– No se pierde nada con explicar todas las circunstancias a un abogado -insistió Richardson-. Yojo se quedaba a trabajar hasta tarde, ¿no? A lo mejor viene alguien diciendo que se lo deberían haber impedido. ¿Entiendes lo que estoy haciendo, Mitch? Intento pensar como algún cabrón de mierda de abogado. En la putada que trataría de hacernos. En el argumento que esgrimiría para achacarnos la responsabilidad. ¡Joder, cómo odio a esos cabrones!
– Yo no se lo diría a los de la Facultad de Derecho de Tulane -le aconsejó Mitch.
– ¡Valdría la pena, coño! -rió Richardson-. Bueno, haz esas llamadas, por favor.
Mitch se encogió de hombros. Sabía muy bien que discutir con su jefe era imposible. Pero Richardson notó su expresión y asintió con la cabeza.
– Mira, sé que piensas que me pongo un poco paranoico con estas cosas, pero sé lo que me digo. En este momento tengo dos juicios pendientes. Mi ex criada me ha demandado por la crisis nerviosa que dice que sufrió cuando la despedí por no cumplir su horario de trabajo. Un cabrón que invité a cenar a mi casa me reclama daños y perjuicios porque una espina de pescado se le atascó en la garganta. Y antes de que te des cuenta, Allen Grabel intentará sacar tajada.
– ¿Grabel? ¿Has sabido algo de él?
– No, no, hablo en teoría. Pero ¿quién me asegura que no se querellará conmigo por despido indirecto? Ese tipo me odia a muerte. Tenías que haberle oído cuando se largó. Dijo que quería verme muerto. Estuve a punto de denunciarle a la policía. Quiere perjudicarme, Mitch. Me sorprende que todavía no me haya llamado algún abogado.
Salieron por la parte trasera del edificio, donde aguardaba el Bentley. Richardson tendió a Declan la cartera y el ordenador y se quitó la chaqueta antes de subirse al asiento de atrás. No cerró la puerta. Eso era cosa del chófer.
– El viernes entierran a Yojo -le informó Mitch-. En Forest Lawn.
– Nunca voy a los entierros. Ya lo sabes. Sobre todo en esta ciudad. La vida ya es demasiado corta. Y tampoco quiero que vaya nadie de la oficina. El viernes es día de trabajo. Al que vaya, que le descuenten de las vacaciones el tiempo que esté ausente. Manda una corona, sí lo crees necesario. Puedes poner mi nombre en la tarjeta, si quieres.
– Gracias, Ray. Estoy seguro de que a él le habría gustado.
Richardson ya estaba marcando un número en el teléfono móvil.
Cuando Declan cerró la puerta del Bentley, Mitch esbozó una tenue sonrisa. Casi deseaba que el que hubiera muerto fuese Ray Richardson. Los que asistieran a su entierro se alegrarían de considerarlo como vacaciones. Lo raro era que aún no hubieran contratado a un asesino a sueldo para eliminarlo. Si un sobre circulara por la oficina para hacer una colecta destinada a esa causa tan meritoria, se recogerían varios miles de dólares. Y quizá incluso alguien se ofreciera a hacerlo gratis.
Vio cómo se alejaba el coche. Luego dio media vuelta y se dirigió al fondo de la terraza. Había días en que el humo y la niebla se extendían por la ciudad en una densa capa semejante a hielo seco que cubría hasta la lejana silueta de los edificios. Pero aquel día la atmósfera estaba relativamente limpia y la vista de Mitch abarcaba unos doce kilómetros de la parte occidental de Los Angeles. Distinguía fácilmente los rascacielos: el Arco Towers, el First Interstate, el Microsoft Building, el Crocker Center, el Library Tower, el edificio de la SEGA. Pero no había ninguno como la Parrilla. Parecía surgir del terreno como una criatura recién nacida, blanca y reluciente, para algún fin no revelado aún a los habitantes humanos de la ciudad. El edificio le daba la impresión de ser algo casi móvil, hasta el punto de que parecía expresar la esencia misma de Los Ángeles: su libertad.
