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Bragg observó la decepción que se dibujó en el rostro de Curtis.

– Si está implicado, debe tener un cómplice. Más alto y más fuerte. De tu talla, quizá. Uno que tome el café con leche y dos terrones.

Curtis les mostró la fotografía.

– Entonces, ¿por qué tengo una foto con un solo sospechoso?

– Quien investiga eres tú, Frank -dijo Bragg.

– El sospechoso afirma que es un montaje, Charlie.

– ¿Esto lo ha hecho un ordenador? -preguntó Seidler.

Curtis asintió con la cabeza.

– Me temo que no es mi especialidad -dijo Seidler, alzando los hombros-. Pero puedo probar con alguien. -Cogió el teléfono y marcó un número-. ¿Bill? Soy yo, Charlie. Escucha, estoy en el laboratorio con uno de la Criminal. ¿Podrías venir un momento a darnos tu opinión sobre una cosa? Muchas gracias.

Seidler colgó el teléfono.

– Bill Durham. Nuestro experto fotográfico.

Un hombrecillo de barba negra entró apresuradamente. Seidler hizo las presentaciones y luego Curtis le mostró la fotografía.

Durham sacó una lupa del bolsillo de su bata blanca y examinó atentamente la imagen.

– Una fotografía convencional es fácil de analizar -explicó-. Y fácil de autentificar. Se tiene la película revelada, los negativos, los positivos, cosas palpables. Pero con algo generado por ordenador…, bueno, es otra historia. Nos las tenemos que ver con imágenes digitales. -Alzó la vista y concluyó-: No sabría decir si esto es un montaje o no.

– Pero ¿es posible? -preguntó Curtis.

– Ah, claro que es posible. Se toman como base dos imágenes digitalizadas…

– Un momento, un momento -protestó Curtis.

– Son números. Un ordenador puede almacenar cualquier cosa en forma de números binarios. Hay una imagen del negro y otra del chino, ¿no? Se separa la silueta del chino del fondo en el que se encuentra y luego se superpone en la fotografía donde está el otro. Después se tapan ambas figuras para unificar el fondo sin alterarlas. Con un poco de habilidad, se modifican las sombras para darles coherencia y quizá se añadan varios píxeles al azar para degradar un poco la imagen del negro y hacer que la granulación se asemeje a la de la otra fotografía. Eso se almacena en el disco, en banda magnética o lo que sea, el tiempo que haga falta. Para imprimirlo cuando se quiera.

Curtis hizo una mueca.

Durham sonrió. Notando la tecnofobia del policía, añadió para rematar la faena:

– El caso es, inspector Curtis, que nos acercamos rápidamente a una época en que ya no será posible considerar una fotografía como prueba concluyente de algo.

– Como si el trabajo ya no fuese lo bastante duro -gruñó Curtis-. ¡Válgame Dios, vaya mundo de los cojones que nos estamos preparando!

Durham se encogió de hombros y miró a Seidler.

– ¿Eso es todo?

– ¿Frank?

– Sí, muchas gracias.

Cuando Durham se hubo marchado, Curtis volvió al informe de la autopsia y repasó las fotos del cadáver de Sam Gleig.

– ¿Dijiste como si alguien le hubiera dejado caer un objeto sobre la cabeza, Janet?

La doctora Bragg asintió.

– ¿Como qué?

– Un frigorífico. Un aparato de televisión. Un trozo de acera. Cualquier cosa plana, como te he dicho.

– Bueno, eso reduce mucho las posibilidades.

– Por otro lado -suspiró la doctora-, bueno, no es más que una idea, Frank, pero podrías comprobar si ese ascensor funciona como es debido.

Libro cuarto

Juntos debemos estudiar, concebir y crear el nuevo edificio del futuro, que fundirá todas las artes en una sola creación integrada; la arquitectura, la pintura y la escultura, surgidas de las manos de un millón de artesanos, se elevarán al cielo como un símbolo cristalino de la nueva fe del futuro.

