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– Lo recordaré -dijo Curtis, echando una mirada por el atrio-. Así que esto es el progreso, ¿no? Cálculo frío antes que visión estética. -Se encogió de hombros-. ¿Y yo qué sé? Yo sólo tengo que mirarlo.

Mitch vio salir de la Parrilla a los dos inspectores y sintió alivio de que no hubieran preguntado quién más se había quedado trabajando la noche anterior. Pero se inquietó un poco ante la idea de que, muy probablemente, Alison recordara su historia de que Hideki Yojo estaba con él en el restaurante aproximadamente a la hora de su muerte. Eso requeriría ciertas explicaciones.

Grabel se dirigió a un bar de San Pedro Street, a unas manzanas al este de la Parrilla, un barrio de hoteles baratos y albergues de caridad. Se sentó a la barra y puso algún dinero sobre el mostrador, para que el camarero viese que podía pagar, y pidió una copa. Le temblaban las manos. ¿Había jodido ya a Richardson y a su nuevo edificio, o aún seguía planeándolo? Se bebió la copa de un trago, se sintió mejor y pidió otra. Intentó recordar los acontecimientos de la noche anterior y reflexionó de nuevo. Incluso las cosas más tremendas tenían mejor aspecto después de un par de copas.

Cuando la policía levantó el cadáver y el ayudante del forense terminó su trabajo en la sala de informática, Bob Beech contempló con tristeza la consola vacía de Yojo.

– Pobre Hideki -dijo.

– Sí -repuso Kenny-. Estrangulado. ¿Quién habría querido estrangularlo?

– El poli sólo dijo que era una posibilidad -le recordó Mitch.

– ¿Te fijaste en la cara de Hideki? La cara no se te pone así por cantar en el coro de la iglesia. Algo le pasó. Algo horrible. De eso puedes estar seguro.

– ¿Quién querría matar a Hideki? -preguntó Mitch.

Kenny se encogió de hombros y sacudió la cabeza.

– Se han llevado su silla -observó Beech-. ¿Por qué lo habrán hecho?

– ¿A ti qué te parece? -repuso Mitch-. Se habrá cagado o algo así. ¿Es que no lo hueles?

– Con la sinusitis, no.

– Pues huele bastante -aseguró Kenny-. ¿Abraham? ¿Quieres cambiar el aire de la sala?

– Lo que usted diga, señor.

– Joder. ¿Os habéis fijado en eso? -Kenny señaló la lámpara de Yojo. La caja del transformador se había derretido y, aunque ya estaba fría, tenía todo el aspecto del alquitrán caliente-. Qué cabrones. Algún poli descuidado la habrá enderezado sin apagarla antes.

– A mi ex novia se le enredó el pelo en una de esas lámparas halógenas y se le prendió fuego -dijo Beech.

– ¡Joder! ¿Le pasó algo?

– No. Y estaba más guapa. No me gustaba con el pelo largo.

Kenny accionó el interruptor y vio que la lámpara seguía funcionando.

– Esto es de lo más surrealista, ¿no creéis? Como un cuadro de Salvador Dalí.

Beech se sentó pesadamente en su silla, apoyó los codos en la consola y suspiró.

– Conocía a Hideki desde hace casi diez años. Sabía más que nadie de ordenadores. Ese cabroncete de japonés… ¡Sólo tenía treinta y siete años, coño! No puedo creer que esté muerto. Es decir, que estaba perfectamente cuando le dejé anoche. Y sabes que desde que empezó a ir a tu quinesioterapeuta, Aid, ya no tenía aquellas jaquecas. -Beech hizo un gesto de pesar con la cabeza-. Esto va a perjudicar seriamente a la Corp en Estados Unidos. Jardine Yu no se lo va a creer. Hideki era un elemento clave de nuestros planes para los próximos cinco años.

– Todos le echaremos de menos -insistió Kenny.

Mitch aguardó un momento y luego dijo:

– Ese fallo del programa de imágenes en tiempo real, ¿creéis que consiguió arreglarlo?

Bob Beech presionó la palma de la mano sobre la pantalla de su ordenador.

– Pronto lo averiguaremos -aseguró.

– ¿Cuál era el problema exactamente? -preguntó Mitch.

