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– Bob -dijo Mitch, avanzando hacia el centro del círculo-, ¿te acuerdas del inspector Curtis?

– Sí, claro.

– ¿Te has enterado de lo que ha ocurrido esta madrugada?

Beech se encogió de hombros, asintiendo.

Curtis examinó al individuo: chaleco deportivo lleno de discos, cintas, llaves, chicles y plumas; prácticos zapatos marrones que necesitaban betún; uñas roídas hasta la carne; y, bajo el bigote de sombrío aspecto, la sonrisa cortés que apareció en sus labios al fingir interés por lo ocurrido. Curtis era perro viejo, y enseguida comprendía cuándo molestaba su presencia. Era evidente que Beech sólo quería volver a lo que estaba haciendo antes de que lo interrumpieran.

– ¡Pobre Sam! -dijo Beech-. ¿Tiene ya una idea de quién puede ser el culpable?

– Todavía no, señor. Pero esperaba echar un vistazo a su expediente personal. Quizá haya algo que nos sirva. También quería saber si hay forma de que el ordenador nos diga quién se encontraba anoche en el edificio después de las diez.

Curtis sabía que era posible, pero quería prolongar su estancia en el centro de datos.

– Desde luego. -Puso el dedo sobre el archivador de la pantalla y dijo-: Abraham, localiza el expediente personal de Sam Gleig, por favor.

– ¿En pantalla o en disco?

Beech miró a Curtis. Deseaba que se marchara cuanto antes de la sala. Verlo allí le recordaba a Hideki.

– Será mejor que lo imprima en papel. Así podrá examinarlo el tiempo que quiera, inspector.

– Eso no nos sobra en la Criminal, señor -repuso Curtis, sonriendo afablemente.

Bajando la vista a la pantalla de Beech, vio que una mano incorpórea aparecía en pantalla, moviéndose hacia el archivador.

– El festín de Baltasar -murmuró.

La mano extrajo una carpeta del cajón y luego desapareció con ella por la parte izquierda de la pantalla.

– ¿Cómo ha dicho?

– Decía que tiene usted ahí un impresionante organizador personal.

– Es un poco infantil, pero soy de los que necesitan soportes simpáticos para traer el ciberespacio a la tierra. Por eso tengo una habitación con vistas, por decirlo así. Sin ella me resultaría difícil trabajar aquí. Bueno, ¿qué era lo otro? Quién estaba aquí después de las diez de la noche, ¿no?

Curtis asintió.

Beech tocó varias veces la pantalla con el índice, como quien juega una partida relámpago de ajedrez. Por último encontró lo que buscaba.

– Ahí lo tenemos. El capataz de electricistas se marchó a las siete y media. Yo me fui a las siete cuarenta y tres. Aidan Kenny, a las siete cuarenta y cuatro. Helen Hussey, a las ocho quince. Warren Aikman, a las ocho treinta y cinco. Desde ese momento, Sam Gleig se quedó solo en el edificio hasta que los agentes Cooney y Hernandez llegaron esta madrugada.

– Ya veo. Gracias.

Beech señaló a la puerta.

– Tendremos que ir a la sala de impresión para recoger su copia -anunció, precediéndolos hacia la pasarela.

Entraron en una habitación donde una enorme impresora láser ya estaba soltando hojas. Beech las cogió.

– Qué raro -comentó, sorprendido-. Abraham no es capaz de hacer esto.

– ¿Hacer qué? -preguntó Mitch.

Beech le tendió la impresión. Junto a los datos personales había una foto en color de Sam Gleig, que saludaba a un chino en el atrio.

– Tomar fotografías como ésta no forma parte del programa original de Abraham -explicó Beech, frunciendo el ceño-. Al menos hasta que esté instalado el grabador de CD-ROM.

De momento, a Curtis le interesaba más el joven chino que los medios con que se hubiera tomado la fotografía.

– ¿Lo conoce?

– Creo que sí -dijo Mitch-. Me parece que es uno de nuestros amigos de ahí fuera.

– A menos que Abraham lograse… -Beech seguía considerando el misterio de cómo se había tomado la fotografía-. ¡Pues claro…!

