– ¿Eso pasa siempre que uno va al meadero?
– Siempre.
– ¡Joder!
– Por ejemplo, una persona en la que se inicie una diabetes tendrá un nivel alto de acetona en la orina, una enfermedad así podría tener consecuencias en sus prestaciones laborales, por no hablar del seguro médico de la empresa.
– Y con las drogas, ¿qué pasa si el análisis es positivo?
– En primer lugar, el ordenador bloquea el terminal de esa persona y le deniega el uso de ascensores y teléfonos. Sólo para reducir los perjuicios que pueda causar a la empresa cualquier posible negligencia. Luego informa de la infracción a su superior. De él depende la suerte de esa persona. Se trata de un análisis muy preciso. Muestra todo lo que se ha consumido durante las últimas setenta y dos horas. Los fabricantes insisten en que es tan fiable como la prueba con analina, y quizá más aún.
Curtis seguía abriendo y cerrando la boca como un pez sorprendido. Lo que le extrañaba era que ninguno de los polis que trabajaban en el sótano hubiera dado positivo. Sabía que Coleman fumaba hierba de vez en cuando. Y muy probablemente algunos de los otros también. Ya se imaginaba la cara del comisario cuando algún periódico revelase que los agentes que investigaban un asesinato habían sido denunciados por consumo de drogas por el edificio inteligente donde se había cometido el crimen.
Mitch bebió un sorbo de café, disfrutando del asombro del policía.
– Así que ya ve -dijo al fin-. Es imposible que Sam tomara drogas.
Curtis seguía sin convencerse.
– A lo mejor salía a mear a la plaza o a cualquier otra parte.
– Lo dudo -repuso Mitch-. La plaza está vigilada por cámaras de seguridad y el ordenador está programado para dar la alerta sobre ese tipo de cosas. Si el circuito cerrado capta algo, el ordenador tiene instrucciones de llamar a la policía. Sam lo sabía. No puedo imaginarme que corriera ese riesgo.
– No, supongo que no -sonrió Curtis-. Vaya, seguro que en la central les encantaría contar con usted.
– Créame. Sam estaba limpio.
Curtis se levantó y se dirigió a la ventana.
– Quizás tenga razón -concedió-. Pero alguien lo mató. Aquí. En el edificio de su cliente.
– Me gustaría ayudarle -dijo Mitch-. Si puedo hacer algo, no tiene más que decírmelo. Mi empresa tiene tantos deseos de aclarar este asunto como usted, créame. Da mala impresión. Como si el edificio no fuese tan inteligente, después de todo.
– Eso mismo he pensado yo.
– ¿Puedo preguntarle qué va a decir a los medios de comunicación?
– Todavía no lo he pensado -repuso Curtis-. Eso depende más bien de mi superior y del departamento de prensa.
– ¿Podría pedirle un pequeño favor? Cuando decida informarles, le ruego que tenga cuidado con las palabras que emplee. Sería verdaderamente lamentable que concibieran la idea de que lo sucedido es culpa del edificio, ¿comprende? Porque, según lo que me ha dicho, parece que Sam Gleig hizo entrar en el edificio a su propio asesino, por el motivo que fuese. Le agradecería que lo tuviese presente.
Curtis asintió de mala gana.
– Haré lo que pueda. A cambio, hay algo que podría hacer por mí.
– Lo que sea.
– Quisiera el expediente personal de Sam Gleig.
Junto a los ascensores de la planta veinticinco había una vitrina que contenía la estatua de bronce dorado de un monje chino. Curtis se detuvo un momento a admirarla antes de reunirse con Mitch en el ascensor.
– El señor Yu es un gran coleccionista. Habrá una obra como ésa en cada piso.
– ¿Qué es lo que tiene en la mano? -preguntó Curtis-. ¿Una regla de cálculo?
– Creo que es un abanico plegado.
– El aire acondicionado de los antiguos, ¿eh?
– Algo así. Al centro de datos, Abraham, por favor -ordenó Mitch.
Las puertas se cerraron con un callado silbido.
– Oiga -dijo Mitch-, no quiero decirle cómo tiene que hacer su trabajo, pero ¿no hay otra explicación posible de lo que ha sucedido? Es decir, aparte del pasado de Sam Gleig.
– Soy todo oídos -dijo Curtis.
