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Aliviada por la oportunidad de bajar al coche sin tener que luchar para que Aikman le quitara las inquietas manos de encima en el ascensor, Helen sonrió y sacudió la cabeza.

– No puedo -musitó-. Ya voy con retraso. Te veré mañana.

Aikman hizo una mueca de irritación y asintió con la cabeza.

– Sí, David. ¿Tienes los datos ahí?

Helen se despidió de él agitando los dedos y se encaminó al ascensor en compañía de Sam Gleig.

– ¿Han dicho ya lo que le pasó al señor Yojo?

– Al parecer sufrió un ataque epiléptico agudo -contestó Helen.

– Lo que yo pensaba.

Subieron al ascensor y le dijeron a Abraham que los llevara al aparcamiento.

– ¡Pobre hombre! -añadió Sam-. Una verdadera lástima. ¿Cuántos años tenía?

– No lo sé exactamente. Treinta y tantos, supongo.

– ¡Maldita sea!

– ¿Qué pasa, Sam?

– Acabo de acordarme de que me he dejado el libro en casa. -Se encogió de hombros con aire de disculpa-. En un trabajo como éste hay que tener algo para leer. Y no soporto la tele. Contamina.

– Pero tienes un ordenador, Sam. ¿Por qué no usas la biblioteca electrónica?

– La biblioteca electrónica, ¿eh? No sabía que existiese una cosa así.

– Es muy fácil de utilizar, de verdad. Muy sencillo. Funciona como una especie de tocadiscos automático. No tienes más que seleccionar en el ordenador el icono de la biblioteca multimedia y aparece una lista con los índices de todos los textos disponibles en el disco. Elige el índice y luego el título, y el ordenador te ejecutará el disco. Claro que la mayoría son libros de referencia, pero todos son interactivos, con fragmentos de audio y vídeo. La «Guía cinematográfica» de Variety es estupenda. Créeme, Sam, es muy divertido.

– Pues gracias, señorita Hussey. -Sam sonrió cortésmente-. Se lo agradezco mucho.

Se preguntaba si realmente era posible leer algo en aquella biblioteca: por la forma en que se lo había descrito, parecía otra manera de ver la televisión. Al salir de la cárcel había jurado no volver a ver la tele en su vida.

La siguió con los ojos hasta que subió al coche y luego se dirigió al atrio, donde el piano estaba tocando un Impromptu de Schubert al estilo de Murray Perahia. Aunque le gustaba la música, Gleig siempre se ponía nervioso al ver las teclas, que tocaban como si alguien estuviese sentado en el taburete. Y más ahora que Hideki Yojo había muerto. Aún se estremecía al pensar en aquellos ojos morados. Epilepsia. Vaya forma de morir.

La muerte era un tema frecuente en los pensamientos de Gleig. Sabía que era debido a la soledad de su trabajo. A veces, haciendo la ronda por el edificio, tenía la impresión de estar encerrado en un enorme mausoleo. Con la inquietud de la muerte y la forma de morir, y con tanto tiempo disponible, se había convertido en una especie de hipocondriaco. Pero más que la idea de que él también pudiera sufrir un ataque epiléptico, le preocupaba no saber nada en absoluto de la epilepsia ni de los síntomas que la anunciaban. En cuanto tuvo ocasión, accedió a la enciclopedia de la biblioteca electrónica.

Seleccionó con el ratón el índice correspondiente. Hubo una breve pausa y, luego, una fanfarria de trompetas de Aaron Coplan hizo que le diera un vuelco el corazón.

– Bienvenido a la Enciclopedia -dijo el ordenador.

– ¡Maldita sea, Máquina, no hagas eso! -exclamó nerviosamente-. ¡Casi me cago del susto!

– La fuente de información que abarca todos los ámbitos de la historia y el saber humanos de todos los tiempos y lugares. Sencillamente, tiene ante usted el más completo archivo de informaciones que existe en el mundo. Los títulos de las entradas están ordenados de la A a la Z según el alfabeto de la lengua inglesa.

– ¡Increíble! -gruñó Gleig.

– La lista alfabética no tiene en cuenta los signos diacríticos ni las letras extranjeras que no tienen correspondencia en inglés.

Gleig se encogió de hombros, sin saber si su anterior comentario había sido crítico o no.