– Lo creas o no -explicó Beech-, Abraham era demasiado rápido para el programa de ITR. Para engañar al ojo y hacerle creer que una imagen holográfica se está moviendo de verdad, se necesita un mínimo de sesenta actualizaciones por segundo. Lo que implica un cúmulo de datos de alrededor de doce billones de bits por segundo. Los anteriores programas de ITR no daban más que uno o dos segundos de imágenes interactivas en movimiento, y aun así temblaban bastante. Pero utilizando LEMON, el nuevo programa de compresión de datos de la Yu Corp, y un tratamiento en paralelo, descubrimos la forma de simular las prestaciones de un chip terahertziano y dar al programa de ITR un aspecto tan real como la vida misma. El único problema era que el programa elaborado por nosotros no podía seguir ese ritmo. Hideki trataba de encontrar cierto equilibrio para conseguir una imagen más fluida.

– ¿Vas a ejecutar el programa ahora, Bob? -preguntó Kenny, un tanto sorprendido-. ¿Crees que es buena idea?

– Es lo mejor que se me ocurre para saber si funciona.

– Supongo que tienes razón. Pero voy a echar una mirada por el atrio, a ver si hay alguien rondando por ahí.

– ¡Ah, bien pensado! -rió Beech-. El programa de ITR puede darle un susto mortal a cualquiera. Y ya hemos tenido bastantes emociones por hoy.

El centro médico presbiteriano Queen of Angels de Hollywood, en la North Vermont Avenue, se encontraba al norte de la Hollywood Freeway, no lejos de New Parker Center. Allí era donde se realizaban las autopsias de la Brigada Criminal cuando el índice de asesinatos en la ciudad era aún más alto que de costumbre y en el Hospital General del Condado no había espacio para más cadáveres.

Curtis y Coleman ya habían ido cuatro veces en aquella semana, y para ganar tiempo asistían a dos autopsias: la de un joven gángster negro asesinado a tiros y la de Hideki Yojo.

Lo del tiroteo era bastante simple. A Roo Evans, de veinte años y con el tatuaje de una chica de Playboy que identificaba a su banda, lo había perseguido en coche una banda rival por la Harbor Freeway. Cuando le dieron alcance, cerca del Centro de Congresos de Los Angeles, le dispararon once balas de nueve milímetros en el pecho.

Tras la primera autopsia, Curtis y Coleman habían ido a la sala de policías a beber un café mientras esperaban que la doctora les anunciaría que estaba lista para abrir a Hideki Yojo.

– ¿Cómo lo hace?

– ¿Quién?

– Janet. La doctora Bragg. Dos seguidas. ¡Joder, ha destripado a ese chico como si fuera una puñetera trucha!

– No ha tenido que hacer nada especial -observó Curtis-. Once balas del nueve. Esos tíos no querían que se les escapara. Con una Glock. Como la tuya, Nat.

– ¿Es que sospechas de mí?

– ¿Siempre has llevado una del nueve con doble cargador?

– Consejo de mi mamá. Nunca fui buen tirador, así que pensé que sería mejor tener algo que soltara mucho plomo.

Se abrió la puerta y una atractiva mujer negra de mediana edad asomó la cabeza por el umbral.

– Estamos a punto de empezar, caballeros -anunció Janet Bragg, y le tendió a Curtis un frasquito de aceite de eucalipto.

Curtis desenroscó el tapón y se untó un poco bajo las aletas de la nariz. Nathan Coleman hizo lo mismo y encendió un cigarrillo como medida de protección adicional.

– Dile el aspecto que tienen los pulmones de un fumador cuando los tienes en la mesa de disección, Janet -dijo Curtis cuando salieron al pasillo.

– Pues es algo digno de verse -admitió ella, sin cargar las tintas-. Aunque el olor es insoportable. Como a ceniceros concentrados.

Bragg iba vestida como si trabajase en una fábrica de hamburguesas: mono blanco, botas de goma, cofia de plástico, gafas de protección, delantal, gruesos guantes de goma.

– Qué guapa estás hoy, Janet -dijo Coleman-. Hmm. Me gustan las mujeres que saben cómo vestirse para excitar a un hombre.

– Ya que hablas de eso -dijo Bragg-, había semen en los calzoncillos del cadáver.

– ¿Se corrió en los calzoncillos antes de morir?