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Helen asintió.

– No tendré que identificarlo, ¿verdad?

– No, señora, no será necesario.

– Gracias, no creo que yo…

Volvió al tema anterior, considerando que debía contarle algo más sobre su trabajo.

– Mis responsabilidades de gestión y planificación no suponen gritar a la gente. Eso lo dejo para los capataces. Mi función consiste en iniciar cada operación concreta, coordinarla con los diferentes proveedores y asegurarme de que suministren los materiales adecuados. Como esos grabadores de CD-ROM. Pero si es necesario puedo hablar peor que un carretero.

– Si usted lo dice, señora… ¿Cómo se llevaba con Sam Gleig?

– Bastante bien. Era una persona muy amable.

– ¿Tuvo que gritarle alguna vez?

– No, nunca. Era honrado y digno de confianza.

Curtis se levantó del escritorio y abrió una taquilla. Dentro había una cazadora de piel y, suponiendo que pertenecía a Sam Gleig, empezó a registrar los bolsillos.

– ¿A qué hora entró anoche de servicio Sam Gleig?

– A las ocho, como siempre. Relevó al otro vigilante, Dukes.

– ¿Me llamaba alguien?

Era el guarda jurado, Dukes.

– Ah, inspector-dijo Helen-. Éste es…

– Ya nos conocemos -la interrumpió Curtis-. De la otra vez, cuando la muerte del señor Yojo.

Miró instintivamente el reloj. Eran las ocho en punto.

Dukes estaba perplejo.

– ¿Qué ocurre?

– Se trata de Sam, Irving -le informó Helen-. Está muerto.

– ¡Santo Dios! Pobre Sam. ¿Cómo ha sucedido?

– Creemos que le aplastaron la cabeza.

– ¿Qué ha sido, un robo o algo así?

Curtis no contestó.

– ¿Le vio alguno de ustedes cuando entró de servicio?

– Muy brevemente -contestó Dukes, encogiéndose de hombros-. Yo tenía prisa. No creo que cruzáramos más que unas palabras. ¡Qué horror, Dios mío!

– Se presentó en la oficina de obras, en la séptima planta -dijo Helen-. Sólo para saludar y ver si se quedaba alguien a trabajar. El ordenador se lo habría dicho mejor que nosotros, pero a él le gustaba hablar con la gente. En cualquier caso, yo ya me iba, así que bajó conmigo en el ascensor.

– Ha dicho «nosotros».

– Sí. Dejé trabajando a Warren, Warren Aikman. Es el maestro de obras. Le llamaron por teléfono, justo cuando me marchaba.

– Maestro de obras. ¿Qué hace, exactamente?

– Es como el jefe de obra, sólo que está empleado por el cliente como una especie de inspector.

– ¿Como un policía, quiere decir?

– Más o menos, sí.

– ¿Habló con Sam antes de marcharse?

Helen se encogió de hombros.

– Tendrá que preguntárselo a él. Pero, francamente, no es probable. No hay ninguna razón para que viniese aquí a informar a Sam de que se marchaba. Como ya he dicho, el ordenador es quien se encarga de saber quién se queda en el edificio. Sam sólo tenía que decirle al ordenador que hiciera una comprobación y lo habría sabido en un momento.

Dukes se sentó al escritorio.

– Se lo mostraré, si quiere.

Guardándose en el bolsillo unas llaves de coche y una cartera, Curtis dejó el chaquetón sobre la mesa y se colocó a espaldas de Dukes, que pulsó un icono con el ratón y empezó a seleccionar opciones del menú.

SISTEMAS DE SEGURIDAD

¿CÁMARAS Y SENSORES?

¿INCLUIR OFICINA DE SEGURIDAD? NO

¿MOSTRAR RESTO OCUPANTES?

Inmediatamente apareció en pantalla una imagen de la escena que se desarrollaba en los ascensores del sótano, con todos los policías y el personal forense arremolinados en torno al cadáver de Sam Gleig.

