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De la mesa de cristal cogió un ejemplar de LA Living y se cambió a la poltrona. Era un número del que le habían hablado pero que no había visto aún: el que mostraba a Joan Richardson desnuda en un sofá diseñado por ella misma, tumbada como una grande odalisque -sobre todo grande, pensó-; el número que había motivado su querella contra los editores por no haber retocado los amplios rizos de vello púbico que se distinguían claramente en la base de sus gordas nalgas de Madre Tierra.

Con los delicados piececitos, las piernas ensanchadas en sus caderas de percherona, el breve círculo de su cintura que se agrandaba en el espectacular delta de los pechos y unos hombros gigantescos, Joan Richardson se parecía mucho a la estatua de bronce de Fernando Botero instalada frente a la Parrilla. La revista Los Angeles había llamado a la gorda dama de bronce «Venus de los cuartos traseros». Pero en la oficina la llamaban J. R.

Rosa volvió con la jarra de margarita y la dejó en la mesa junto con un vaso. Mitch bebió despacio, a pequeños sorbos, pero al cabo de una hora, cuando Richardson terminó con lo que estaba haciendo, la jarra estaba vacía. Mitch observó que Richardson se había cambiado de ropa y ahora llevaba pantalones y botas de montar. Se parecía a un director tiránico de la época del cine mudo: D. W. Griffith, o Eric von Stroheim. Lo único que le faltaba era el megáfono.

– Vale, Mitch -dijo, frotándose las manos-. Vamos a almorzar. ¡Rosa! -Le rodeó familiarmente los hombros con el brazo-. Bueno, ¿cómo estás, colega?

– Muy bien -contestó Mitch con una tenue sonrisa, aunque estaba enfadado por haber esperado tanto-. ¿Has estado montando a caballo?

– Ah, ¿te refieres a este atuendo? No, es que juego al polo a las doce.

Mitch miró su reloj.

– Son las once y cuarto, Ray -dijo en un tono que no disimulaba la reprobación.

– ¡Joder! Esos dibujos me han entretenido más de lo que pensaba. Bueno, aún podemos pasar media hora juntos, ¿verdad? Es que ya no hablamos, ¿sabes? Deberíamos reunirnos más a menudo. Y ahora que el edificio Yu está casi terminado, lo haremos. Seguro. Tenemos por delante nuestras más grandes realizaciones, estoy convencido.

– Me gustaría dedicarme a proyectar -repuso Mitch-. Quizá esa fábrica que la Yu quiere construir en Austin.

– Pues claro, Mitch, no faltaba más. -Richardson se sentó en una de las sillas Barcelona-. Pero, mira, todo el mundo es capaz de proyectar. Y para un buen coordinador técnico se necesita un arquitecto especial. Que plasme esos abstrusos conceptos arquitectónicos en instrucciones prácticas para los pobres gilipollas que van a construirlos. ¿Te acuerdas del tejado que proyectó el idiota de Grabel? Menuda mierda. Y tú lo arreglaste, Mitch. A Grabel le pareció el mismo tejado que antes. No entendía que el proyecto original era imposible de realizar. Fuiste tú, Mitch, quien se ocupó de ello, quien examinó las diversas variantes y encontró la mejor solución para llevarlo a cabo. La mayoría de los proyectistas no hacen más que masturbarse. Sé de lo que hablo. Proyectan algo porque les parece bonito, pero tú, Mitch, coges algo bonito y le das un aspecto real. Estás aburrido. Sé que te aburres desde hace algún tiempo. Siempre pasa lo mismo al final de un trabajo. Pero será distinto cuando empieces algo nuevo. Y no olvides que en este trabajo recibirás una parte sustancial de los beneficios. No te olvides de eso, Mitch. Después de declarar a Hacienda te quedará un buen cheque.

Llegó Rosa con una bandeja. Mitch se sirvió zumo de naranja y kedgeree, * y empezó a comer. Se preguntó si no sería aquel discursito de ánimo el verdadero motivo de la invitación. Desde luego estaba claro que Richardson no podía perder otro socio importante de la empresa a continuación de Allen Grabel. Y Ray tenía razón al menos en una cosa: era difícil encontrar buenos coordinadores técnicos como Mitch.

