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– ¿Que le han machacado la cabeza a un tío? Me lo han dicho.

– ¿Cuánto tiempo lleva aquí de servicio?

– Un par de semanas, a ratos. En turnos de cuatro horas. -Se encogió de hombros-. No es tan malo. No me dan mucho trabajo. He charlado con algunos. La mayoría son decentes.

– ¿Diría que se les podría relacionar con un homicidio?

El agente sonrió y sacudió la cabeza.

– No. Son hijos de papá, que estudian aquí pero tienen casa en Hong Kong o sitios así. Pondrían pies en polvorosa antes de meterse en un lío de verdad.

Curtis se acercó a los manifestantes.

– ¿Quién es el responsable?

Tras la cinta policial, el pequeño grupo de manifestantes chinos permaneció tranquilo, pero Curtis observó que las miradas se movían de su identificación al hombre con el megáfono. Se fijó en las consignas que llevaban escritas en las pancartas: RECORDAD LA PLAZA DE TIANANMEN. LA YU CORP APOYA LOS CRÍMENES DE ESTADO. LA YU CORP SE APROVECHA DE LA ESCLAVITUD. VIOLACIÓN DE DERECHOS YU-MANOS.

– Vamos -insistió-. Tiene que haber alguno.

– Bueno -dijo el del megáfono-. Supongo que se me podría considerar como una especie de responsable.

– Soy el inspector de primera clase Curtis, de la Brigada de Investigación Criminal de la Policía de Los Angeles. ¿Puedo hablar un momento con usted? Apartémonos del sol, hace calor -dijo y, señalando al otro lado de la plaza hacia la esquina de Hope Street, añadió-: Es sobre un incidente que ha ocurrido anoche en el edificio de la Yu Corporation.

– ¿Otro? -repuso Chen Peng Fei con una tenue sonrisa.

– Se ha cometido un asesinato.

– ¡Qué lástima! Ningún subalterno, espero.

– ¿Lo aprueba?

– Si se tratase de Yu sería una buena noticia. Ese tío es un gángster.

– Querría saber a qué hora se marcharon de la plaza usted y su gente, ayer. A lo mejor vieron algo anormal.

– Sobre las cinco. Como siempre.

– Lo siento, usted es…

– Me llamo Cheng Peng Fei.

– ¿De dónde es usted, muchacho?

– De Hong Kong. Tengo visado y estudio en la universidad.

– ¿Y sus amigos? ¿Son estudiantes en su mayoría?

– Casi todos, sí.

– ¿Se ha cruzado alguna vez con el guarda de seguridad del edificio Yu? Un tipo corpulento. Negro.

– ¿Es el muerto?

– Sí, es él.

Cheng Peng Fei sacudió la cabeza.

– Lo hemos visto. Eso es todo. También hay otro vigilante, ¿verdad? Un blanco con cara de pocos amigos. A ése lo hemos visto más.

– ¿Han entrado alguna vez en el edificio?

– Lo hemos pensado, pero probablemente nos habrían detenido. Así que nos quedamos junto a la fuente, repartiendo octavillas y esas cosas.

– En mis tiempos era distinto -comentó Curtis cuando se acercaban a la esquina de Fifth Street.

Un vagabundo que empujaba un carrito de supermercado se detuvo un momento a recoger una colilla de la acera antes de continuar en dirección a Wilshire. Un negro alto que venía en la otra dirección, con unas sucias Nike Air Jordan, chándal y gorra de béisbol, se vio obligado a sortear el carrito y se paró a insultar al vagabundo antes de seguir su camino.

– Cuando yo era joven, una manifestación era una manifestación.

– ¿Por qué se manifestaba?

– En aquella época sólo había una cosa por la que la gente se manifestaba: Vietnam.

– Mejor que ir para allá, supongo.

– Ah, pero yo fui. Fue al volver cuando protesté. ¿Por qué se meten exactamente con la Yu Corp?

Cheng Peng Fei le tendió una octavilla.

– Tenga, esto se lo explicará todo.

Curtis se detuvo, echó una ojeada a la octavilla y se la guardó en el bolsillo de la chaqueta. Luego señaló con la cabeza a un cartel publicitario pegado en la parada del autobús. El cartel mostraba un apretón de manos entre dos brazos sin cuerpo, uno de ellos con el uniforme de la policía de Los Ángeles. El texto decía:

Juntos

LA POLICÍA DE LOS ÁNGELES

Y USTED

PUEDEN SER

UN ARMA MORTAL

contra

LA DELINCUENCIA

Cheng Peng Fei era lo bastante listo para entender lo que sugería Curtis. Alzó los hombros y meneó la cabeza.

