasa con ese sistema tuyo de control holográfico?

– Nada, Ray, sólo algunas dificultades a causa de lo novedoso del sistema -contestó animadamente Kenny-. Yojo se quedó anoche para solucionarlas. Supongo que a estas horas ya está todo arreglado.

– Supones… -masculló Richardson. Como si refrenara a duras penas su impaciencia, añadió-: ¿Y no será mejor que se lo preguntemos a él? ¡Por el amor de Dios…!

Kenny se volvió a Kay.

– ¿Puedes ponernos con el centro informático, por favor, Kay?

Kay pulsó otra tecla del ordenador y el circuito cerrado de televisión mostró a Hideki Yojo, que seguía sentado en su silla. Durante unos momentos todo pareció normal. Pero luego, cuando los diversos miembros del grupo notaron el color de su rostro y la sangre que tenía en la boca y la pechera de la camisa, hubo un sobresalto general.

– ¡Santo Dios! -exclamó Willis Ellery- ¿Qué le ha pasado?

Kay Killen y Joan Richardson se taparon la boca simultáneamente, como si fuesen a vomitar. Helen Hussey respiró hondo y apartó la vista.

– ¡Hideki! -gritó Tony Levine- ¿Nos puedes oír? ¿Estás bien?

– ¡Está muerto, pedazo de imbécil! -murmuró Richardson-. Cualquier cretino lo vería.

– Los ojos -observó David Arnon- Tiene los ojos… morados.

Kay ya había suprimido la imagen e iniciaba una búsqueda por vídeo de Sam Gleig, el agente de seguridad.

Richardson se puso en pie, sacudiendo la cabeza con una mezcla de ira y disgusto.

– Será mejor que alguien llame a la policía -sugirió Ellery.

– ¡Es increíble! -comentó Richardson-. ¡Es que no me lo puedo creer! -Miró a Mitch, con cierto aire acusador, y añadió-: ¡Haz algo, Mitch, por Dios! ¡Soluciónalo! ¡Lo que me faltaba, joder!

En Los Ángeles era más fácil ser agente de seguridad que camarero. Antes de convertirse en guarda jurado, Sam Gleig había cumplido condena en la Prisión Metropolitana, por tenencia ilícita de armas y estupefacientes. Y antes de eso había sido infante de marina. Sam Gleig había visto un montón de cadáveres en su vida, pero nunca como el que estaba sentado en el centro informático de la Parrilla. El muerto tenía la cara tan azul como la camisa de su uniforme, casi como si lo hubiesen estrangulado. Pero lo que más le impresionó fueron los ojos: parecía que se le hubiesen achicharrado en las órbitas como dos bombillas fundidas.

Sam se acercó a la consola y le tanteó la muñeca para ver si había pulso. Convenía estar seguro, aunque Hideki Yojo estaba inequívocamente muerto. Y por si no hubiera dado crédito a sus ojos, estaba el olor. Aquel olor, semejante al de un cuarto lleno de pañales sucios, nunca engañaba. Sólo que, por lo general, un cadáver tardaba en oler de aquel modo.

Al soltar la muñeca de Yojo, Sam rozó con la mano la base de la lámpara. Soltó un taco y retiró la mano bruscamente. La lámpara estaba al rojo vivo. Como la pantalla de la consola, había estado toda la noche encendida. Chupándose la quemadura, se dirigió a otra consola y, por primera vez en su vida, marcó el 911.

Pasaron la llamada al servicio de control central, que, desde su búnker subterráneo del Ayuntamiento, coordinaba todas las intervenciones de la policía de Los Angeles. Un coche patrulla que iba en dirección oeste por Pico Boulevard recibió instrucciones de dirigirse a la Parrilla antes de que el informe llegara a New Parker Center por correo electrónico y apareciese en la pantalla del comisario jefe de la Brigada Criminal. Randall Mahoney echó una mirada al informe y luego abrió el archivo que contenía la lista del servicio de guardia. Con el ratón, desplazó el mensaje por la pantalla y lo dejó en la bandeja informatizada de uno de sus inspectores. Eso era lo que tenía que hacer. El nuevo método. Luego lo hizo a la antigua. Levantó su voluminosa humanidad de la silla y se dirigió a la sala de inspectores. Se fijó en un hombre de aspecto robusto con cara de guante de béisbol. Estaba sentado frente a un escritorio, mirando fijamente la pantalla apagada de su ordenador.

