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– Es difícil decirlo, a primera vista.

Curtis miró de forma elocuente las facciones moradas y ensangrentadas de Yojo.

– ¿Seguro que has visto lo mismo que yo, Charlie? -dijo, sonriendo-. Échale otra mirada, ¿quieres? Los ojos no se ponen tan morados por pasarse con el maquillaje. ¿Y de dónde viene toda esa sangre?

– De la boca. Se partió la lengua.

Seidler mostró una bolsa de plástico que contenía algo parecido a la larva de un insecto.

– Encontramos la punta sobre sus piernas.

– ¡Bonito recuerdo!

Curtis se pellizcó la nariz y se acercó a echar otra mirada.

– ¿Causa de la muerte?

– Demasiado pronto para decirlo. Podrían haberlo estrangulado. O envenenado. Tiene la boca demasiado cerrada para ver lo que hay dentro. Pero podría tratarse de causas naturales. Crisis cardiaca. Algún ataque. No sabremos nada hasta que lo tengamos en la mesa de disección.

– Tu vida privada es cosa tuya, Charlie.

Curtis sonrió y fue en busca de los testigos.

Encontró a Coleman esperándolo con Mitchell Bryan, Aidan Kenny, Sam Gleig y Bob Beech. Estaban sentados en torno a una mesa de cristal bajo uno de los sólidos tirantes del edificio. El inspector pasó la mano sobre el liso y blanco acabado de fluoropolímero que revestía el aluminio del tirante, y luego se asomó a la galería que daba al atrio. Era, pensó, como una extraña y absurda catedral moderna: la Iglesia de los Astronautas de los Primeros Días. El Templo de Jesucristo, Primer Hombre del Espacio. La Primera Mezquita Orbital del Mundo.

– Este edificio suyo es un verdadero espanto -sentenció, sentándose a la mesa.

– A nosotros nos gusta -repuso uno de ellos.

– Nos gustaba -apostilló otro-. Hasta esta mañana.

Nathan Coleman hizo las presentaciones y luego resumió lo que le habían contado.

– El difunto se llamaba Hideki Yojo. Jefe de aplicaciones informáticas de la Yu Corporation, propietaria de este edificio. Su cadáver lo descubrieron los señores Beech, Kenny y Bryan, aquí presentes, por el circuito cerrado de televisión durante una reunión que se celebraba en las oficinas de Richardson y Asociados, en Sunset. Son los arquitectos que han proyectado este edificio. Cuando se descubrió el cadáver, a eso de las nueve y media, se encargó al agente de seguridad de servicio, el señor Gleig, aquí presente, que fuese a investigar. Encontró el cadáver a eso de las nueve cuarenta.

– ¿Observó algo fuera de lo normal? -Curtis sacudió la cabeza-. Lo siento. Creo que debería repetirle la pregunta en otros términos, porque éste es el sitio más raro que he visto en mi vida. Esa sala de ordenadores parece sacada de una película. Yo sólo soy un poli. La idea que tengo de un edificio como es debido es que se pueda encontrar fácilmente el retrete. Sin ánimo de ofender, señores.

– No se preocupe -dijo Mitch que, señalando por encima del hombro de Curtis, añadió-: Y a propósito, el retrete está por ahí.

– Gracias. Bueno, Sam, ¿puedo tutearte? ¿Notaste algo inhabitual? Aparte del cadáver, naturalmente.

Sam Gleig se encogió de hombros y dijo que no había observado nada anormal.

– El hombre estaba muerto. Eso lo vi inmediatamente. He estado en el ejército y no me cupo la menor duda, ¿comprende? Hasta entonces había sido una noche tranquila. Igual que siempre. El señor Yojo solía trabajar hasta muy tarde. De vez en cuando me levantaba y daba una vuelta por el edificio, pero pasé la mayor parte del tiempo en la oficina de seguridad. Desde allí se puede vigilar todo, con las cámaras. Aun así, no presté demasiada atención. Es decir, que de eso se ocupa el ordenador. Abraham se limita a indicarme el sitio donde debo echar un vistazo, ¿sabe? Y le aseguro que anoche sólo estábamos los dos. El señor Yojo y yo.

– Bueno, ¿y quién es Abraham? -inquirió Curtis, frunciendo el ceño-. ¿Se me ha escapado algo?