Walter Gropius

Para un arquitecto sólo había un sitio donde vivir en Los Ángeles, y era Pacific Palisades. No tanto por el carácter selecto del barrio como por el hecho de que allí se encontraban muchos de los más famosos ejemplos de la arquitectura moderna de la ciudad. En su mayor parte eran construcciones cuadradas de acero, con colores a lo Mondrian y mucho vidrio, semejantes a casas de té japonesas o a chalés para obreros alemanes. A Mitch no le gustaba ninguna, aunque, como arquitecto, comprendía por qué eran importantes: habían influido en la forma de construir casas a lo largo y lo ancho de Estados Unidos. Era agradable verlas en los libros, pero vivir realmente en ellas era otra historia. Y, desde luego, no era casualidad que la Ennis House de Frank Lloyd Wright, en Griffith Park, se encontrase prácticamente en ruinas. La única casa de la zona en que hubiese podido vivir era la de Pierre Koenig en Hollywood Hills, aunque esa preferencia se debía más a la espectacular vista que a los méritos arquitectónicos de la construcción. En conjunto prefería las casas casi rurales que caracterizaban la parte de Palisades conocida como Rustic Canyon, con sus cabañas de troncos, picaderos y bellos jardines.

No es que Rustic Canyon careciese de ejemplos de arquitectura moderna. En una de las pendientes más elevadas del Canyon se erguía la que Mitch consideraba como una de las más bellas residencias privadas construidas por Ray Richardson: la suya.

Mitch torció por una curva bordeada por una valla de cemento color miel y cortada por una pasarela que, saltando un arroyo, conducía a la puerta principal, frente al lejano océano.

Un hombre y una mujer, que Mitch reconoció vagamente como estrellas de la música pop inglesa, bajaron a caballo por el sendero y le dieron los buenos días. Ésa era otra de las razones por las que a Mitch le gustaba el Canyon. Allá arriba, la riqueza era más afable, sin duda indiferente a la obsesión por la arquitectura estilo búnker que caracterizaba al resto de Los Ángeles. No se veía ni una cámara de seguridad ni un alambre de espino. Allá arriba, para protegerse de la presunta amenaza de los desclasados, la gente contaba con la altura de los cerros, la lejanía del centro y las discretas patrullas armadas.

Mitch cruzó la pasarela. No le entusiasmaba renunciar a su descanso dominical y pasarse la mañana hablando de trabajo, aunque significara una rara invitación a almorzar en casa de Richardson. Ray le había dicho que sólo era para distraerse y pasar un rato tranquilos, pero Mitch no se lo tragaba. Ray Richardson únicamente estaba tranquilo cuando dormía, cosa que parecía necesitar muy poco.

La invitación también incluía a Alison, pero la antipatía que ella sentía por Richardson era tan aguda que ni siquiera soportaba estar en la misma habitación que él. Al menos, pensaba Mitch, no tendría que pasarse la tarde del domingo mintiéndole sobre dónde había estado por la mañana.

Llamó y corrió el panel de vidrio sin marco.

Encontró a Ray Richardson en su estudio, arrodillado en el suelo de pizarra azul, examinando los dibujos de otro proyecto -un helipuerto en pleno centro de Londres- que aún estaban saliendo de la impresora láser de gran tamaño, y dictando notas a Shannon, su secretaria de ojos verdes.

– ¡Mitch! -le saludó animadamente-. ¿Por qué no subes al salón? Yo iré enseguida. La oficina de Londres me ha enviado por correo electrónico estos dibujos y debo echarles una mirada antes de su reunión de mañana por la mañana. ¿Quieres una copa, colega? Rosa te la traerá.

Rosa era la criada salvadoreña de Richardson. Mitch se la encontró camino del salón, una mujer menuda y delgada con uniforme de color rosa. Pensó en un zumo de naranja, pero luego recordó la tarde que le esperaba en casa.

– Rosa, ¿podría traerme una jarra de margarita bien fría?

– Sí, señor, ahora mismo.

En el salón buscó un sitio donde sentarse. Había seis sillas blancas de respaldo recto agrupadas en torno a una mesa de comedor. Una poltrona de cuero y acero inoxidable y, en dos lados de una mesa de cristal cuadrada, dos pares de sillas Barcelona, como doble homenaje al gran Mies van der Rohe. Mitch probó una de ellas e inmediatamente recordó por qué se había deshecho de la suya.