– Pues es que tanto Ray Richardson como la Yu Corporation tienen sus enemigos. Con Ray se trata de ciertos rencores personales. Gente que aborrece los edificios que construye. Por ejemplo, bajo los cimientos hay una piedra angular con un compartimiento lleno de recuerdos de nuestra época, y una de las cosas que contiene son cartas insultantes que ha recibido. Y tiene empleados que le odian.
– ¿Y usted se cuenta entre ellos?
– No, yo le admiro mucho.
– Creo que eso contesta a mi pregunta -sonrió Curtis.
Mitch se encogió de hombros con aire de disculpa.
– Es una persona difícil.
– La mayoría de los ricos lo son.
Mitch no contestó. Se detuvo el ascensor y salieron a un pasillo donde, exactamente en el mismo sitio, había una vitrina recién instalada que contenía una cabeza de caballo de jade.
– ¿Y la Yu Corp? -inquirió Curtis de pronto-. Ha dicho que también tenía enemigos. ¿Se refería a esos chicos de la entrada?
– Creo que eso es sólo la punta del iceberg -contestó Mitch, mientras le hacía pasar a la galería que daba al atrio-. En ciertas partes de la costa asiática del Pacífico, los negocios pueden ser bastante duros. Por eso todos los cristales de este edificio son a prueba de balas. Y por eso tenemos unos sistemas de seguridad tan estrictos. -Se detuvo y señaló hacia abajo-. Fíjese en el atrio. En realidad es un engañabobos. Da la impresión de una empresa abierta al público, pero al mismo tiempo sirve de barrera de seguridad. Hay un holograma en el mostrador de recepción para impedir una posible toma de rehenes.
– ¿Y Sam Gleig ha sufrido un tremendo dolor de cabeza porque alguien guarda rencor a su jefe o a su cliente? -Curtis sacudió la cabeza-. Lo siento, pero no me lo trago.
– Bueno, pero ¿y si fue un accidente? Suponga que entrara alguien con intención de armar algún lío y que Sam lo sorprendiera.
– Es posible. Pero poco probable. Gleig tenía la pistola en la funda. No parece que esperase jaleo. Por otro lado, si Sam conocía a su atacante, no tenía motivo para desconfiar. Cuando hablaba de los enemigos de su jefe, ¿pensaba en alguien en particular?
Mitch pensó en Allen Grabel.
– No.
– ¿Qué me dice del tal Warren Aikman?
– Si quisiera perjudicar a Richardson, tendría mejor manera de hacerlo con su trabajo.
– Bueno, ya me dirá si piensa en alguien.
– Desde luego.
Curtis sacudió la cabeza.
– Claro que no me extraña que tenga enemigos el arquitecto de un edificio como éste.
– ¿No le gusta?
– Cada vez que vengo me gusta menos. A lo mejor son las explicaciones que me dan usted y sus colegas. No sé. -Meneó la cabeza, tratando de pensar en las palabras adecuadas-. Me parece que le falta alma.
– Es el futuro -arguyó Mitch-. De verdad. Algún día todas las oficinas serán así.
Curtis rió y mostró la muñeca a Mitch.
– ¿Ve este reloj? Es un Seiko. Nunca ha acabado de ir bien. Todavía me acuerdo del lema publicitario que utilizaban cuando lo compré. «Algún día, todos los relojes serán así.» ¡Espero que no, joder!
Mitch paseó la mirada por el edificio.
– Yo lo veo como una especie de catedral, ¿sabe?
– ¿De qué? ¿Del miedo del hombre a sus semejantes?
– De la virtud de hacer cosas. De la capacidad creadora de la técnica. Del ingenio del hombre.
– Como soy poli, me temo que no tengo mucha fe en el ingenio humano. Pero si esto es una catedral, yo soy ateo.
Bob Beech estaba a punto de enviar por satélite el último bloque de datos robados cuando vio que Mitch y Curtis entraban por la puerta de cristal de la sala de informática. Tocó el ancho monitor plano y volvió a la pantalla normaclass="underline" teléfono, agenda, calculadora, calendario, bandejas de entrada y salida, reloj, televisión, radio, contestador automático, todo ello en forma de iconos. Había incluso un cajón de escritorio, un sello de goma, un archivador y, en una ventana, una fotografía con una bonita vista de Griffith Park tomada desde la terraza de la Parrilla.