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Se encontraban de nuevo en el restaurante Mon Kee de la North Spring Street, con el japonés atareado frente a una imponente comida y Cheng Peng Fei tratando de alargar una cerveza solitaria.

– ¿Colgarte un asesinato? -rió el japonés-. Ni que fueras James Cagney.

– Tuve suerte de librarme, créame. Pensé que la policía iba a inculparme. Y no estoy seguro de que hayan renunciado del todo. Tuve que entregarles el pasaporte.

– ¿Quién querría comprometerte, Cheng?

– No sé -dijo Cheng, encogiéndose de hombros-. Quizá alguien de la Yu Corporation. O usted, a lo mejor. Sí, puede que fuese usted.

– ¿Yo? -Al japonés pareció divertirle la idea-. ¿Por qué yo?

– A lo mejor fue usted quien mató al guarda jurado.

– Espero sinceramente que no presentaras a la policía esa teoría tuya.

– No le he mencionado para nada. ¿Cómo podría haberlo hecho? Ni siquiera sé su nombre. En eso ha tenido cuidado.

– A lo mejor llevas un micrófono para grabar nuestra conversación.

– A lo mejor -convino Cheng, aunque se abrió la camisa al mismo tiempo para mostrar que no llevaba nada pegado al pecho-. De todas formas, la manifestación se ha acabado. El Ayuntamiento llamó a Inmigración y nos han controlado a todos. Descubrieron que algunos no cumplían las normas del visado. Tenían que estudiar inglés, no trabajar en restaurantes.

El japonés meneó tristemente la cabeza.

– Es una pena -comentó-. Supongo que ahora tendré que intervenir personalmente. Me tocará marcar algunos tantos.

– ¿De qué modo?

– Pues no sé. Un pequeño sabotaje, quizá. No tienes idea de lo que soy capaz.

– En eso se equivoca. Le creo capaz casi de cualquier cosa.

El japonés se puso en pie.

– Sabes, Cheng, si estuviese en tu lugar me procuraría una buena coartada. -¿Para cuándo?

El japonés arrojó unos billetes sobre la mesa. -Para el tiempo que haga falta.

Allen Grabel llamó a Richardson y Asociados y pidió hablar con Mitch.

La telefonista se llamaba Dominique.

– ¿Quién llama, por favor?

Grabel tenía la impresión de que no le caía muy bien a Dominique, así que se limitó a darle su nombre de pila. Mitch probablemente conocería a dos o tres Allen. Esperó unos momentos. Luego Dominique le dijo:

– Lo siento, no contesta. ¿Quiere dejar algún recado?

– Dígale que me llame. -Grabel le dio su número. Era difícil que Dominique lo reconociese-. En cuanto llegue.

Grabel colgó y miró el reloj. Le quedaban quince minutos para la próxima copa.

¿Por qué no le había llamado Mitch? Sólo podía haber una razón: la bruja de su mujer no le había dado el recado. No era de extrañar que Mitch estuviese liado con aquella mujer con la que le vio salir de la Parrilla. Entonces se le ocurrió que allí era donde podría encontrarlo. Desde aquella noche no tenía las ideas claras. Pero Mitch lo entendería, él sabría qué hacer.

Descolgó el teléfono y marcó el número. En cuanto empezó a sonar, colgó. Con el sistema telefónico de la Parrilla nunca se sabía quién estaría escuchando. Volvió a mirar el reloj. Diez minutos todavía. Pero no podía volver allí, de ninguna manera. Tenía miedo, le asustaba lo que pudiera pasarle. ¿Y si todo eran imaginaciones suyas? ¿Qué le harían entonces? Eso era casi tan espantoso como la otra posibilidad.

Kay Killen se pasó la víspera de la inspección previa de Ray Richardson en la sala del consejo de administración de la planta veintiuno, comprobando en el ordenador los planos bidimensionales y los modelos tridimensionales de la Parrilla. También miró la grabación visual del proyecto en disco compacto, por si Richardson deseaba analizar en detalle cualquier parte del proceso o mostrar la evolución del proyecto. Incluso se las había arreglado para que transportasen la maqueta principal del edificio desde las oficinas de Richardson y Asociados de Sunset a la sala de juntas de la Parrilla, sin contar las réplicas de tamaño natural de determinados elementos utilizados en la construcción. Cuando Ray Richardson andaba de por medio, más valía estar preparado para cualquier eventualidad.

