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– ¡Vamos, Charlie! ¡Uno no se hace una herida así al tropezar con el cordón del zapato, joder! No fue un accidente.

Seidler no abandonó su actitud cautelosa.

– La sangre que brotó de la cabeza parecería indicar que siguieron produciéndose heridas cuando ya estaba en el suelo. Pero…, pero…, bueno, echa una mirada a esto, Frank.

Seidler subió al ascensor e hizo señas a Curtis para que le siguiera.

– ¿Ordenador? -dijo cuando Curtis hubo subido-. Cierra las puertas, por favor.

– ¿Qué piso desea?

– Quédate en esta planta, por favor. -Señaló al interior de las puertas que se cerraban-. Ahora, fíjate en eso. Hay salpicaduras de sangre a la altura del pecho. Pero no fuera del ascensor. Tampoco en ninguno de los pisos superiores. Lo sé porque los he inspeccionado uno por uno.

– Vaya, qué eficiencia la tuya, Charlie.

– Y que lo digas.

– Así que dices que le golpearon cuando las puertas estaban cerradas.

– Eso parece, sí. Pero no tiene magulladuras en las manos por haberse protegido, así que yo diría que probablemente le atacaron por la espalda.

– ¿Con qué? ¿Qué debemos buscar? ¿Una estaca? ¿Un pedazo de tubería? ¿Una piedra?

– Quizá. Pero aquí dentro no hay mucho sitio para blandir un arma, ¿verdad? Tendremos las ideas más claras después de la autopsia preliminar. -Seidler se volvió hacia el micrófono-. Abre las puertas, por favor.

– Desde luego, sabes hablar a esa cosa -sonrió Frank.

– Qué sitio tan acojonante, ¿verdad?

Salieron del ascensor.

– Toda esta automatización… -dijo Curtis-. No sé. Cuando era pequeño vivíamos en Nueva York. Mi padre trabajaba en la Standard Oil. En los ascensores empleaban a dos botones, un operador y un despachador. Recuerdo perfectamente al despachador. Tenía un panel donde se iluminaban las llamadas de los pisos, y él decidía cuándo mandar un ascensor. Igual que un guardia de tráfico. -Agitó la mano hacia las brillantes puertas de los ascensores y añadió-: Y fíjate cómo estamos ahora. La máquina ha dejado sin trabajo al botones. A los dos botones. No tardará mucho en quitarnos el nuestro.

– Sí, bueno, yo no me quejaré si se queda el mío -bostezó Seidler-. Conozco mejores formas de empezar el día.

– Te lo recordaré cuando te despidan. Nat, quiero que investigues los antecedentes de Sam Gleig.

– De acuerdo, Frank.

– ¡Oye, tú! ¡Calvin Klein! Ven aquí.

Hernandez sonrió tímidamente y se volvió hacia Curtis.

– Diga, inspector.

– Quiero que te quedes en el aparcamiento y, cuando aparezca la tal Hussey, le digas que me espere en el atrio, ¿vale? La sala donde está el árbol de Navidad. Voy arriba, a dar una vuelta por este parque de atracciones.

En su breve recorrido, Frank Curtis descubrió salas de reunión, cafeterías, restaurantes sin acabar, gimnasios sin equipar, una piscina vacía, un consultorio médico, un cine sin asientos, una bolera y una zona de descanso. Cuando estuviera acabada, la Parrilla iba a parecerse más a un club de campo o a un hotel de lujo que a un bloque de oficinas. Todo, menos del quinto al décimo piso. Ahí Curtis encontró algo que le pareció sacado de las páginas de los tebeos: filas y filas de módulos de acero blanco, algo más grandes que una cabina de teléfonos, con muebles integrados plegables, un cable para enchufar en algún sitio y una puerta corredera semiesférica. Se sentó en uno de aquellos habitáculos insonorizados, con la puerta cerrada, y se sintió como una rata o un conejillo de indias. Pero estaba claro que la Yu Corporation y sus proyectistas esperaban que la gente trabajase en esas cápsulas. Mala suerte para quien tuviese claustrofobia. O para quien le gustase trabajar al lado de compañeros con los que reír y bromear. Pero en el programa de trabajo de la Yu Corporation seguramente no había sitio para la risa ni las bromas.