– ¿Se refiere a que es uno de los manifestantes?

Mitch volvió a mirar la foto.

– No hay duda.

– ¡Pues claro! -repitió Beech-. La conexión con el ordenador de Richardson. Mitch, Abraham debe haber memorizado la foto en forma digital y luego ha utilizado vuestro programa Intergraph para sacarla. No hay otra explicación. Es la manera que ha encontrado Abraham para decirnos que Sam Gleig dejó entrar anoche en el edificio a una persona no autorizada.

Curtis hizo una mueca.

– Espere un momento. ¿Quiere decir que el único testigo del asesinato de Sam Gleig podría ser su ordenador?

– Eso es lo que parece, desde luego. Si no, no veo por qué habría archivado esta foto en el expediente de Sam Gleig. -Se encogió de hombros-. Como mínimo, esta foto demuestra que hubo una persona no autorizada en la Parrilla, ¿verdad? Hasta viene la hora: la 1,05.

– ¿Eso que lleva en la mano no es una botella de whisky? -dijo Mitch-. Parece que estaban de juerga.

– Pero ¿por qué tomó esta fotografía y no la del momento del asesinato? -quiso saber Curtis.

– Porque dentro de los ascensores no hay cámaras -explicó Mitch.

Beech lo confirmó con un movimiento de cabeza.

– Esta foto relaciona al chino con el crimen. No cabe duda.

– Déjeme a mí juzgar eso, por favor -repuso Curtis.

– Quizá debiera haberlo mencionado antes -intervino Mitch-, pero han ocurrido algunos incidentes con esos chicos.

Le contó a Curtis lo de la naranja y la manivela arrojadas contra su coche.

– ¿Ha presentado denuncia?

– No, no lo he hecho -confesó Mitch, sacando la cartera-. Pero guardo el comprobante del recambio del parabrisas.

Curtis echó una ojeada al recibo.

– ¿Cómo sabe que fue uno de ellos?

– ¿La segunda vez? Estaba en un restaurante chino, a unas manzanas de aquí. Debieron reconocerme.

– ¿Tiene todavía la manivela?

– Sí, en efecto, la tengo. En el maletero del coche. ¿Quiere que vaya por ella?

– No. Prefiero mandar a recogerla a alguien del laboratorio. Por si hay alguna huella. -Curtis dobló la fotografía y estaba a punto de guardársela en el bolsillo interior de la chaqueta cuando se le ocurrió una idea-. Hay cámaras montadas en la fachada del edificio, ¿verdad?

– Varias -confirmó Mitch.

– ¿Puede sacar un primer plano de esos chicos, ahora mismo?

– Nada más fácil -dijo Beech.

Volvieron a la sala de informática. Beech se sentó y tocó con el dedo el icono de una cámara de vídeo al final de la pantalla.

En cuestión de segundos la cámara hizo un barrido por las caras de una docena de chinos.

– No entiendo por qué insisten tanto -comentó Beech.

– Estamos en un país libre -le recordó Curtis-, aunque aquí dentro no se note.

Beech lanzó al policía una mirada perpleja, como preguntándose por qué alguien tan tolerante como él trabajaba en la policía de Los Ángeles.

– Ese de ahí -señaló Mitch-. El del megáfono. ¿No es el mismo de la fotografía?

Curtis comparó la imagen de la impresión del ordenador con la del joven chino que aparecía en pantalla.

– Sí. Es él, justamente.

– Qué raro que haya vuelto, ¿no? -dijo Mitch-. Suponiendo que tuviera algo que ver con el crimen.

– No tanto como parece -repuso Curtis-. Y, además, todavía no es más que una mera suposición.

– ¿Qué va a hacer?

– Hablar con él. A ver qué dice. ¿Quién sabe? A lo mejor canta de plano.

El policía que vigilaba la manifestación ya parecía cansado, pese a que sólo eran las once de la mañana. Curtis le mostró su identificación y luego, cogiéndolo del brazo, lo llevó unos metros más allá.

– ¿Se ha enterado de lo que ha ocurrido ahí dentro?