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Cerró los ojos y trató de recordar algo de lo que había ocurrido. Se acordó de haberse despedido del trabajo. De dormir en un catre de tijera en la Parrilla. Y había otra cosa, también. Pero eso era como una horrenda pesadilla. ¿O acaso lo había imaginado? Había soñado que era Raskolnikov. Le dolía la nuca. ¿Se había caído? Pasó algo con el coche de Mitch. A lo mejor se había dado un golpe.

Estaba tan cansado que le parecía que se iba a morir. No era una sensación tan mala. Quería dormir eternamente.

Tony Levine se sentía infravalorado. Allen Grabel había sido socio adjunto de la empresa, sólo un escalón más abajo de la condición de socio de pleno derecho de Mitchell Bryan, Willis Ellery y Aidan Kenny. Cuando Grabel se despidió, Levine daba por descontado que lo ascenderían. Y que ganaría más dinero, por supuesto. Teniendo en cuenta todo lo que le pedían que hiciese como director de proyecto de la Parrilla, el más importante de su carrera hasta el momento, Levine consideraba que sus compensaciones no estaban a la altura de las que recibían algunos de sus amigos. Ya lo había dicho antes, pero esta vez iba en serio: si no le ascendían, se marchaba.

Había ido pronto a la oficina para hablar con Richardson a solas. Había preparado lo que iba a decirle, repitiendo las palabras en el coche durante el trayecto, como un actor de cine. Recordaría a Richardson la forma en que había estimulado al grupo, dando el tono a todo el proyecto. La enorme responsabilidad que había asumido.

Lo encontró al fondo del estudio, con las mangas de la camisa Turnbull y Asser ya remangadas, garabateando notas en uno de los cuadernos de dibujo de tapas plateadas que llevaba a todas partes. Frente a él tenía la maqueta de un centro de formación policial de Tokio, un edificio de trescientos millones de dólares.

– Buenos días, Ray. ¿Tienes un momento?

– ¿Qué te parece esto, Tony? -repuso Richardson en tono seco.

Levine se sentó a la mesa y examinó la maqueta, que había ganado un concurso y debía construirse en una de las zonas menos prestigiosas de la ciudad, en el barrio de Shinkawa, cerca del centro financiero de Tokio. El edificio tenía aspecto futurista incluso para los criterios de la ciudad, con un techo cóncavo de cristal y, en el centro mismo de la construcción, un volumen revestido de acero inoxidable que contenía un gimnasio, una piscina, aulas, una biblioteca, un salón de actos y una galería de tiro.

Levine lo odiaba. Le recordaba un huevo de pascua plateado en una caja de plástico transparente. Pero ¿qué pensaba Richardson? Adoptó una expresión que le pareció meditabunda y trató de leer del revés las notas de su jefe, escritas a lápiz y cuidadosamente enmarcadas. Como le resultó imposible, intentó encontrar una fórmula neutral que no le comprometiera en ningún sentido.

– Desde luego, adopta un enfoque estético radicalmente distinto de todo lo que hay alrededor.

– No es de extrañar. La zona circundante está en fase de completa renovación. Vamos, Tony, ¿piensas que da el pego, o no?

En aquel momento sonó el videófono de Richardson y Levine sintió alivio. Tendría tiempo de considerar su respuesta: miró de nuevo las notas, pero se llevó una decepción al ver que eran poco más que garabatos. Soltó un taco para sus adentros. Hasta los garabatos de aquel tío tenían un aspecto limpio y eficaz, como si verdaderamente significaran algo.

Era Helen Hussey, y parecía inquieta.

– Tenemos un problema, Ray -dijo.

– No me lo cuentes -replicó él en tono seco-. Para eso os pago, para que yo no pierda tiempo en arreglar follones. Habla con el director de proyecto, Helen. Lo tengo aquí, a mi lado.

Richardson giró la pantalla para que la pequeña cámara de fibra óptica enfocara a Levine, y siguió haciendo recuadros en sus garabatos, como si hasta aquellos inútiles rasgos necesitaran la protección de una frontera.

– ¿Qué pasa, cariño? -dijo Levine, deseando tener ocasión de dar al jefe una prueba de su buen juicio a la hora de resolver problemas-. ¿En qué puedo servirte?

– No es esa clase de problema -repuso Helen, intentando disimular el instintivo desprecio que le producía Levine-. Ha habido otra muerte. Y esta vez parece un asesinato.

