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En la sorpresa de Coleman había una nota de asco.

– Desde luego, no se corrió después -apostilló Curtis-. Eso seguro.

– No es raro en casos de estrangulamiento.

– ¿Ha sido eso, entonces? -preguntó Curtis-. ¿Lo han estrangulado?

Bragg abrió una puerta compuesta por dos membranas transparentes que conducían a una estancia amplia y fría.

– Pronto lo sabremos.

El cuerpo desnudo de Yojo yacía en un frigorífico cercano a una mesa de disección de acero inoxidable. Curtis había visto trabajar muchas veces a Bragg y sabía que no necesitaba ayuda para trasladar el cadáver a la mesa. Unos rulos que había bajo la rejilla perforada de la mesa le permitieron poner a Yojo sobre la mesa con una sola mano; realizó la maniobra con la consumada destreza del prestidigitador que retira el mantel de debajo de una mesa con los cubiertos puestos. Luego ajustó la altura y puso en marcha un aparato de extracción de aire conectado a un conducto de evacuación bajo la mesa. En un extremo había una pila para biopsias con dos grifos mezcladores de manivela y un tubo flexible terminado en una ducha de teléfono. Abrió los grifos y el tubo de la ducha.

Cuando estuvo preparada, Curtis accionó una cámara de Super-8 para filmar la autopsia. Comprobó el foco y dio un paso atrás para ver el trabajo de la doctora.

– Signos clínicos habituales de asfixia, pero no hay marcas en el cuello -observó Bragg girando de un lado a otro la cabeza de Yojo-. Difícil decir cómo lo han estrangulado.

– ¿Quizá con una bolsa de plástico en la cabeza? -aventuró Curtis.

– No me atosigues, Frank -replicó ella, y cogió el escalpelo.

El procedimiento de la autopsia había cambiado muy poco en los veinte años que Frank Curtis llevaba trabajando en la Criminal. Tras examinar el exterior del cuerpo en busca de alguna anomalía o traumatismo, las incisiones principales siempre eran las mismas. Una en forma de Y a partir de las axilas, cada brazo de la letra cruzando el pecho hasta el final del esternón; y otra que seguía desde ese punto de unión hasta el bajo vientre y la zona genital. Janet Bragg trabajaba rápido, ligando las arterias de la cabeza, cuello y brazos, y canturreaba una melodía mientras se preparaba a extirpar los órganos para su posterior disección.

La melodía se convirtió en la letra de una canción de Madonna.

– ¡Fiesta-a! ¡Todo irá muy bien! ¡Fiesta-a!

– Me encantan las mujeres que trabajan con alegría -dijo Curtis.

– Una se acostumbra a todo.

Extirpó los órganos del pecho, los puso en una cubeta de plástico y repitió la operación con los del abdomen, depositándolos en otra cubeta. Los órganos siempre se extraían por grupos, para determinar cualquier anomalía en sus relaciones funcionales. Luego cogió la sierra eléctrica y empezó a abrir la bóveda craneana de Hideki Yojo.

Curtis buscó con la mirada a Nathan Coleman y lo encontró sentado frente a una mesa de trabajo, examinándose un cabello por el microscopio.

– Mira, Nat, igual que pelar un huevo duro -observó cruelmente-. ¿O eres de esos chalados que golpean la parte de arriba y van quitando trocitos de cáscara?

Coleman trató de no oír el ruido de la sierra.

– No como huevos -repuso con calma-. No soporto el olor.

– ¡Qué sensible eres!

– ¡Coño! -jadeó Bragg. Lo que vio al extirpar la bóveda la dejó pasmada por primera vez desde hacía años.

– ¿Qué es?

– Nunca he visto… -dijo, con una mueca de excitación-, nunca he visto una cosa así.

– No te hagas de rogar, Janet.

– Espera un momento.

Cogió una cucharilla y, maniobrando en el interior de la cabeza de Yojo, extrajo el contenido del cráneo y lo dejó caer en su mano.

– ¿Qué has encontrado?

Nathan Coleman se levantó y se puso al lado de Curtis, frente a la mesa de disección.

– Si no lo viese con mis propios ojos, no lo creería.

