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– Bueno, si es mi manivela, las tendrá, ¿no? Tuve un pinchazo y cambié la rueda. Luego me fui y la dejé en la calle.

– El incidente con la manivela ocurrió en el aparcamiento del restaurante Mon Kee, en North Spring Street -dijo Coleman-. Sólo a unas manzanas de la Parrilla.

– Si usted lo dice.

– Al registrar tu apartamento, encontramos un recibo de Mastercard por una cena que te sirvieron allí la misma noche que rompieron el parabrisas de Bryan.

Chen Peng Fei permaneció un momento en silencio.

– De acuerdo. Rompí un parabrisas. Pero eso es todo. Sé lo que tratan de hacer. Pero aunque su premisa sea correcta y yo rompiera el parabrisas de alguien que trabaja en la Parrilla, de ello no se desprende que su conclusión de que yo haya matado a un empleado de ese edificio sea cierta en absoluto. Ni diez mil premisas semejantes bastarían para establecer esa conclusión.

– ¿Estudias Derecho, por casualidad? -preguntó Curtis.

– Empresariales.

– Pues tienes razón, desde luego -concedió Curtis-. Esa manivela no seía prueba suficiente, por sí sola. Claro que a nosotros nos facilitaría las cosas demostrar que tenías un motivo: tu fanática oposición a la Yu Corp y a sus empleados.

– Chorradas.

– ¿Dónde estuviste anoche, Cheng?

– Me quedé en casa leyendo un poco.

– ¿Qué leíste?

– Cultura de la organización y liderazgo, de Edgar H. Schein.

– ¡No me jodas!

– ¿Algún testigo?

– Estuve estudiando, no de juerga. Leyendo un libro.

– ¿Qué bebes cuando te vas de juerga? -inquirió Coleman.

– ¿A qué viene esa pregunta?

– ¿Cerveza?

– A veces, sí. Cerveza china. La cerveza americana no me gusta.

– ¿Whisky?

– Claro. ¿Y quién no?

– Yo. No lo puedo soportar -admitió Coleman.

– ¿Y qué prueba eso? Yo bebo whisky, usted no bebe whisky, él bebe whisky. Parece mi curso de inglés. ¿Probamos el pretérito indefinido?

– ¿Bebes mucho whisky?

– ¿Te has bebido alguna vez una botella con un amigo?

– No soy esa clase de bebedor.

– ¿Qué me dices de Sam Gleig? ¿Alguna vez te has bebido una botella con él?

– Da la impresión de que son ustedes quienes le han estado dando a la botella. Yo nunca le he pedido ni le he dado nada. Ni siquiera la hora. -Cheng suspiró y se inclinó sobre la mesa-. Oigan, reconozco haber roto el parabrisas. Lo siento mucho. Fue una estupidez. Había tomado unas copas. Pagaré los daños y perjuicios. Pero nunca he visto a ese tipo, tienen que creerme. Lamento que haya muerto, pero yo no tengo nada que ver con…

Curtis había desplegado una fotocopia en color de la fotografía generada por el ordenador y la colocó en la mesa, junto a la manivela. Cheng la miró fijamente.

– Muestro al sujeto una fotografía suya y de la víctima tomada en el vestíbulo del edificio Parrilla.

– ¿Qué coño es esto?

– ¿Niegas que seas tú?

– ¿Negarlo? Pues claro que lo niego. Esto debe ser un montaje. Una composición fotográfica. Oiga, ¿adónde quiere ir a parar?

– No quiero ir a parar a ningún sitio -replicó Curtis-. Sólo quiero averiguar la verdad. Así que, ¿por qué no lo admites, Cheng?

– Yo no admito nada. Eso es mentira.

– Entraste en la Parrilla con una botella de whisky para Sam Gleig. Supongo que ya os conocíais de antes. Os traíais algo entre manos. ¿Qué era? ¿Droga? ¿Un poco de heroína china, traída de casa?

– ¡Qué chorrada!

– O a lo mejor querías un favor. Que hiciera la vista gorda cuando pasaras a librarte de otra manivela. A romper algo. Pagándole por la molestia, naturalmente. Y quizá ibas a golpear a Sam para que todo resultase más convincente. Sólo que le diste demasiado fuerte. Luego te entró el pánico y te largaste enseguida. ¿No es eso lo que pasó?