Abrió la puerta y fue dos pisos más abajo para ver mejor el atrio. Al asomarse a la galería, vio que de los ascensores de la planta baja salía una mujer bastante atractiva. Su cabeza pelirroja destellaba como una gota de sangre sobre la deslumbrante blancura del mármol. Alzó la vista y le sonrió.

– ¿Es usted el inspector Curtis, por casualidad?

Curtis se aferró a la barandilla con ambas manos y asintió.

– Sí, soy yo. Desde aquí podría imitar a Mussolini, ¿no cree?

– ¿Cómo?

Curtis se encogió de hombros y se preguntó si no sería demasiado joven para haber oído hablar de Mussolini. Se le ocurrió decir algo sobre arquitectura fascista, pero lo pensó mejor. Era demasiado guapa para incomodarla sin un motivo justificado.

– Bueno, es que esta clase de edificios son muy inspiradores, supongo. -Sonrió-. Quédese ahí. Ahora mismo bajo.

La oficina de seguridad de la Parrilla era un cuarto blanco y reluciente, con una pared de cristal que daba al pasillo y tapada por una persiana accionada eléctricamente. Contenía un gran escritorio de aluminio y cristal, dominado por una pantalla de setenta centímetros y un teclado. Junto al ordenador había un videófono, un teléfono, el termo de Sam Gleig y, en un tupperware abierto, los emparedados sin comer del vigilante asesinado. Detrás del escritorio había un armario alto con puertas de cristal que contenía algo parecido a otro ordenador todavía embalado en plástico.

Curtis inspeccionó el contenido de uno de los emparedados.

– Queso y tomate -dijo, y empezó a comérselo-. ¿Quiere uno?

– No. No, gracias -repuso Helen Hussey, que frunció el ceño-. Pero ¿está seguro de que puede hacer eso? Quiero decir, ¿no se está comiendo las pruebas?

– A Gleig no le sacudieron en la cabeza con un bocadillo, señora.

Curtis examinó el armario de cristal y la discreta caja blanca con su embalaje protector.

– ¿Qué es eso? -preguntó.

Helen Hussey respiró hondo y esbozó una sonrisa incómoda.

– Esperaba que no me lo preguntase.

Curtis le sonrió a su vez.

– ¿Por qué?

– Es un CD-ROM de registro múltiple -explicó ella.

– ¿Un juego? ¿Aquí?

Helen Hussey lo fulminó con la mirada.

– No exactamente, no. Está conectado al ordenador mediante una interfaz de dispositivos periféricos con fecha y número de archivo. Cada disco tiene unos setecientos megabytes. Servirá para registrar todo lo que sucede en las cámaras de seguridad, tanto dentro como fuera del edificio. Nuestras cámaras funcionan por transmisión celular. Y los datos entrarán por la parte trasera de este aparato. -Se encogió de hombros-. O eso creo.

– Eso cree, ¿eh? -sonrió Curtis.

Ella soltó una risita avergonzada.

– No se lo va a creer -le dijo, encogiéndose de hombros-, pero la unidad aún no está instalada. Por lo que yo sé, acaban de entregarla.

– Bueno, parece muy bonito. Bonito de verdad. Lástima que no funcione, porque así sabríamos lo que pasó anoche exactamente.

– Tuvimos un problema con el proveedor.

– ¿Qué clase de problema? -Curtis se sentó al borde del escritorio y cogió otro emparedado-. Están buenos.

– Que se equivocaron de aparato -suspiró Helen-. Nos enviaron uno distinto al que habíamos pedido. Este Yamaha registra a cuatro velocidades. El anterior no. Así que lo devolvimos.

– El suyo debe ser un trabajo duro para una mujer.

Helen puso mala cara.

– ¿Por qué lo dice?

– Los albañiles no tienen exactamente fama de buenos modales ni de hablar bien.

– Tampoco la policía de Los Ángeles.

– Muy aguda. -Curtis miró el emparedado y lo dejó sobre la mesa-. Perdóneme. Tiene razón. Usted conocía a la víctima, probablemente. Y aquí estoy yo, comiéndome su cena. No soy muy delicado, ¿verdad?

Ella volvió a encogerse de hombros, como si la tuviera sin cuidado.

– Sabe usted, hay personas, y policías, que al ver un cadáver sienten náuseas y pierden el apetito. A mí, no sé por qué, me da hambre. Mucha hambre. Quizá sea porque me alegro de estar vivo y quiero celebrarlo comiendo algo.