Выбрать главу

– El mismo.

– ¿Eso es una Facultad de Derecho? ¡Creí que era una cárcel, joder! A lo mejor expresa la opinión de Frank Gehry sobre los abogados.

– Quizá tengas razón. De todas formas, Frank Gehry es el máximo representante de la jodida escuela de arquitectura de Los Ángeles.

– Puede que ese tío sólo pretenda ser realista. Es decir, que Los Ángeles no es precisamente una ciudad que invite a la gente a pasar por tu casa sólo para saludarte.

Torcieron por Hope Street y Curtis señaló con el dedo:

– Debe de ser ahí.

Bajaron del coche y se dirigieron al edificio.

Dominada por un bronce de Fernando Botero en lo alto de una fuente y bordeada por una fila de eucaliptos, la plaza de Hope Street era una afilada elipse de unos cuarenta metros de largo. Al otro extremo de la elipse, enfrente de los policías, se alzaba una escalinata de mármol blanco muy escenográfica que daba a la entrada del edificio un aspecto aún más grandioso y monumental.

Frank Curtis se detuvo delante de la fuente, alzó la vista hacia la gruesa mujer tendida y luego observó al pequeño grupo de chinos concentrados tras una cinta policial al pie de la escalinata.

– ¿Cómo lo hacen? -preguntó-. Esos buitres que acuden al escenario del crimen. ¿Qué es? ¿Telepatía macabra?

– En realidad, creo que han venido a manifestarse -repuso Coleman-. Contra la actitud de la Yu Corporation hacia los derechos humanos, o algo así. Ha salido en la tele. -Miró la escultura-. Oye, ¿te has follado alguna vez a una tía gorda de verdad?

– ¡No -rió Curtis-, te aseguro que no!

– Yo sí.

– ¿Tan gorda como esa de ahí?

Coleman asintió con la cabeza.

– ¡Qué animal eres!

– Fue estupendo, Frank, te lo aseguro. ¿Sabes una cosa? Tuve la sensación de haber prestado un servicio a la raza humana.

– ¿En serio?

Curtis estaba más interesado en leer el cartel que había junto a la fuente:

Aviso

Es peligroso beber agua de esta fuente. Está tratada con un producto anticorrosión para proteger la escultura.

– Y si eres analfabeto y tienes sed, estás apañado, ¿no? -observó Curtis.

Coleman cogió un poco de agua en la palma de la mano, dio un sorbo y lo escupió con una mueca.

– Si alguien bebe de aquí, no corre peligro -comentó-. Sabe a detergente para lavar coches.

– A algunos drogatas les gusta el detergente para lavar coches. Coloca más deprisa que el alcohol metílico.

Siguieron hacia el edificio, ignorantes de las características de las baldosas hexagonales de cemento que pisaban. Se trataba del Pavimento DisuasorioMR y, como el Agua AsfixianteMR de la fuente, formaba parte de la estrategia ideada por el propio Ray Richardson para alejar a los muchos vagabundos de la zona. Todas las noches, una baldosa hexagonal de cada siete se elevaba hidráulicamente a una altura de veinte centímetros, como la coraza de alguna pálida criatura antediluviana, para impedir que las personas sin hogar pasaran la noche allí.

Los dos policías se detuvieron al pie de la escalinata y, protegiéndose los ojos del fuerte sol y del blanco reflejo de la fachada de hormigón, observaron el incoloro haz de columnas tubulares de acero y vigas horizontales que definían el alzado de la Parrilla. El edificio parecía dividido en diez zonas, cada una de ellas suspendida de una viga mediante una sola línea de ménsulas de acero. Y, a su vez, cada una de aquellas sólidas estructuras horizontales se apoyaba en un pilón de acero compuesto de grupos de columnas también de acero. A pesar suyo, Frank Curtis se sintió impresionado. Aquello era lo que se imaginaba cuando pensaba en la ciencia ficción: una máquina inhumana, pálida, el emisario sin rostro de un universo deforme y sin Dios.

– Esperemos que sean pacíficos -masculló.

– ¿Quiénes?

– Los alienígenas que han construido esta jodida cosa.