– ¿Asesinato? ¿A quién han matado? ¿Quién es el muerto?

– El vigilante nocturno. Sam Gleig.

– ¿El negro? Vaya, hombre, es verdaderamente horrible. ¿Qué ha pasado?

– Alguien le abrió la cabeza anoche. Lo encontraron esta madrugada en el ascensor. La policía ya está aquí.

– ¡Qué horror, Dios mío! -Levine comprendió dolorosamente que no se le ocurría nada que decir-. ¿Saben quién ha sido?

– No, todavía no.

– ¡Válgame Dios, Helen! Y tú, ¿estás bien? Quiero decir por el trauma, y todo eso.

– ¿Estás loco? -siseó Richardson, al tiempo que giraba la pantalla para apartarla de Levine-. ¡No le metas esas ideas en la cabeza, gilipollas, o me encontraré con otra jodida demanda!

– Lo siento, Ray. Sólo quería…

– ¡No podemos permitirnos que la policía impida trabajar a los obreros, Helen! -vociferó Richardson-. Ya sabes cómo son. Cinta policial para que no pase nadie. Cierran la jaula cuando el pájaro ha volado. No podemos perder un solo día.

– No, ya he hablado con ellos de eso. Van a dejar entrar a los obreros.

– Chica lista. Bien hecho. ¿Hay desperfectos en el edificio?

– No, que yo sepa. Pero parece que Gleig dejó entrar por la puerta principal al tipo que lo mató.

– ¡Ah, eso sí que es cojonudo! Nos quedan pocos días para terminar y asesinan al hijo de puta ese. ¿Qué clase de edificio inteligente permite que cualquier gilipollas de mierda se salte los sistemas de seguridad y deje entrar al primer mamón que pase por la puerta principal? ¿Ya están ahí los periodistas?

– Todavía no.

– ¿Y Mitch?

– Llegará en cualquier momento, creo.

Richardson suspiró amargamente.

– Nos van a poner de vuelta y media. Sobre todo el Times. Bueno, que Mitch se encargue de tratar con el Ayuntamiento. Sabe con quién ha de hablar para arreglar las cosas lo mejor posible. ¿Entiendes lo que quiero decir? En cuanto aparezca, le dices que se ocupe de que los polis den a los periodistas la versión que nos convenga. ¿Comprendido?

– Sí, Ray -respondió Helen con voz cansada.

– Has hecho bien en llamarme, Helen. Siento haberte echado la bronca.

– Eso…

Richardson pulsó una tecla y cortó la comunicación.

– Mitch lo arreglará todo -le dijo a Levine, como para tranquilizarse a sí mismo-. Es la persona que hace falta en una crisis. Un elemento del que te puedes fiar, que soluciona cosas. Cuando tengas más experiencia, Tony, comprenderás que este trabajo se reduce a eso.

– Sí -repuso Levine, comprendiendo que ya había pasado el momento de hablar de su ascenso-. No me cabe duda.

– Bueno, ¿dónde estábamos? Ah, sí, me estabas diciendo lo que pensabas de nuestro proyecto para la Escuela de Policía de Shinkawa.

Sólo había tres coches en el aparcamiento de la Parrilla. Curtis supuso que el Saab descapotable nuevo sería de Helen Hussey. Por tanto, para adivinar cuál pertenecía a Sam Gleig, tenía que elegir entre un viejo Buick azul y un Plymouth gris aún más antiguo, lo que por unos momentos le daba ocasión de actuar como un verdadero investigador. Comprobar simplemente a qué coche correspondían las llaves que llevaba habría sido hacer trampa. El Buick llevaba una pegatina a todo lo largo del parachoques: «He visto brillar en la oscuridad rayos C cerca de la Puerta de Tannháuser.» * Curtis arrugó la frente. ¿Qué coño significaba eso? El Plymouth constituía una posibilidad más fácil, con la pegatina de la emisora KLON 88.1 FM pegada a la ventanilla. El pequeño saxófono de plástico del llavero de Gleig sugirió a Curtis que el vigilante había sido aficionado al jazz. Cuando las llaves entraron en la cerradura del Plymouth, se sintió satisfecho al ver que estaba en lo cierto. No era exactamente Sherlock Holmes, pero casi.

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* De Blade Runner (Ridley Scott, 1982), película ya aludida en otros lugares del texto. (N. del T.)