– Mejor sería que encendieras de vez en cuando ese jodido aparato, Frank -gruñó Mahoney-. Así ahorrarías trabajo a mis piernas.

– Quizá -respondió el otro-, pero a todos nos viene bien un poco de ejercicio. Incluso a un tipo tan atlético como tú.

– ¡Qué listo eres! ¿Qué sabes de arquitectura moderna? -preguntó Mahoney.

El inspector Frank Curtis se pasó una mano grande y fuerte por los cortos y acerados rizos que se le arremolinaban en el cráneo como muelles de un viejo sillín de bicicleta, y reflexionó unos instantes. Pensó en el Museo de Arte Contemporáneo, donde su mujer había trabajado hasta que fue sustituida nada menos que por un CD-ROM, y luego en el proyecto de la sala de conciertos Walt Disney que había visto en los periódicos. Un edificio que parecía una serie de cajas de cartón abandonadas bajo la lluvia. Se encogió de hombros.

– Menos que de ordenadores -reconoció-. Pero si me preguntas mi opinión sobre la estética de la arquitectura moderna, te diré que da asco.

– Bueno, pues mueve el culo y vete al nuevo edificio de Hope Street. El de la Yu Corporation. Acaban de encontrar un 187. Uno de los informáticos. Quién sabe, a lo mejor puedes probar que fue el arquitecto.

– No estaría mal.

Curtis cogió su chaqueta deportiva del respaldo de la silla y miró a su compañero, más joven y más atractivo, que meneaba la cabeza al otro lado del escritorio.

– ¿Quién coño te crees que eres, Frank Lloyd Wright? -dijo Curtis-. Venga, Nat, ya has oído al comisario.

Nathan Coleman siguió a Curtis hacia el ascensor.

– Sabía que eras un jodido filisteo, Frank -dijo Coleman-. Pero no te tomaba por Goliat.

– ¿Sabes algo de arquitectura moderna, Nat?

– Una vez vi una película sobre un arquitecto. El manantial. Creo que se trataba de Frank Lloyd Wright.

Curtis asintió con la cabeza.

– ¿Gary Cooper?

– Exacto. Por cierto, ahora que lo recuerdo, en la película el culpable era el arquitecto.

– ¿Qué hizo?

– Voló un edificio cuando los constructores le cambiaron los planos.

– ¿En serio? No se lo reprocho. A mí a veces me dan ganas de matar al tipo que nos hizo el baño.

– Creí que la habías visto.

En el Ford Cougar rojo de dos plazas de Nathan Coleman surcaron la autopista que rodeaba el corazón de la ciudad como un sistema de válvulas y arterias, para luego torcer en dirección sur hacia Hope Street. Por el camino, Curtis se dio cuenta de que por primera vez en su vida estaba prestando atención a la arquitectura monolítica de la zona.

– Si tengo que hablar con el arquitecto, voy a preguntarle por qué todos los edificios han de ser tan grandes.

Coleman soltó una carcajada.

– Oye, Frank, estamos en Estados Unidos, ¿recuerdas? Es lo que distingue nuestras ciudades de las de otros países. Nosotros inventamos la metrópolis de rascacielos.

– ¿Y por qué toda esta zona parece una serie de cajas puestas de pie? ¿Por qué no hicieron un centro de la ciudad a nivel humano?

– Tienen un plan estratégico para mejorar esta zona, Frank. Lo he leído en algún sitio. Quieren darle al centro una nueva identidad.

– ¿Como el programa para la protección de testigos, quieres decir? Si te interesa mi opinión, Nat, a esos cabrones de arquitectos que proyectan esos jodidos edificios es a quienes habría que dar una nueva identidad. Si en esta ciudad alguien tratara de asesinar a Frank Gehry, habría que darle la Medalla del Congreso.

– ¿A quién?

– ¿Conoces esa mierda de edificio en Olympic Boulevard? ¿La Facultad de Derecho de la Universidad Loyola?

– ¿El que tiene una cerca de hierro y muros de acero?