– Sí -dijo Coleman-. Hace buenas mamadas por teléfono.
Foghorn se peinó con los dedos, intentó leer su propia caligrafía y sacudió la cabeza.
– A tomar por el culo. De todos modos no hay gran cosa. -Se guardó el cuaderno y se subió los pantalones-. Encontrado individuo…, digo, encontrado individuo muerto con heridas en la cabeza producidas con un objeto contundente. El hallazgo…, digo, y esto te va a encantar, Frank…, lo denunció el ordenador de los cojones. ¿Te lo puedes creer? Es decir, que una cosa es hacer la ronda del barrio y otra Blade Runner, ¿no? La llamada se registró en nuestro ordenador central a la 1,57 de la madrugada.
– Un ordenador que habla con otro -observó Coleman-. Así van a ser las cosas, ¿sabéis? El futuro.
– Tu futuro…, digo, tu futuro, no el mío, muchacho.
– De todos modos, los dos han sido muy amables al meternos en esto -dijo Curtis-. ¿Cuándo has llegado, Fog?
– Sobre las tres -bostezó-. Disculpa.
– No faltaría más.
Curtis miró el reloj. Sólo eran las siete y media.
– Bien, ¿y quién es la víctima?
Foghorn alzó el brazo entre los inspectores y señaló algo.
Curtis y Coleman giraron la cabeza y vieron el cadáver de un hombre negro, de alta estatura, tendido en el suelo de un ascensor y con el uniforme azul salpicado de sangre.
– Sam Gleig. El vigilante nocturno. Quién lo diría, ¿eh? -Al ver la incomprensión en los ojos de Curtis, añadió-: Pues es que…, digo, joder, que lo han asesinado, ¿no?
El fotógrafo ya estaba recogiendo el trípode de la cámara. Curtis lo reconoció, y recordó vagamente que se llamaba Phil.
– Oye, Phil, ¿has terminado? -preguntó Curtis, echando un vistazo al interior del ascensor.
– Estoy seguro que no se me ha escapado nada -contestó el fotógrafo, mostrándole una lista de las tomas que había hecho.
– Te va a salir un buen álbum -observó Curtis, sonriendo amablemente.
– Voy a revelarlas y a mediodía tendré los positivos.
Curtis se tanteó el bolsillo de la chaqueta y sacó un rollo de treinta y cinco milímetros.
– Hazme un favor -dijo-, mira a ver si hay algo ahí. Lo llevo en el bolsillo desde hace tanto tiempo que ya ni me acuerdo de lo que es. Siempre estoy pensando en llevarlas, pero… bueno, ya sabes cómo son las cosas.
– Claro, ningún inconveniente.
– Gracias. Te lo agradezco mucho. Sólo que no las mezcles.
Sam Gleig yacía con las manos sobre el vientre, las rodillas dobladas y los enormes pies aún apoyados en el suelo del ascensor. A no ser por la sangre, parecía un borracho en un portal. Curtis pasó por encima de la sangre que le rodeaba la cabeza y los hombros como el halo de un Buda y se agachó para verlo mejor.
– ¿Ya le ha visto alguien del departamento forense?
– Charlie Seidler -dijo Foghorn-. Está en el…, digo, está en los servicios, creo. Tienes que echar una mirada a los retretes de este jodido sitio, Frank. Hay…, digo, tienen unos retretes que te dicen la hora y hasta te limpian los dientes. Tardé diez minutos en entender cómo se echaba una meada en ese sitio de los cojones.
– Gracias, Foghorn. Lo tendré presente. -Curtis asintió con la cabeza-. Parece que a este tío le han sacudido de lo lindo.
– ¡Y de qué manera! -añadió Coleman-. Le han dejado la cabeza hecha papilla.
– Un tío grande, además -terció Foghorn-. ¿Uno noventa, uno noventa y cinco?
– Lo bastante grande para saber defenderse, en cualquier caso -concluyó Curtis.
Señaló la Sig de nueve milímetros que seguía en la funda, enganchada al cinturón de Gleig.
– Fijaos en. esto. -Desprendió la tira de velero que aseguraba la automática a la funda-. Sigue abrochada. Se diría que su atacante no le asustaba.
– A lo mejor era alguien que conocía -sugirió Coleman-. Alguien de quien se fiaba.
– Si mides uno noventa y cinco y llevas una automática Sig al cinto, confías en todo el mundo -dijo Curtis, y se irguió-. Sólo te da miedo alguien que lleve una pistola en la mano.