– ¡Ay, Dios! -exclamó Helen-. ¿Es él?

Dukes volvió a usar el ratón.

IDENTIFICAR A TODOS LOS OCUPANTES

A La imagen de alta definición se añadió entonces una ventana cuadrada con una serie de nombres.

SÓTANO/ASCENSORES:

SAM GLEIG, GUARDA JURADO, YU CORP

AGENTE COONEY, POL. L.A.

AGENTE HERNANDEZ, POL. L.A.

INSPECTOR DE PRIMERA WALLACE, POL. L.A.

CHARLES SEIDLER, LABORATORIO FORENSE L.A.

PHIL BANHAM, POL. L.A.

DANIEL ROSENCRANTZ, LABORATORIO FORENSE L.A.

ANN MOSLEY, POL. L.A.

AGENTE PETE DUNCAN, POL. L.A.

AGENTE MAGGIE FLYNN, POL. L.A.

SÓTANO/SERVICIO SEÑORAS:

JANINE JACOBSEN, LABORATORIO FORENSE L.A.

SÓTANO/SERVICIO CABALLEROS:

INSPECTOR JOHN GRAHAM, POL. L.A.

INSPECTOR NATHAN COLEMAN, POL. L.A.

– El Gran Hermano -murmuró Curtis.

Lanzó una mirada furtiva a Helen Hussey: primero a su espléndida cabellera pelirroja y luego al escote de su blusa malva. Tenía los pechos grandes, cubiertos de pecas diminutas.

– Impresionante, ¿eh? -comentó ella, sonriendo al notar su mirada: si Curtis hubiese sido algo más joven lo habría encontrado bastante atractivo.

– Mucho -admitió Curtis, volviendo los ojos a la pantalla.

– ¡Eh, el de los servicios es mi compañero! ¿También puede verlo el ordenador ahí dentro?

– No exactamente -le explicó Dukes-. Para comprobar quién está dentro, utiliza sensores térmicos, detectores acústicos, sensores pasivos infrarrojos y micrófonos. Huellas vocales. Como en los ascensores.

– No puede haber mucha intimidad -observó Curtis-. ¿Qué hace el ordenador si uno se pasa mucho tiempo ahí? ¿Da la alarma?

Dukes sonrió.

– No, el ordenador respeta la intimidad personal. No difunde el ruido por el edificio para que se ría todo el mundo. Los controles de los lavabos son para la seguridad de todos.

– Supongo que habrá que agradecerles que no los hayan suprimido -refunfuñó Curtis, no muy convencido-. Seguro que eso molesta a los arquitectos. Quiero decir que son las tuberías lo que mantiene a un edificio pegado al suelo, ¿no? Les recuerda que quienes utilizan los edificios son los seres humanos.

Helen y Dukes intercambiaron una sonrisa.

– Ya veo que todavía no ha utilizado nuestros lavabos, inspector -observó Dukes con una risita.

– Tiene razón -intervino Helen-. Todo es automático. Y me refiero a todo. Digamos simplemente que en esta oficina no se usa papel.

– ¿Quiere decir que…?

– Exactamente. Al tirar de la cadena, con el codo, se acciona una ducha de agua caliente seguida de un chorro de aire cálido.

– ¡Ah, coño, entonces no es raro que Nat se pase tanto tiempo ahí dentro!

Curtis se rió al imaginarse a su colega tratando de arreglárselas con una ducha de agua caliente.

– Y eso no es ni la mitad de lo que pasa ahí -dijo Helen-. Esas instalaciones sanitarias nos parecen muy avanzadas, pero ya son muy corrientes en el Japón.

– Sí, bueno, eso no me sorprende.

Dukes pulsó el ratón para finalizar la consulta.

Curtis volvió a sentarse en el borde de la mesa, pasando la mano pensativamente por un ángulo del terminal.