– De verdad, inspector, si supiera algo se lo diría, pero no puedo ayudarle.

El policía le sacaba la cabeza y, con sus cien kilos, pesaba casi el doble que él. Curtis se le plantó enfrente, tan cerca que podría haberle besado, y lo miró con una mezcla de recelo y desdén.

– Pero ¿qué hace? -protestó Cheng.

Intentó apartarse, pero se vio atrapado contra la pared en la esquina de Fifth con Hope Street.

– Sólo trato de ver dentro de tu inescrutable cabecita -dijo Curtis, cogiéndolo firmemente de los hombros-. Para saber por qué me mientes.

– Pero ¿qué coño dice, hombre?

– ¿Estás completamente seguro de que nunca te has encontrado con Sam Gleig?

– Pues claro que estoy seguro. Ni había oído ese nombre hasta ahora.

Cheng empezó a maldecir al policía en chino.

– ¿Has oído hablar de Miranda, estudiantillo?

– ¿De Miranda quién?

– De Miranda contra el Estado de Arizona, ya sabes quién. Lo de la Quinta Enmienda. Instrucciones de que, entre otras cosas, debe informarse a las personas detenidas de que tienen derecho a guardar silencio antes del interrogatorio…

– ¿Me va a detener? ¿Por qué?

Curtis volvió a Cheng de espaldas y, con gesto hábil, le esposó una mano.

– …y que cualquier cosa que digas podrá utilizarse contra ti en el tribunal. Y que tienes derecho a un abogado.

– Pero ¿qué es esto? ¿Está loco?

– Ésos son tus derechos, aborto. Y ahora te diré lo que vamos a hacer. Voy a esposarte a esa farola y luego iré por mi coche y vendré a recogerte. Te llevaría conmigo, pero me figuro que tus amigos se enardecerían al verte detenido y estoy seguro de que no quieres armar alboroto. Por no hablar del bochorno que sufrirías. Así sólo pasarás vergüenza ante algún transeúnte desconocido.

Curtis pasó el delgado brazo de Cheng alrededor de la farola y cerró la otra esposa.

– ¡Está como una puta cabra!

– Además, mientras voy y vengo podrás pensar un poco en esa historia que me has contado. Tendrás tiempo de reflexionar. Y pensar en otra. -Curtis miró el reloj-. Volveré dentro de cinco minutos. Diez, como mucho. -Señaló hacia la Parrilla, que se erguía sobre ellos empequeñeciendo a los edificios que tenía alrededor-. Si te preguntan, te has parado a admirar la arquitectura.

– ¡Qué chorrada!

– En eso estamos de acuerdo, muchacho.

– La cinta está en marcha, Frank.

Cheng Peng Fei recorrió con la mirada la sala de vídeo de New Parker Center.

– ¿Qué cinta?

– Estamos grabando en vídeo este interrogatorio -dijo Curtis-. Para la posteridad. Aparte de para tu protección. ¿Es éste tu mejor perfil?

Coleman se sentó junto a Curtis y frente a Cheng Peng Fei a una mesa en la que sólo había un objeto: una manivela para desmontar ruedas metida en una bolsa de plástico. Cheng hacía como si no la viese.

– Así tu abogado no podrá alegar que te hemos hecho confesar sacudiéndote con esa manivela -intervino Coleman.

– ¿Qué tengo que confesar? No he hecho nada.

– Declara tu nombre y tu edad, por favor.

– Cheng Peng Fei. Veintidós años.

– ¿Deseas que esté presente un abogado?

– No. Como he dicho, no he hecho nada.

– Esta manivela es tuya, ¿verdad? -preguntó Coleman.

– ¿Sería usted capaz de reconocer la suya? -replicó Cheng, encogiéndose de hombros.

– La tuya no está en el maletero de tu coche -observó Coleman- Lo he comprobado. Esta herramienta fue arrojada contra el parabrisas del coche de Mitchell Bryan, un arquitecto que trabaja en el edificio de la Yu Corporation. Un Lexus color burdeos. Y tiene tus huellas.