Subieron la escalinata a paso vivo, mostraron rápidamente su identificación al policía apostado junto a la puerta y pasaron bajo la cinta policial. Una vez dentro, cruzaron otra puerta de cristal y se encontraron frente al enorme árbol que presidía el patio.

– Mira, eso es lo que yo llamo una planta de interior -dijo Curtis.

– Supongo que ya no le preguntarás al arquitecto por qué tenía que ser tan alto este edificio. ¿Te has fijado en el tamaño de eso?

Un policía y un guarda jurado se les acercaron. Curtis se colgó la identificación en la solapa de la chaqueta y dijo:

– Brigada Criminal de la Policía de Los Ángeles. ¿Dónde está el cadáver?

– Cuarta planta -contestó el policía-. En el centro informático. Los fotógrafos y el equipo forense ya están arriba, señor.

– Bueno, pues llévanos a nuestras butacas -dijo Curtis-. No queremos perdernos el comienzo del espectáculo.

– Si hacen el favor de seguirme, caballeros -dijo el guarda jurado.

Se dirigieron a un ascensor que esperaba y subieron.

– Centro de datos -ordenó el agente.

Las puertas se cerraron y el ascensor se puso en marcha.

– Ése ha sido un buen número -observó Curtis-. ¿Eres tú quien ha encontrado el cadáver?

– No, señor -contestó el guarda-. Yo soy Dukes. Acabo de empezar mi turno. Fue Sam Gleig quien encontró al señor Yojo. Hace el turno de noche. Está arriba con los demás agentes.

Recorrieron una galería que daba al atrio, iluminada por una fila de luces empotradas en el suelo a unos centímetros de la balaustrada de vidrio.

– ¿Qué es esto? -preguntó Curtis señalando a sus pies-. ¿La pista de aterrizaje?

– Por si se produce un incendio -explicó Dukes-. Para que no se caiga la gente si el edificio se llena de humo.

– ¡Qué precavidos!

Torcieron por un pasillo y se acercaron a la pasarela que llevaba a la sala de informática. Coleman se quedó atrás, y se asomó a la galería para apreciar la amplitud del edificio.

– Echa una mirada a este tenderete, Frank. Es increíble.

– Vamos, Toto -le llamó Curtis-. Que ya no estamos en Kansas.

– No ha visto ni la mitad -dijo Dukes-. Esto es como La guerra de las estrellas, hombre.

– Póngase al mando del grupo de desembarco, señor Coleman -dijo Curtis-. Y quiero respuestas.

– Sí, señor.

Coleman sacó un cigarrillo y luego cambió de parecer cuando vio el cartel de «Prohibido fumar» en la puerta de la sala de informática. Con el Halon 1301 no había que andarse con bromas.

Los fotógrafos y el equipo forense trabajaban concienzudamente y con rapidez, y el objeto de su indagación seguía sentado en la silla.

– Joder, qué habitación -decía uno-. Yo no podría vivir en un sitio sin ventanas.

– ¿Vas a indicar eso como probable causa de la muerte?

A lo largo de los años Curtis había tenido ocasión de conocer a la mayoría del personal del equipo forense; sabía que las caras nuevas tendrían alguna relación con la víctima. Amigos o colegas. Dijo a Coleman que los sacara de allí y les tomase declaración si era necesario. Luego observó el cadáver con más detenimiento.

El ayudante del forense, un individuo alto de aspecto muy adecuadamente cadavérico, pelo lacio y gafas ahumadas, se irguió y esperó a que el inspector concluyese su rápido examen.

– ¡Joder, Charlie! ¡Parece que este tío pasó el fin de semana en una playa del atolón de Bikini!

Curtis dio un paso atrás agitando la mano delante del rostro para alejar el pestilente olor.

– Pero ¿qué hizo? ¿Se cagó hasta la muerte?

– Eso parece, a juzgar por el olor.

– Murió en la silla, ¿verdad?

– A la vista está, ¿no?

– Pero hasta ahora las sillas no eran mortales, salvo la eléctrica, claro. Vamos, Charlie, ¿hay indicios médicos que hagan sospechar?

Charlie Seidler encogió sus insignificantes hombros.