Salió del ascensor y se inclinó hacia su compañero.
– ¿Lo reconoces?
– ¿A quién? ¿A la víctima?
– Es el tío que encontró al chino. Le interrogamos, ¿recuerdas?
– Si tú lo dices, Frank. Es que resulta un poco difícil situarle, en vista de que tiene la cara cubierta de sangre y todo eso.
– ¿Y el nombre de su identificación?
– ¡Ah, sí! Tienes razón, Frank. Lo siento.
– ¡Pues claro que tengo razón, coño! Hace menos de setenta y dos horas, Nat. -Sacudió la cabeza y sonrió con aire bonachón-. ¡Qué habrás estado haciendo!
– Setenta y dos horas -suspiró Coleman-. Sólo un día de trabajo normal en la Criminal.
– No sigas -intervino Foghorn-. Vas a hacerme llorar.
– ¿Quién ha sido el primero en llegar, Foghorn?
– ¡Agente Hernandez!
Un agente con la nariz partida y un bigote a lo Zapata se destacó del grupo de policías y se puso frente a los tres hombres de paisano.
– Soy el inspector jefe Curtis. Éste es el inspector Coleman.
Hernandez asintió en silencio. Tenía un aire hosco, a lo Marlon Brando.
Curtis se inclinó hacia él y olfateó el aire.
– ¿Qué es ese olor que lleva, Hernandez?
– Loción para después de afeitarse, inspector.
– ¿Loción? ¿Qué clase de loción?
– Obsession. De Calvin Klein.
– Calvin Klein. ¿En serio? ¿Lo hueles, Nat?
– Claro que sí, señor.
– Vaya. Un poli que huele bien. Eso es más propio de Beverly Hills, ¿no crees, muchacho?
Hernandez sonrió y se encogió de hombros.
– Mi mujer lo prefiere al tufo del sudor, señor.
Curtis se abrió la chaqueta y se olisqueó el sobaco.
– No he querido decir…
– Bueno, Calvin, ¿qué pasó cuando tú y tu loción aparecisteis esta madrugada por aquí?
– Pues el agente Cooney y yo, inspector, llegamos a eso de las dos treinta de la mañana. Buscamos un timbre o algo semejante y luego vimos que la puerta estaba abierta. Así que entramos en el vestíbulo y entonces nos encontramos con Kelly Pendry en el mostrador. -Hernandez se encogió de hombros y prosiguió-: Bueno, nos dijo dónde teníamos que ir. Que cogiéramos el ascensor hasta el sótano. Así que bajamos y lo encontramos.
Señaló al ascensor salpicado de sangre.
– ¿Y luego, qué?
– Cooney dio parte del 187 mientras yo echaba una mirada por ahí. En el vestíbulo hay una oficina de seguridad y parece que este tío acababa de salir de ahí. El ordenador estaba encendido y había un termo y unos emparedados.
– ¿Y los constructores? ¿Lo saben ya?
– Pues encontré una lista del personal en el ordenador. Ya sabe, capataz, maestro de obras, esas cosas. Así que entonces llamé a mi padre.
– ¿A tu padre? ¿Para qué coño llamaste a tu padre?
– Porque trabajaba en la construcción. De remachador. Pensé que sabría a quién era mejor llamar. Y me dijo que el aparejador es el que controla todos los trabajos y da instrucciones a los capataces. De todas formas, no tenía ni idea de que fuese una mujer. Es decir, que sólo ponía H. Hussey. A lo mejor tenía que haber llamado a otro. En cualquier caso me dijo que vendría enseguida.
– Es su trabajo, ¿no? Es la responsable de las obras. Además, trabajando aquí ya debe de estar acostumbrada.
– ¿Cómo dice?
– Nada.
Curtis vio que Charlie Seidler se dirigía a los ascensores y le saludó con la mano.
– Gracias, Hernandez. Eso es todo. ¡Hola, Charlie!
– Parece que no salimos de aquí, ¿eh?
– Por eso lo llaman edificio inteligente -repuso Curtis-. Si alguien es inteligente, no pone los pies en él. Bueno, hazme un resumen de la situación.
– Pues tiene más de una herida en la cabeza -dijo Seidler, con cautela-. Y eso excluiría la posibilidad de que se hubiera herido como consecuencia de un desmayo o algo parecido.