– ¿Cuándo es la inspección para la entrega de llaves? -preguntó Richardson, sirviéndose él también un vaso de zumo de naranja.

– Del martes en ocho días.

– Hmm. Lo que yo pensaba. -Richardson levantó el vaso y añadió-: Salud.

Mitch bebió el suyo de un trago.

– Dime una cosa, Mitch. ¿Sigues viendo a Jenny Bao?

– Sería difícil no verla. Es la asesora de feng shui del proyecto Yu.

Richardson le dirigió una desagradable sonrisa.

– Venga, Mitch, ya sabes a lo que me refiero. Te la estás follando. ¿Y por qué no, coño? A mí me parece que eres un tío con suerte. Es una chica preciosa. No me importaría tirármela. Siempre me ha apetecido una china, pero nunca me he jodido a ninguna. ¿Crees que va para largo?

Mitch permaneció un momento en silencio. Parecía inútil negarlo, así que dijo:

– Espero que sí.

– Bien, bien. -Richardson sacudió la cabeza-. ¿Lo sabe Alison?

– ¿A qué viene ese súbito interés?

– Somos amigos, ¿no? -sonrió Richardson-. ¿Es que no te puedo hacer una pregunta de amigo?

– ¿Es una pregunta de amigo? Y a propósito, Ray, ¿cómo te has enterado?

– Lo sé desde que te la llevaste a la fábrica de mármol de Vicenza. -Se encogió de hombros-. Un cliente alemán estaba en vuestro hotel.

Mitch alzó las manos.

– De acuerdo, de acuerdo. -Cogió un poco de kedgeree con el tenedor y se lo llevó a la boca. Se le había quitado el apetito, ahora que se había descubierto su secreto. Seguidamente observó-: Pero tú no comes.

Richardson miró de nuevo su reloj.

– No quiero perderme el partido. Además, no tengo mucha hambre. En todo caso, Mitch, las sabes elegir. Te lo reconozco, colega. Aunque nunca habría pensado que te diera por eso.

De pronto, Mitch se odió a sí mismo tanto como a Ray Richardson.

– Ni yo tampoco -repuso en tono sombrío.

– Oye, Mitch, quiero que pidas un pequeño favor a Jenny.

– Eso significa que es grande. ¿De qué se trata?

– Quiero que la convenzas de que firme el feng shui antes de que procedamos a las transformaciones.

– ¿Por qué?

– Te lo voy a explicar. El señor Yu quiere hacer la inspección personalmente, por eso. Y se sentirá mucho más satisfecho recorriendo el edificio si sabe que tu jodida amiguita ha dado el visto bueno. ¿Vale? Será menos probable que encuentre defectos. Si hubiera tiempo para hacer los jodidos cambios antes de que él viniera, los haríamos, pero no lo hay. Así de simple. Mira, Mitch, sólo será por un día. Después podrá romper el certificado y hacer nuevas objeciones si le da la gana. Pero en cuanto Yu haya dado su aprobación, podremos largarle la factura. Hemos tenido muchos gastos estos meses, con lo de la oficina de Alemania y todo eso.

– Lo comprendo. Pero no estoy seguro de que acepte. Sé que es algo difícil de entender para una persona como tú, pero Jenny tiene principios.

– Prométele una semana en Venecia. Contigo. En el hotel que prefieras. En el Cipriani, si quieres. Yo pago.

– Haré lo que pueda -dijo Mitch en tono cansado-, pero no le gustará. No es una adivinadora de feria, Ray. No se trata de untarle la mano lo suficiente. Jenny cree en lo que hace. Y recuerda que han muerto dos personas en el edificio. Desde luego, ella no lo ha olvidado.

– Pero intentarás convencerla.

– Sí. De acuerdo, sí, lo intentaré. Pero no va a ser fácil. Y quiero que me des tu palabra, Ray, de que si no firma el certificado no la joderás. Y que haremos las transformaciones que hagan falta.

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* Plato indio a base de arroz, lentejas, pescado desmenuzado, huevo y cebolla. (N. del T.)