– Así llamamos al ordenador, inspector -le explicó Beech, encogiéndose de hombros.

– Ah, ya entiendo. Yo también llamaba un montón de cosas a mi coche. Pasemos a ese circuito cerrado de televisión. ¿Hay un vídeo de lo que pasó?

Aidan Kenny le entregó un disco compacto.

– Me temo que sólo está el momento del descubrimiento -explicó-. Esta grabación se hizo en nuestras oficinas de Sunset. Aún estamos instalando los diversos sistemas de gestión del edificio, ¿comprende? Ésa es una de las razones por las que Hideki Yojo trabajaba hasta tarde. Teníamos un fallo con el programa de hologramas. Hideki trataba de arreglarlo. En cualquier caso, aún tenemos que instalar los dispositivos de grabación en este edificio.

– ¿Y lo arregló? ¿El fallo?

Kenny miró a Beech y se encogió de hombros.

– En realidad, no lo sé. Según…, según el ordenador, la última operación, es decir, la última instrucción que dio al programa, fue alrededor de las diez. Debió de morir poco después.

Curtis enarcó las cejas. Kenny pareció desconcertarse.

Bob Beech carraspeó y pasó a Curtis un listado de ordenador.

– Aquí no trabajamos mucho con documentos impresos -le informó-. En realidad, una de las normas de la empresa es evitar el papel en lo posible. Normalmente pasamos por el escáner todos los documentos y los convertimos en imágenes electrónicas. No obstante, he impreso éste por si le resultaba de utilidad.

– Muchas gracias. ¿Qué es?

– El historial médico de Hideki Yojo. Supongo que lo necesitarán para la autopsia. La harán, supongo. En estos casos siempre la hacen.

– Sí, desde luego. Habrá que hacer la autopsia -repuso Curtis en tono seco y formal. Le molestaba que se le anticipasen en algo tan simple como una investigación preliminar.

– El caso es… -intervino Beech que, notando entonces la irritación de Curtis, concluyó-: Bueno, quizá no tenga importancia.

– No, por favor. Lo está haciendo muy bien. -Se rió, un tanto incómodo-. Yo hubiera hecho lo mismo que usted, señor Beech. Continúe, por favor.

– Pues el caso es que Hideki se venía quejando de fuertes dolores de cabeza. Si se trata de muerte natural, quizá tenga algo que ver con eso.

Curtis aprobó con la cabeza.

– ¿Cree que ha sido muerte natural? -preguntó Mitch.

– Es un poco pronto para decirlo, señor Bryan -contestó Curtis-. No sabremos nada seguro hasta después de la autopsia. Así, de momento, consideraremos la muerte como sospechosa. -Decidió asustarlos un poco-. Es posible que Hideki Yojo fuera estrangulado.

– ¡Joder! -exclamó Kenny.

Curtis cogió el disco y el listado de ordenador y se puso en pie.

– Bueno, gracias por su ayuda. -Lanzó una mirada significativa a Nathan Coleman-. Será mejor que volvamos a Parker Center.

– Los acompañaré a la salida -se ofreció Mitch.

– No hace falta. Ya he hablado antes con un ascensor. Claro que sólo para maldecirlo. Pero seguro que podré…

– No lo ha entendido -repuso Mitch-. En este edificio nadie puede utilizar el ascensor sin el sistema de tratamiento y reconocimiento de señales precodificadas. Si el ordenador no le reconoce, no podrá utilizar el ascensor, ni abrir una puerta, ni llamar por teléfono, ni acceder a un terminal informático.

– Eso es lo que yo llamo buena organización -dijo Curtis.

Los dos inspectores siguieron a Mitch al ascensor.

– Planta baja, por favor, Abraham -ordenó Mitch.

– ¿Qué ocurre cuando uno está acatarrado? -preguntó Curtis-. O si se ha bebido demasiado. En esas situaciones, cambia la voz.

– El sistema trabaja sumamente bien, con independencia de las condiciones en que se encuentre el usuario -explicó Mitch-. El índice de negativos erróneos, es decir, las veces que el sistema rechaza al usuario autorizado, se sitúa en torno al 0,1 por ciento. El índice de positivos erróneos, esto es, cuando se da acceso a una persona no autorizada, no llega a la mitad. La seguridad es casi absoluta. Y, además -añadió-, si alguien ha bebido demasiado no tiene nada que hacer aquí.