– Los títulos que empiezan con un número, como 1984, la novela de George Orwell, se sitúan en el orden correspondiente a sus letras: Mil Novecientos Ochenta y Cuatro. Cuando haya elegido la entrada que desea, podrá acceder a cualquier referencia cruzada o curiosear entre los innumerables temas relacionados con la misma. Teclee ahora el tema que haya elegido, por favor.

Gleig pensó un momento y luego, tímidamente, escribió:

HEPILESIA

– El tema que ha elegido no existe. Quizá lo haya escrito mal. Pruebe de nuevo.

EPILESIA

– No, tampoco está bien. Bueno, le sugiero lo siguiente. Si busca información sobre una enfermedad del sistema nervioso caracterizada por paroxismos durante los cuales el paciente cae inconsciente al suelo, con espasmos musculares generalizados y a veces soltando espuma por la boca como un perro rabioso, vulgarmente denominada «alferecía», la palabra que necesita aparecerá en pantalla correctamente escrita. Si es éste el tema que busca, confirme su elección tecleando sí.

¿EPILEPSIA?

Casi al momento, Gleig se encontró viendo una película que mostraba a un hombre tendido en el suelo, agitado por incontrolables sacudidas y soltando espumarajos por la boca.

– ¡Santo cielo! -jadeó-. ¡Válgame Dios! ¡Mira a ese pobre hijo de puta!

– Se calcula que entre el seis y el siete por ciento de la población sufre al menos un ataque epiléptico en la vida, y que el cuatro por ciento pasa por una fase en que es proclive a ataques recurrentes.

– ¿En serio?

Cambió la imagen y en la pantalla apareció el busto de mármol de un hombre calvo y con barba.

– El descubrimiento de la enfermedad suele atribuirse a Hipócrates.

– ¿Ése es el que se suicidó?

El ordenador no hizo caso de la interrupción.

– La epilepsia no es una enfermedad específica, sino más bien un conjunto de síntomas resultantes de una serie de condiciones que excitan sobremanera las células nerviosas del cerebro.

– ¿Como la señorita Hussey, quieres decir? -Soltó una risita lasciva-. Vaya, ésa sí que excita mi viejo cerebro, como un demonio.

El busto de Hipócrates dio paso a otras imágenes: el cerebro, un electroencefalograma, Hans Berger, el psiquiatra alemán, y Hughlings Jackson, el padre de la neurología británica. Pero lo que verdaderamente interesó a Sam Gleig fue la explicación que dio el ordenador sobre los diversos tipos de ataques, y en particular los focalizados y sus causas.

– A veces, una luz estroboscópica puede provocar una crisis sensorial focalizada; por esa razón, a las personas que padecen epilepsia fotosensible se les aconseja evitar los clubes nocturnos y los ordenadores.

– ¡Maldita sea! -jadeó Gleig al recordar la quemadura que se había hecho en el dorso de la mano con la extraña lámpara de la consola de Hideki Yojo- ¡Pues claro. No fue la pantalla del ordenador, maldita sea, sino la lámpara! ¡Estaba al rojo vivo!

Se miró instintivamente la mano. La quemadura, más o menos del tamaño de una moneda de veinticinco centavos, seguía allí. Recordando los locales nocturnos que había frecuentado de joven y el nauseabundo efecto que a veces le producían las luces destellantes, Gleig tuvo de pronto la seguridad de que podía ofrecer una explicación algo diferente de la muerte de Hideki Yojo.

– ¿Qué otra cosa puede haber sido?

Alargó la mano hacia el teléfono, pensando que debía comunicar a alguien sus sospechas. Pero ¿a quién? ¿A la poli? El ex presidiario que había en él evitaba cualquier contacto con la policía. ¿A Helen Hussey? ¿Cómo le sentaría que la llamara a su casa? ¿A Warren Aikman? A lo mejor seguía trabajando arriba. Salvo que a Sam le apetecía hablar con el maestro de obras tanto como con la policía. Delante de Aikman siempre tenía la impresión de ser una persona insignificante. El asunto podía esperar a la mañana siguiente, y entonces se lo plantearía personalmente a Helen Hussey. Además, así tendría ocasión de hablar con ella. De modo que se quedó donde estaba, curioseando