Cheng negaba con la cabeza. Estaba al borde de las lágrimas.

– Alguien está tratando de incriminarme -aseguró.

– No eres tan importante, chinito -dijo Coleman, con una risita de desprecio-. ¿Quién querría incriminarte?

– ¿No está claro? Pues la Yu Corporation, ¿no? Son muy capaces, créame. Librándose de mí, a lo mejor se libraban de las protestas. Son mala publicidad para ellos.

– Y supongo que un asesinato en el edificio de sus oficinas es buena publicidad, ¿no? -dijo Curtis-. Además, tú y tus amigos ya no sois noticia. Deberás encontrar algo mejor, estudiantillo.

– Vamos, Cheng -terció Nathan Coleman-. Confiésalo. Fuiste tú quien le abrió la cabeza. No creemos que lo hicieras a propósito. No eres de ésos. Fue un accidente. Hablaremos con el fiscal y haremos que reduzcan la acusación a homicidio en segundo grado. Tu papá pagará un buen abogado, quien alegará ante el tribunal que estudiabas demasiado, y probablemente te caerán de dos a cinco años como máximo. A lo mejor te trasladan a una cárcel privada y terminas los estudios antes de que te deporten a casa.

Cheng Peng Fei examinó atentamente la fotografía y negó con la cabeza.

– No puede ser, estoy soñando -dijo, y luego añadió-: Quizá sea mejor que llame a un abogado, después de todo.

Los dos inspectores suspendieron el interrogatorio y salieron al pasillo lleno de gente que había frente a la puerta de la sala de vídeo.

– ¿Qué te parece, Frank? ¿Tenemos al culpable?

– No sé, Nat. Pensé que se desmoronaría al ver la foto. -Curtis se estiró con aire de cansancio y consultó su reloj-. Será mejor que la examinen en el laboratorio.

– ¿Crees que puede ser un montaje?

– Ese cabroncete va de farol, estoy seguro. Pero no se pierde nada comprobándolo antes de ir al fiscal. Además, tengo que recoger los resultados de la autopsia preliminar.

– ¿Quieres que le siga trabajando?

Curtis asintió.

– Dale un café y procura tranquilizarlo un poco. Luego le sueltas un izquierdazo.

Curtis dio un puñetazo de broma con la izquierda.

– ¿Y qué pasa con lo del abogado?

– Ya le has oído renunciar a ese derecho, ¿no? No es un chico de la calle, Nat. Ese tío es un universitario. A nadie se le ocurrirá decir que no entendió su Miranda.

El laboratorio de la División de Investigación Científica estaba en el sótano de New Parker Center. Curtis encontró a Charlie Seidler y Janet Bragg en la cafetería, sacando un café de la máquina.

– ¿Quieres uno, Frank? -preguntó Bragg.

– Gracias. Leche. Dos terrones.

– Es muy goloso -observó Seidler mientras Bragg pulsaba los botones de la máquina-. A ciertas edades se debería tener más cuidado con lo que se come y se bebe.

– Ah, muchas gracias, Charlie. Tú sí que estás en esa edad. Además, necesito energía.

Se dirigieron al laboratorio.

– Bueno, Frank, los especialistas han registrado de arriba abajo el piso de tu sospechoso -informó Seidler-. No han encontrado nada. Nada en absoluto. Ni siquiera una botella de whisky.

Curtis dejó escapar un profundo suspiro y luego miró a la doctora Bragg. Ella le dio una carpeta que contenía tres hojas de papel y unas fotografías.

– Fue golpeado, y con mucha violencia, por un individuo muy fuerte -dijo, sin consultar sus notas-. El impacto causó fractura y aplastamiento del cráneo y le rompió el cuello, por si fuera poco. Incluso le partió un diente. No puedo darte una idea concreta sobre el tipo de arma utilizada, aparte de que no era un bastón, ni un bate de béisbol, ni nada cilindrico. Algo liso, más bien. Como si le hubieran dejado caer un objeto sobre la cabeza. O sacudido con un trozo de acera. Y hay otra cosa. He echado un vistazo al pasaporte de tu sospechoso. Mide uno setenta de estatura y pesa alrededor de cincuenta y ocho kilos. A menos que Gleig estuviese arrodillado en el ascensor, no pudo haberle golpeado. Salvo que estuviese subido en una caja. Como Alan Ladd.