Ya era tarde cuando terminó, pero Mitch, Tony Levine, Helen Hussey y Aidan Kenny se quedaron dando los últimos retoques al programa de inspección. Se alegraba de salir del edificio. Aunque acostumbrada a trabajar hasta tarde en oficinas vacías, en la Parrilla había algo por la noche que no le gustaba nada. Siempre había sido sensible al ambiente, cosa que atribuía a su ascendencia celta y, a diferencia de los demás componentes del equipo de proyecto, estaba más que dispuesta a creer en el feng shui. Kay no veía nada malo en que se construyesen edificios en armonía con el entorno ni en que el hombre aprovechase las ventajas de la naturaleza. Que se respetase el espíritu de la tierra no era, en su opinión, más que otro tipo de ecologismo. En su fuero interno, estaba convencida de que el edificio mejoraría mucho cuando se realizasen plenamente las modificaciones solicitadas por la asesora de feng shui.

Cuando llegó al cavernoso garaje, el corazón le latía con fuerza y empezó a sentirse un poco mareada. Los espacios públicos, sobre todo de noche, la ponían nerviosa. Viviendo en Los Ángeles, se dijo, no era tan raro. Pero no se trataba de una simple paranoia urbana. Kay padecía de una forma benigna de agorafobia. Y saber que aquello solía pasarle a veces no le facilitaba las cosas. Ni el hecho de que su coche, un Audi nuevo, se negase a arrancar.

La cólera sustituyó al nerviosismo durante unos momentos cruciales. Kay soltó un taco y salió del coche para llamar a la AAA desde la oficina de seguridad de la planta superior. Tenía la sensación de que la observaban y, mientras atravesaba el garaje, se volvió bruscamente varias veces, con los tacones resonando en el suelo antideslizante como el tictac de un metrónomo. ¿Quién podía andar por allí abajo? Tras la muerte de Sam Gleig, era Abraham quien se ocupaba de la vigilancia nocturna. Aparte de sus compañeros de la planta veintiuno, no había nadie en el edificio. Kay sintió alivio al entrar de nuevo en el ascensor brillantemente iluminado que la conduciría a la planta baja.

Cuando se abrieron las puertas, la planta baja estaba en penumbra, y sólo podía orientarse con la luz del ascensor y la que se filtraba de los niveles superiores. Las luces de los pisos solían apagarse por la noche. Como los que se quedaban trabajando hasta muy tarde solían salir por el garaje, Abraham ahorraba energía. Pero sus cámaras y sensores infrarrojos debían notar su presencia y encender las luces.

Intentaba comprender por qué no había luz cuando las puertas del ascensor se cerraron a su espalda, dejándola casi a oscuras.

Kay contuvo el pánico. No es que necesitase mucha luz para orientarse en la Parrilla. Tenía una memoria casi fotográfica de los planos de cada planta del edificio. Para saber exactamente adónde se dirigía, sólo tenía que imaginarse sentada frente a la pantalla, utilizando el sistema de diseño asistido por computador y dirigiendo el ratón. Incluso antes de que se construyese, Kay sabía moverse por la Parrilla. Cuando finalmente acudió a la obra y recorrió la estructura terminada, experimentó una sensación de extraña familiaridad.

Pero cuando echó a andar hacia la oficina del guarda jurado, oyó una voz que le resultaba conocida.

– ¿En qué puedo servirla, señora?

Sintió que se le erizaban los cabellos.

– ¿Ocurre algo?

Sam Gleig estaba en su posición acostumbrada frente al mostrador, con su manaza sobre la pistola enfundada en la cadera. Y aunque estaba oscuro, Kay se dio cuenta de que le veía perfectamente, con todos los detalles, como bañado en su propio círculo de luz.

– ¿Saben ya lo que le pasó al señor Yojo?

– ¿Qué… qué quiere, Sam? -Kay empezó a retroceder hacia el ascensor-. ¿Quién es usted?

Sam soltó su carcajada lenta y sonora.

– No pretendo molestarla en absoluto -aseguró-. Bueno, ¿quién se queda trabajando esta noche?