Mitch sonrió al recordar el artículo que Joan había escrito para el lujoso folleto plateado que la empresa había editado a fin de promocionar sus edificios y los proyectos que tenía en marcha. ¿Qué era lo que decía? En general, la mayor parte de lo que escribía era ridiculamente ampuloso. Y prodigaba de manera irritante la palabra genio en relación con su marido. Pero en esa ocasión una frase en concreto le había llamado la atención.
«¡Feliz el mundo en que se levantan esos edificios!»
Quizá la alusión literaria no fuese tan exagerada, pensó. Era un edificio que verdaderamente representaba un nuevo futuro.
Siempre que Sam Gleig tenía turno de noche se presentaba en la oficina de obras de la séptima planta, a fin de enterarse de si había instrucciones especiales para él y comprobar quién se quedaba trabajando. Habría obtenido el mismo resultado telefoneando desde la oficina de seguridad de la planta baja, pero con doce horas de soledad por delante Gleig prefería un poco de contacto humano. Mantener una pequeña conversación con quien estuviese por allí. Charlar un poco. Luego se alegraba de haberlo hecho. De noche, la Parrilla era un sitio abandonado. Además, aquella noche tenía curiosidad por enterarse del dictamen oficial sobre la muerte de Yojo.
En un esfuerzo por mantenerse en forma, Gleig solía evitar el ascensor y subía por la escalera. Los escalones eran de vidrio, para dar la máxima luminosidad a la caja de la escalera, y de noche la luz eléctrica le daba el color de una piscina. La escalera del cielo. Así la llamaba Gleig. Hombre de convicciones religiosas, nunca subía la escalera sin pensar en el sueño de Jacob ni repetirse el texto del Génesis: «Y despertó Jacob de su sueño y dijo: Ciertamente Jehová habita en este lugar, y yo no lo sabía. Y tuvo miedo y dijo: ¡Cuán terrible es este lugar! Verdaderamente ésta es la casa de Dios, y la puerta del cielo.»
En la oficina encontró a Helen Hussey, la aparejadora, y a Warren Aikman, el maestro de obras, que estaban guardando sus cosas en las carteras y preparándose para marcharse.
– Buenas noches, Sam -le saludó cordialmente Helen.
Era una pelirroja alta y esbelta, de ojos azules y muy pecosa. A Gleig le caía muy bien, porque siempre tenía una palabra cortés para todo el mundo.
– Buenas noches, señorita Hussey -contestó él-. Buenas noches, señor Aikman.
– Sam -gruñó el maestro de obras, demasiado cansado hasta para hablar-. Ah, vaya día. Menos mal que ya se ha terminado.
Instintivamente se ajustó la corbata con el emblema de su universidad, se pasó la mano por el pelo gris y vio que seguía teniéndolo lleno de polvo: consecuencia de inspeccionar el techo de la planta decimosexta mientras los obreros estaban instalando el aislante en el suelo del piso de arriba. Como representante personal de la Yu Corporation en la obra, Aikman debía inspeccionar periódicamente las obras y presentar un informe completo y detallado de todas las incidencias, refiriendo a Mitchell Bryan o a Tony Levine cualquier discrepancia entre los planos y el acabado del edificio. Pero la frustración de Aikman tenía más que ver con Helen Hussey que con la interpretación de los detalles arquitectónicos. Pese a haberle dicho, más o menos, que estaba enamorado de ella, Helen seguía negándose a tomarle en serio.
– Bueno -dijo Sam-, ¿quién se queda trabajando esta noche?
– ¿Qué te he dicho, Sam? -le reprendió ella-. Pregúntaselo al ordenador. Abraham está programado para saber quién se queda trabajando y dónde. Tiene cámaras y sensores térmicos para ayudarte.
– Sí, lo sé, pero es que no me gusta hablar con una máquina. Resulta un poco frío. Es importante un poco de contacto humano, ¿entiende lo que quiero decir?
– Yo preferiría hablar con una máquina antes que con Ray Richardson -declaró Aikman-. Al menos hay una remota posibilidad de que la máquina tenga corazón.
– No quisiera molestarlos.
– No nos molestas para nada, Sam.
Sonó el teléfono de Aikman. Contestó y, al cabo de unos momentos, se sentó a su escritorio y escribió una nota. Tapando el teléfono con una mano, miró a Helen Hussey y dijo:
– Es David Arnon. ¿Puedes esperar un momento?