Colocó un objeto del tamaño de una pelota de tenis sobre una bandeja quirúrgica y se irguió, sacudiendo la cabeza. Era una cosa oscura, pardusca y de aspecto crujiente, como si la hubieran metido en aceite hirviendo.

– ¿Qué coño es eso? -jadeó Curtis-. ¿Un tumor?

– No es un tumor. Lo que están viendo, caballeros, es lo que queda del cerebro de este hombre.

– ¡Me estás tomando el pelo!

– Echa una mirada al cráneo, Frank. No hay nada dentro.

– ¡Joder, Janet! -exclamó Coleman-. ¡Si parece una jodida hamburguesa!

– Demasiado hecha para mi gusto -comentó Curtis.

Bragg puso el cerebro en la balanza. Pesaba menos de ciento cincuenta gramos.

– Pero ¿qué le ha pasado? -preguntó Curtis.

– Hasta ahora sólo lo había visto en los libros -reconoció Bragg-, pero diría que ha sufrido un ataque epiléptico agudo. Hay un síndrome sumamente raro que se llama status epilepticus. La mayoría de los ataques epilépticos duran unos minutos, pero en algunos casos se prolongan más de, digamos, treinta minutos, o si se suceden varios con tal rapidez que no hay recuperación entre los intervalos. El cerebro trabaja a tal ritmo que se fríe dentro del cráneo.

– ¿Un ataque epiléptico puede haber hecho eso? Pero ¿y lo de la eyaculación?

– Una fuerte excitación eléctrica del cerebro puede causar toda una asombrosa serie de sensaciones y emociones, Frank. La erección y el orgasmo pueden ser un corolario de la excitación del hipotálamo y de las zonas septales cercanas. -Asintió con la cabeza-. Eso es lo que debió de pasar. Sólo que nunca lo había visto, hasta ahora.

Curtis sacó el bolígrafo y tocó con él el cerebro frito, como si fuese un escarabajo muerto.

– Status epilepticus -repitió con aire pensativo-. ¿Qué te parece? Pero ¿qué puede haberle causado un ataque de esa magnitud? ¿No sientes curiosidad? Tú misma has dicho que es un hecho bastante insólito.

Ella se encogió de hombros.

– Puede haber sido cualquier cosa. Un tumor intercraneal, un neoplasma, un absceso, una trombosis de las venas superficiales. Trabajaba con ordenadores, ¿no? Pues a lo mejor ha sido por estar siempre con la vista fija en la pantalla. Ésa podría ser la causa. Investigad su historial médico. Quizá tuviese alguna dolencia que mantenía oculta. En las condiciones en que está el cerebro, yo ya he hecho todo lo posible. Lo mismo daría seccionar una suela de zapato, porque esa mierda no va a decirnos nada más.

– Muerte natural -informó Mitch-. La oficina del forense acaba de comunicarlo. Un ataque epiléptico. Muy agudo, según parece. Hideki tenía cierta predisposición a la epilepsia. Era sensible a la luz y el ataque fue provocado por el monitor de su ordenador. Al parecer, sabía que no debía acercarse a una pantalla de televisión. -Se encogió de hombros-. Pero, por otro lado, ¿qué podía hacer, si la informática era su vida?

Se había encontrado con Ray Richardson en las escaleras del estudio. Richardson se dirigía al aeropuerto y llevaba una abultada cartera y un ordenador portátil. Su Gulfstream le esperaba para conducirlo a Tulane, donde iba a presentar a los decanos de la universidad sus planos para una nueva Facultad de Derecho inteligente.

– Lo comprendo -repuso Richardson-. Supongo que si los médicos me dijeran que ni mirase un edificio nuevo, tampoco les haría caso.

Mitch asintió pensativo, no muy seguro de que él hubiera hecho lo mismo.

– ¿Me acompañas al coche, Mitch?

– Claro.

Mitch suponía que la turbada expresión de Richardson tenía que ver con la muerte de Yojo, pero sólo acertaba en parte.

– Quiero que hables con nuestros abogados, Mitch. Diles lo que le ha sucedido a Yojo. Y será mejor que también llames a la compañía de seguros. Por si a algún hijo de puta se le ocurre presentar una querella. Mientras no hayamos terminado el edificio, se nos echarán encima a nosotros, no a la Yu Corporation.

– Ha sido muerte natural, Ray. No pueden hacernos responsables en modo alguno.